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– Iré a verte a la cama -le dijo su abuelo, cogiéndolo entre sus brazos con más ternura que nunca.

Por la mañana lo llamaron del hospital de Stowerton. Pensaron que a la policía podía interesarle saber que el señor James Comfrey había fallecido durante la noche y, puesto que su hija estaba muerta, preguntaron con quién tenían que ponerse en contacto.

– Con la señora Lilian Crown -dijo Wexford, pero luego pensó que podía ir a verla él mismo. No había mucho más que hacer.

Estaba fuera. En Kingsmarkham, los pubs abren a las diez los días de mercado. A Bella Vista, entonces. Ese día el nombre de la casa, con su tejado verdoso y las soleadas ventanas, estaba más justificado que nunca. La luz y el calor tenían su origen en un cielo tan azul como la puerta principal de la vivienda del señor Comfrey.

– Así pues, se ha ido -dijo la vieja mujer. Durante la hora que había transcurrido desde que le dieran la noticia a Wexford, la señora Crown también se había enterado y había informado a su vez a algunos de sus vecinos-. Morir es terrible, joven, y más cuando no se tiene a nadie que derrame una lágrima por uno.

Estaba quitando las hebras de las judías, cortándolas en tiras largas y delgadas como pocas amas de casa se molestarían en hacer.

– Me atrevería a decir que habría sido un alivio para la pobre Rhoda. ¿Qué habría hecho, me preguntaba a menudo, en caso de que él hubiera sido dado de alta y ella hubiera tenido que cuidarlo? Cuidó de su madre con dedicación, robando tiempo de su trabajo para ella; eso sí que era amor. Sin embargo, nunca le dirigió una sola palabra de afecto al viejo Jim. -Los ojos vitales y jóvenes parecían penetrar en los del policía-. ¿Quién se quedará con el dinero?

– ¿El dinero, señora Parker?

– El dinero de Rhoda. Sé que habría ido a parar a él, que era el familiar más próximo. ¿Quién se lo va a quedar ahora? Me gustaría saberlo.

Esto no se le había ocurrido a Wexford.

– Tal vez no haya ningún dinero, cada vez es menos la gente que ahorra.

– Hable más alto, ¿quiere?

Wexford repitió lo que había dicho, y la señora Parker le dedicó un cacareo de desdén.

– Por supuesto que existe ese dinero. Lo consiguió con las quinielas, ¿no? No lo habrá malgastado, Rhoda no era una manirrota. De no haber estado mano sobre mano durante tanto tiempo ya lo habría descubierto. En algún lugar habrá una casa amueblada elegantemente, y también una bonita suma en acciones. ¿Quiere saber lo que pienso? Que todo irá a parar a Lilian Crown.

No sin desgana consideró lo que la señora Parker acababa de decir. Pero, ¿iría todo a la señora Crown? Posiblemente, gracias a la intervención del heredero James Comfrey. Si ella tuviera algo que dejar y hubiese muerto sin dejar testamento, James Comfrey habría sido durante esos nueve días el legítimo propietario de la herencia. Pero una hermana política no heredaría de él automáticamente…, aunque su hijo, el mongólico, si todavía viviera… ¿Un sobrino por matrimonio? No conocía mucho la ley en lo relativo a herencias, y la verdad era que no le parecía demasiado importante.

– Señora Parker -dijo elevando el tono de voz-, tiene usted razón cuando dice que no hemos conseguido mucho. Pero sabemos que la señora Comfrey vivía bajo nombre supuesto, un nombre falso, ¿me sigue? -Ella afirmó impacientemente-. La gente que hace esto suele escoger un nombre que le es familiar, el apellido de soltera de su madre, por ejemplo, o el de algún pariente o amigo de la infancia.

– ¿Por qué tendría que hacer algo así?

– Tal vez porque su nombre tenía connotaciones desagradables para ella. ¿Sabe usted cuál era el apellido de soltera de su madre?

La señora Parker ya estaba preparada para esto.

– Crawford. Ellas se llamaban Agnes y Lilian Crawford. Cambiaron el nombre, pero no la letra, de modo que fue un cambio para peor. La pobre Agnes no lo hizo bien, y lo mismo pasó con Lilian, aunque en un principio la «C» no aparecía. Crown la dejó y juraría que en la actualidad vive con otra mujer en algún sitio, aunque ella diga que está muerto.

– ¿Así que pudo hacerse llamar Crawford? -Él pensaba en voz alta-. O Parker, ya que usted le era tan simpática. O Rowlands, como el editor del viejo Gazette.

Todas estas especulaciones habían sido inaudibles a la señora Parker, y él gritó su última sugerencia:

– ¿Tal vez Crown?

– No, Crown no. Nunca tuvo tiempo para esa Lilian. Ni lo piense, siempre se estaba burlando de ella y le decía que se procurara un hombre. -La vieja cara se contorsionó y la señora Parker levantó los puños como suelen hacerlo las personas mayores, recordando tal vez la lejana niñez-. ¿Por qué tendría que utilizar otro nombre que no fuera el suyo? Rhoda era una buena mujer, nunca en su vida habría hecho nada malo o habría tratado de ocultar algo.

¿Se podría decir esto de alguien sin mentir? No, ciertamente, de Rhoda Comfrey, quien había robado algo que debía de suponer era precioso para su propietario, y cuya biografía era la obra maestra de una vida secreta.

– Saldré por aquí, señora Parker -dijo Wexford al tiempo que abría la ventana francesa que daba al jardín. No quería encontrarse con Nicky.

– Ciérrela bien después. Ya pueden decir que hace mucho calor, pero mis pies y manos están siempre fríos, como lo estarán los suyos, joven, cuando llegue a mi edad.

No había señal de la señora Crown. El no había investigado sus movimientos de la noche en cuestión, pero ¿cabía dentro de lo posible que hubiera matado a su sobrina? El motivo era muy endeble, a menos que conociera la existencia de un testamento. Sin duda, debía de haber uno, depositado en el despacho de unos abogados que ignoraban la muerte del testador, pero Rhoda Comfrey nunca le habría dejado nada a la tía que tanto le desagradaba. Por otro lado, esa flaca mujer nunca habría tenido la suficiente fuerza física para…

Su coche, con las ventanillas subidas y el seguro de las puertas echado por seguridad, era un auténtico horno, el volante casi no se podía tocar de lo caliente que estaba. Mientras volvía se alegró de ser un hombre delgado, porque al menos las gotas de sudor no le hacían parecer un cerdo asado.

Antes que el sol diera de lleno, cerró las ventanas de su oficina y bajó las persianas. En alguna parte había leído que no es justamente lo que hacen en los países cálidos, en vez de dejar las ventanas abiertas para que corra el aire. Y hasta cierto punto funcionó. Dejando de lado el breve descanso que se tomó para comer en la cantina, se pasó todo el día dándole vueltas al problema. No podía recordar un caso en toda su carrera en el que, después de nueve días, no tuviera ningún sospechoso, ni idea del móvil y tan poco conocimiento de la vida privada de la víctima. Después de horas de meditación tuvo que concluir que el asesinato había sido salvajemente absurdo, aunque pareciera un crimen pasional, que no había sido premeditado y que la señora Parker había sido muy cariñosa al describir el carácter de Rhoda Comfrey.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó Wexford a su hija, a la que acababa de encontrar sola.

– Arriba, leyendo cuentos a los niños.

– Sylvia -dijo- he estado ocupado, y, de hecho, todavía lo estoy, pero nunca lo estaré suficiente como para dejar de pensar en mis hijos. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? Mira, para esto estoy cuando no trabajo de policía.

Ella bajó la cabeza. Su cara, grande y escultural, parecía diseñada a partir de nobles virtudes, como el coraje y la fortaleza. Parecía un monumento a la paciencia que se reía del dolor. Sin embargo, ella nunca había conocido el dolor, y en su vida raramente había tenido necesidad de coraje y fortaleza.

– ¿Quieres que hablemos de ello?