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Después Wexford llamó a Baker. La búsqueda en el registro electoral no había arrojado luz sobre ningún Comfrey en toda la demarcación de Kenbourne Vale. Wexford le preguntó si le molestaría hacer lo mismo, pero esta vez con la señorita Pauline Flinders. Desde luego, Baker lo haría gustosamente. Enviaría a un hombre a Kenbourne Green para que preguntara por todas las tiendas, y también a los vecinos de Grenville West.

– Es todo tan poco preciso -dijo el doctor Crocker cuando se reunió con ellos en el Carrousel Café-. Incluso en el caso de que la señora Comfrey viviera bajo nombre supuesto, esa chica la habría reconocido por la descripción de los periódicos. La fotografía le habría dicho algo, se habría puesto en contacto con nosotros después de leer todas las peticiones de colaboración.

– ¿No parece como si no lo hubiera hecho porque tenía algo que ocultar?

– Lo que a mí me parece -intervino Burden- es que no la conocía.

Mientras esperaba noticias de Baker, Wexford intentó hacerse una idea convincente de todo el asunto. Rhoda Comfrey, que por alguna razón se había hecho llamar de otra forma en Londres, había sido una gran admiradora de Grenville West y se había hecho amiga suya. Tal vez ella le hiciera ciertos servicios relacionados con su trabajo. Podía, y a Wexford le atraía esta idea, tener un negocio de fotocopias, lo cual encajaría con lo que la señora Crown le había contado. ¿No podría ser que le hiciera a West copias de sus trabajos sin cobrarle nada y que él, en muestra de gratitud, le hubiera hecho un obsequio especial el día de su cumpleaños? Después de todo, y según la vieja señora Parker, ella había cumplido los cincuenta el 5 de agosto. Wexford recordó que en algunos países esa edad estaba considerada un hito importante en la vida de toda persona, un aniversario digno de celebración especial. Él había comprado la cartera el día 4, se la había regalado el 5 y se fue de vacaciones el 7; por su parte, ella había bajado a Kingsmarkham el día 8. Pero nada de esto le acercaba un ápice a la identidad del asesino, y pensó con pesimismo que todavía le quedaba un largo camino por recorrer.

En medio de estas reflexiones sonó el teléfono.

– La hemos encontrado -dijo la voz de Baker-, o al menos el lugar donde vive. Estaba en el registro. Vive en el oeste de Kenbourne, en All Souls Grove, número quince, primer piso. Patel, Malina N., y Flinders, Pauline J. Ninguna de las dos tiene teléfono, así que envié a Dinehart a investigar, y la mujer que vive en el piso de arriba le dijo que la Flinders estaría allí en media hora. ¿Quiere que vayamos a verla por usted? No nos costaría hacerlo.

– No, gracias, Michael. Ya voy yo.

La satisfacción por este descubrimiento no había hecho mella en la naturaleza agria de Baker. Era rápido a la hora de percibir un desprecio cuando nadie pretendía hacérselo, y siempre esperaba que su trabajo fuera efusivamente reconocido.

– Haga lo que quiera -dijo con brusquedad-. ¿Ya sabe cómo encontrar All Souls Grove? -Con esta pregunta venía a sugerir que ese patán de campo podía ser capaz de localizar un pajar o incluso una aguja dentro de él, pero nunca hallaría una calle aunque estuviera señalada en la guía de Londres-, Gire a la derecha después de pasar la estación de metro de Kenbourne Lane y llegará a Magdalen Hill; otra vez a la derecha hasta Balliol Street, y es la segunda a la izquierda, después de Oriel Mews.

Wexford prefirió olvidar que por su rango tenía derecho a coche y chófer, y se limitó a decir:

– Estoy muy agradecido, Michael, es usted muy bueno…

Pero dijo esto demasiado tarde.

– Y todo en un solo día de trabajo -lo interrumpió Baker, y colgó bruscamente.

Wexford se había preguntado algunas veces por qué una mujer que no posee el menor atractivo a menudo elige la compañía de otra más bella para vivir o compartir el piso. Tal vez no haya tal elección, es posible que la presión proceda del otro lado, de la bella, que ve en el contraste sus atractivos, mientras que la menos guapa es tímida, humilde y está ya muy acostumbrada a su situación para resistirse a ella.

En este caso, el contraste era muy acentuado. La belleza le había abierto la puerta, la belleza vestida con un sari de color verde pavo con pequeños adornos dorados, y de una finura y delicadeza que no eran normales en las mujeres occidentales. Sus muñecas no debían tener más de ocho centímetros de ancho, y de ellas colgaban pulseras de oro y marfil. Aquella cara pequeña y exquisita, cuya tez era de un tono dorado, lo miraba desde una nube de sedoso cabello moreno.

– ¿Señorita Patel?

Afirmó con la cabeza, y volvió a hacerlo cuando él le enseñó su tarjeta.

– Me gustaría ver a la señorita Flinders, por favor.

El apartamento, en el primer piso, estaba amueblado de manera corriente. Las grandes habitaciones estaban divididas por delgados tabiques de madera, con viejos muebles de desecho y objetos femeninos por todas partes: vestidos y revistas, posters clavados en las paredes, collares de cuentas colgando del mango de una puerta y velas medio consumidas en varios platillos. La otra chica, la que él había ido a ver, se giró lentamente abandonando la mecanografía. A su lado había un cenicero rebosante de colillas. Wexford se sorprendió a sí mismo pensando:

«La pequeña Polly Flinders

se sentó entre las cenizas,

calentándose sus lindos pies…»

Y en verdad sus pies estaban descalzos, bajo una larga falda de algodón. Tenía unas bonitas piernas, largas y torneadas. Wexford pensó que no le habría parecido tan poca cosa de no haber visto antes a Malina Patel. No le habría parecido desagradable de no ser por esa espalda tan horriblemente encorvada debido a la postura que adoptaba para disimular su talla -aunque ésta fuera menor que la de su hija Sylvia-, y por los dos prominentes incisivos de la mandíbula superior. Esto último le pareció extraño en alguien de su edad, una niña criada en plena era de la ortodoncia.

Se acercó a él en actitud seria y cautelosa, y Malina Patel desapareció a sus espaldas sin haber dicho una sola palabra. Él fue directamente al grano.

– Sin duda ha leído usted los periódicos, señorita Flinders, y se habrá enterado del asesinato de la señorita Rhoda Comfrey. Esta es la fotografía que apareció en ellos. Trate de imaginársela con veinte años y utilizando otro nombre.

Wexford la observó mientras miraba la fotografía. Su cara no delataba nada, de hecho era absolutamente inexpresiva.

– ¿Cree que la ha visto alguna vez? ¿En, digamos…, la compañía del señor Grenville West?

De pronto su cara se ruborizó. Victor Vivian la había descrito como «una rubia», pero esta palabra evocaba demasiado, implicaba belleza y un femenino glamour, algo así como Marilyn Monroe. Pauline Flinders no era así. Su belleza consistía en una ausencia de color, los ojos eran de un gris pálido, y su cabello casi blanco. El rubor era vivido y desigual bajo la pálida piel; él supuso que había sido la mención de aquel nombre la que lo había causado. Sin embargo no se trataba de un conocimiento culpable, sino de amor.

– Nunca la había visto -dijo. Luego, preguntó-: ¿Por qué cree que Grenville la conocía?

Todavía no iba a responder a esto. Ella no dejaba de mirar hacia la puerta, como si temiera que la otra chica apareciese en cualquier momento. ¿Se habría burlado de ella debido a sus sentimientos hacia el novelista?

– Usted es la secretaria del señor West, ¿no es así?

– Inserté un anuncio en el periódico local ofreciéndome como mecanógrafa. Él me telefoneó; de esto hará unos dos años. Le pasé un manuscrito a máquina, le gustó y empecé a trabajar para él a media jornada.

Hablaba con gracia, con una voz baja y monótona. Wexford siguió preguntando:

– Y seguro que también atendía el teléfono y recibía a sus amistades. ¿Recuerda a alguna de ellas que se pareciera a esa mujer?