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Ella encogió los robustos hombros.

– No podemos cambiar los hechos, soy una mujer, y eso significa ser un ciudadano de segunda clase.

– Antes no solías pensar así.

– ¡Oh, papá! ¿Qué quieres? La gente cambia; nadie permanece toda la vida con las mismas opiniones. Si yo te dijera que he leído libros y que he ido a reuniones, me dirías lo mismo que Neiclass="underline" que nunca debí leer eso y que tampoco debí hablar con nadie.

– Tal vez lo dijera, y estaría en lo cierto si lo que has leído te ha convertido en una infeliz y está logrando romper tu matrimonio. ¿Te crees menos de segunda clase aquí, con tus padres, que en casa con tu marido?

– Lo seré si consigo un trabajo, si me pongo a estudiar algo.

Su padre obvió decirle que no podía imaginársela yendo a la universidad o asistiendo a algún cursillo mientras su madre cuidaba de Robin y Ben. En vez de esto le preguntó si no creía que ser mujer implicaba algunas ventajas.

– Sí se te pincha una rueda -explicó-, lo más probable es que algún tipo se pare antes de cinco minutos y te la cambie, sólo por tu bonita figura y tu sonrisa encantadora. Si fuera yo, en cambio, podría pasarme las veinticuatro horas del día haciendo señales sin que la gente se detuviera y me prestara el cric.

– ¡Porque soy bonita! -dijo con fiereza, y él por poco se ríe, porque el adjetivo era muy poco apropiado. Sus ojos centelleaban, parecía una Medea-. ¿Sabes lo que significa eso? Que te silben, sí, pero ningún respeto. Cumplidos estúpidos, pero ni una observación un poco cuerda de igual a igual.

– Vamos, estás exagerando.

– No, papá. Mira, te daré un ejemplo. Hace un par de semanas Neil abolló el coche con el buzón de casa y tuve que llevarlo al taller para que lo arreglaran. Después de que los mecánicos me hubieran silbado, ¿sabes qué me dijo el encargado? «Las mujeres… ¿qué le dijo su marido cuando lo vio?», ¡Él dio por sentado que había sido yo quien abolló el coche, sólo porque soy una mujer! Cuando lo corregí no me creyó. Se comportó con tonta galantería y me dijo que le dijera a Neil esto y aquello, que su motor… y que le dijera… pero ese coche es tan mío como de él. -Dejó de hablar y se puso roja-. Bueno, ¡pues a pesar de todo no lo parece! De la misma forma que la casa parece más suya que mía. Ni siquiera mis hijos son tan míos como suyos, él es quien tiene la potestad sobre ellos. ¡Dios mío! ¡Incluso mi vida es más suya que mía!

– Creo que es mejor que bebamos algo -recomendó su padre-, y tú cálmate y limítate a decirme cuáles son exactamente las quejas que tienes que hacerle a Neil. ¿Quién sabe?, podría llegar a hacer de intermediario.

De esta forma, un par de horas más tarde se encontraba hablando de hombre a hombre con su yerno, en una casa que en un tiempo le había encantado visitar, porque en ella siempre había bullicio, era cálida y estaba llena de amor, o al menos eso le había parecido. Ahora había polvo por todas partes, hacía frío y estaba en silencio. Neil le dijo que ya había cenado, pero, a tenor de la evidencia, Wexford supuso que la «cena» había consistido únicamente en tomar algunas copas.

– Por supuesto que quiero que vuelva, Reg; ella y los niños. La quiero, tú ya lo sabes, pero no puedo estar de acuerdo con sus condiciones. Se supone que debo contratar a una au pair, lo cual significa pagar un sueldo que a duras penas puedo permitirme, y esto sólo para que Sylvia pueda salir y aprender alguna profesión para la que ya no deben de quedar vacantes. Es una excelente madre y esposa, ya lo creo que sí. Simplemente, no veo qué sentido tiene contratar a alguien para que haga las cosas que ella sabe hacer tan bien, mientras se prepara para algo en lo que tal vez no será tan buena. ¿Quieres beber algo?

– No, gracias.

– Bien, pues yo sí, y no tienes que decirme que ya he bebido mucho porque ya lo sé. El caso es ¿por qué no puede seguir haciendo su trabajo mientras yo hago el mío? Su labor no es menos importante, yo no la considero inferior, y cuando me dice que otros sí lo piensan le respondo que todo el problema está en su cabeza. Pero no voy a pagarle un sueldo por algo que las mujeres han hecho gratis desde tiempo inmemorial, ¿verdad? No pienso poner mi carrera en peligro cancelando viajes al extranjero, ni tampoco me agotaré limpiando la casa y bañando a los niños cada día al volver del trabajo. Secaré los platos, de acuerdo, y procuraré que disponga de todo aquello que pueda ahorrarle trabajo, pero me gustaría saber quién necesitará la liberación cuando yo esté trabajando todo el día y ella se esté paseando por una universidad durante Dios sabe cuántos años. Me gustaría ser mujer, te lo aseguro, y no tener problemas de dinero ni responsabilidades, ni tener que fichar en una oficina día tras día durante cuarenta años.

– No lo desees tanto.

– Pues esta semana lo pensaba de verdad. -Neil hizo un gesto con la mano hacia el caos que le rodeaba-. No sé hacer los trabajos de casa, no sé cocinar, pero puedo ganarme la vida decentemente. ¿Por qué demonios no podrá ella dedicarse a una cosa y yo a la otra como siempre hemos hecho? Te aseguro que sería capaz de estrangular a esas condenadas «liberadores de la mujer». La quiero, Reg, siempre hemos sido el uno para el otro. Discutimos, desde luego, eso es saludable en un matrimonio, pero nos queremos y tenemos dos hijos estupendos. ¿No te parece una locura que algo tan político e impersonal pueda separar a dos personas como nosotros?

– Para ella no es impersonal -replicó tristemente Wexford-. Neil, ¿no podéis llegar a un compromiso? ¿Por qué no cogéis una mujer sólo durante un año? Hasta que Ben vaya a la escuela…

– ¿No podría ser ella la que esperase hasta entonces? Muy bien, o sea que como el matrimonio es dar y tomar, yo soy el que tiene que darlo todo y ella tiene que tomarlo.

– Ella dice que ocurre lo contrario. Me voy, Neil. – Wexford apoyó su mano en el hombro de su yerno-. No bebas demasiado, eso no soluciona nada.

– ¿No? Lo siento, Reg, pero esta noche tengo la intención de hacerlo hasta perder el conocimiento.

Wexford no le dijo nada a su hija cuando llegó a casa; ella tampoco le preguntó nada. Estaba sentada en el alféizar de la ventana francesa con Ben en sus brazos, pues el pequeño se había despertado y lloraba, mientras leía concentradamente un libro titulado La mujer y el complot sexista.

9

Ben se pasó la noche quejándose de su garganta. Cuando Wexford se marchó a trabajar, Sylvia y su madre estaban discutiendo si debían llamar al doctor Crocker o al dispensario. Lo último que se imaginaba era que él también pasaría la mañana en un dispensario, ya que preveía el día como la repetición calcada del anterior, condenado a pasar impacientemente las horas tras las persianas bajadas.

Llegó un poco tarde; Burden ya lo esperaba en su despacho, caminando de un lado a otro con evidente gesto de impaciencia.

– Hemos tenido suerte. Acaba de llamar un médico. Tiene su consulta en Londres y dice que recuerda a Rhoda Comfrey. Era una de sus pacientes.

– ¡Por Dios, al fin! ¿Por qué no nos llamó antes?

– Porque estaba de vacaciones, como tantos de ellos. En el sur de Francia, curiosamente. No sabía nada del asunto hasta que anoche llegó y vio un periódico de la semana pasada.

– Supongo que le dijo que queríamos verlo, ¿no?

Burden afirmó.

– Nos espera alrededor de las once, que es cuando termina con el último de sus pacientes.

Se remitió a las notas que había tomado:

– Este doctor es un tal Christopher Lomond y trabaja en un lugar llamado Midsomer Road, en Parish Oak, Londres, 19 Oeste.

– Nunca oí mencionar ese sitio -dijo Wexford-. Aunque la verdad es que sólo he oído hablar de Strod Green, Nunhead y Earlsfield. Todos esos pueblos fueron tragados por la… ¿pero de qué se está riendo?

– Yo sí sé dónde está, lo acabo de mirar. El 19 Oeste corresponde a su rincón favorito, el barrio londinense de Kenbourne.