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– Oh, no. Ninguna. -Parecía sincera, más allá de toda duda, y añadió fatuamente, con la obsesión del que ama-: Grenville está en Francia, tengo una postal de él.

¿Por qué no la tenía sobre la mesa? Cuando sacó la postal de debajo de una pila de papeles que había junto a la máquina de escribir, Wexford pensó que también tenía la respuesta a eso: no quería ser objeto de burlas por ello. Era una fotografía de Annecy, y, aunque borroso, el nombre de la localidad podía leerse en el sello. «Recuerdos desde Francia, pequeña Polly Flinders, recuerdos del sol, de la comida, del aire y del bel aujourd’hui. Me dará mucha pereza cuando tenga que volver, pero no me quedará más remedio. Ya nos veremos. G.W.»

«Típico de un literato», pensó Wexford, pero no era la postal de un enamorado. ¿Por qué se la había enseñado con la mención de su nombre? ¿Por qué era todo lo que ella tenía de él?

Sacó la cartera y la puso al lado de la postal. Lo que pretendía era que ella gritase, se pusiera pálida y dijera: «¿De dónde la ha sacado?», para derribar ese muro de ignorancia tras el cual parecía parapetarse. Pero no hizo nada, a excepción de mirarla fijamente con la misma reserva.

– ¿Ha visto esto antes, señorita Flinders?

Ella la examinó por fuera y por dentro.

– Parece la cartera de Grenville -respondió-. La que perdió.

– ¿La perdió? -preguntó Wexford.

Ella pareció recobrar la confianza en sí misma y su voz se animó.

– Regresaba de la parte oeste de la ciudad en autobús, y al llegar dijo que debió de dejársela en el asiento. Creo que esto ocurrió el jueves o el viernes. ¿Dónde la encontró?

– En el bolso de la señorita Rhoda Comfrey – contestó Wexford con lentitud y gravedad.

De modo que ésa era la respuesta. No había ninguna conexión, ninguna relación entre el autor y su admiradora, ningún regalo de cumpleaños. La había encontrado en un autobús y se la había quedado.

– ¿Informó de la pérdida el señor West?

Cuando no decía nada, ella intentaba cubrir sus prominentes incisivos, como suelen hacer las personas que tienen este defecto, tapándolos con el labio inferior. Ahora volvieron a aparecer los dientes, que la hacían cecear un poco.

– Me lo encargó, sí, pero al final no lo hice. No es que me olvidara, es sólo que alguien me dijo que a la policía no le gusta que se la moleste continuamente con cosas perdidas o halladas. Un policía conocido de mi madre le dijo en una ocasión que eso trae mucho papeleo.

Él la creyó. Sabía mejor que nadie que los policías no son ángeles de uniforme que se pasan la vida sacrificándose en aras del bien público. Dejó que ella volviera a su máquina de escribir y se dirigió al oscuro salón de la casa. La gran puerta se abrió tras él y apareció Malina Patel, con su aspecto más brillante que un martín pescador. El acento de aquella mujer, tan correcto y bonito como el de su hija Sheila, le sorprendió casi tanto como lo que le dijo.

– La noche del 8 de agosto Polly estuvo aquí conmigo. Me ayudó a hacer un vestido, se encargó de cortarlo. -Su sonrisa era maliciosa y sus dientes perfectos-. Es usted detective, ¿verdad?

– Así es.

– ¡Qué profesión más curiosa! Nunca había visto ninguno, excepto en la televisión, claro. -Hablaba de él como de algún raro animal, como de un antílope africano-. ¿Les pagan mucho? ¿Los contratan diciéndoles: «Le daré cincuenta mil dólares por encontrar a mi hija, ella lo es todo para mí»? ¿Esa clase de cosas?

– Me temo que no, señorita Patel.

Podía haber jurado que se reía de la aburrida ingenuidad de su amiga. Su hermosa cara se tornó cándida, los ojos se abrieron enormemente.

– Cuando apareció en la puerta -dijo-, pensé que era usted el administrador. Una vez vino uno, cuando dejamos de pagar el alquiler.

8

La tarde era calurosa en Kenbourne Vale, el sol poniente parecía una gran brasa roja. Un fuerte aroma a comino le llegaba desde el Kemal’s Kebab House, así como el olor a cerveza y a sudor procedente del pub Waterlily. Todos los establecimientos de comidas y bebida estaban abiertos. Niños de todas las edades, colores, razas o mestizajes, estaban sentados en los tramos de escaleras o iban arriba y abajo en bicicletas o triciclos por el pavimento de los atestados callejones. Una anciana enferma o simplemente borracha permanecía sentada a la puerta de un local de apuestas. No había nada verde ni con un mínimo aspecto orgánico, a menos que uno reparara en las lechugas, apiñadas dentro de cajas del exterior de una tienda de comestibles, y que parecían estar hechas del mismo plástico que las envolvía.

Una cosa que Wexford podía agradecer era el no tener que volver a Kenbourne Vale nunca más si no quería. Después de lo ocurrido ese día, la pista se había enfriado. Sentado en el coche que lo llevaba de regreso a Kingsmarkham, pensó en todo ello. En un principio el comportamiento de Malina Patel lo había confundido. ¿Por qué había roto voluntariamente su silencio para darse, tanto a sí misma como a Polly Flinders, una coartada que nadie le había pedido? Porque era una bromista pensó, y combinaba este rasgo de su carácter con su belleza. Todo lo que le dijo había sido calculado para hacerle reír; recordó que ella también se había reído tras esa perorata sobre detectives de televisión y administradores. Viniendo de esa bonita chica, todo era muy divertido y encantador. Pero no era extraño que Polly mantuviera la postal escondida y temiera que ella escuchase la conversación. El policía podía imaginar los comentarios posteriores de la joven india.

Pero si no había estado escuchando tras la puerta, ¿cómo demonios supo a qué había ido? Fáciclass="underline" la mujer del piso de arriba se lo había contado. Uno de los hombres de Baker, probablemente ese poco fiable Zinehart, había pasado antes por allí y les había dicho que la policía de Kingsmarkham no sólo quería hablar con Polly, sino también con ella. Malina se habría enterado de la fecha de la muerte de Rhoda Comfrey por los periódicos. Wexford recordó con cuánto reconocimiento y complacencia ella había observado su tarjeta. Era una mala chica que jugaba a detectives e intentaba liarlo todo con el fin de desorientarlo a él y burlarse de su compañera de piso.

En fin, todo eso ya había terminado. Rhoda Comfrey había encontrado esa cartera en el autobús o en la calle, y él estaba como al comienzo.

Entró en su casa poco antes de las nueve. Dora estaba fuera, como ya le había avisado, cuidando a los hijos de la cuñada de Burden, y no había señales de Sylvia. Robin estaba sentado en la escalera con el pijama puesto.

– Hace mucho calor para dormir. Tú no estás cansado, ¿verdad abuelo?

– En realidad, no -mintió Wexford.

– Granny me dijo que lo estarías, pero yo te conozco, ¿verdad? Le dije que te gustaría tomar un poco de aire fresco.

– ¿Aire del río? Vístete entonces, y dile a mamá adónde vas.

El crepúsculo había llegado a los prados próximos al río.

– La oscuridad les gusta mucho a las ratas de agua -dijo Robin. La oscuridad, parecía gustarle la palabra y la fue repitiendo mientras flanqueaban el río. Cerca de la superficie del lento Kingsbrook, los mosquitos revoloteaban formando perezosas nubes. Pero el calor ya no era tan opresivo y corría una brisa agradable que aliviaba el calor de Londres.

– Creo que ya hemos tenido suficiente por esta noche -dijo Wexford cuando la oscuridad se hizo más profunda.

Robin lo cogió de la mano.

– Sí, es mejor que volvamos porque mi padre va a venir. Creía que estaba en Suecia, pero no. Espero que mañana regresemos a casa; esta noche no, porque Ben está durmiendo.

Wexford no supo qué responder. Y cuando entraron en el vestíbulo oyó detrás de la puerta cerrada de la sala las voces reprimidas pero airadas de su hija y su yerno. Robin no hizo nada por ir al encuentro de sus padres. Sólo miró y desvió su atención, frotándose sus ojos cansados con los puños.