– De nuevo ese lugar -dijo Wexford con voz de resignación-. Debí haberlo imaginado. Y lo que es peor, Stevens está de baja con gripe, ¡gripe en agosto! Así que a menos que disfrute con los autos de choque es mejor que tomemos el tren.
A pesar de que con toda probabilidad aquel no era el rincón favorito de nadie, el lugar en el que ahora se encontraban los dos policías era sin duda lo mejor de Kenbourne. Estaba a unos tres kilómetros al norte de Elm Green, en la calle mayor de Kenbourne y de su biblioteca, y era uno de esos «bonitos» barrios que surgieron en campo abierto entre las dos guerras mundiales. La estación de metro se llamaba Parish Oak, y allí mismo cogieron un autobús que les llevó por una elevada avenida flanqueada de casas señoriales, cuyos jardines delanteros habían sido eliminados hacía tiempo para ensanchar la calle. En la parte más alta de esta avenida desembocaba Midsomer Road, una calle con una hilera de casas dobles de aspecto confortable, no como la de Wexford, y en las que los coches dormían en garajes, los portales disponían de unas limpias cajas de plástico para las botellas de leche y los perros eran confinados tras artísticas verjas forjadas.
La consulta del doctor Lomond estaba en el edificio de tejado plano, al lado del número sesenta y uno. Nada más llegar, la recepcionista los hizo pasar. El doctor ya los esperaba; era un hombre de cara sonrosada y alegre, bajo y con aires juveniles.
– No pude reconocer a la señorita Comfrey por la fotografía del periódico -explicó-, pero creí recordar el nombre y cuando la volví a mirar advertí el parecido. Consulté los archivos. Rhoda Agnes Comfrey, número seis de Princevale Road, Parish Oak.
– Eso significa que no la visitaba a menudo.
– Sólo vino una vez, en setiembre. Es como se suele comportar la gente, ¿sabe usted? No se molestan en ir al médico hasta que algo va mal. Me pidió hora y vino.
– ¿Le importaría decirnos qué le pasaba? -preguntó Burden con cierta indecisión.
El doctor se rió despreocupadamente.
– No, no me importa. Después de todo, esa pobre mujer está muerta. Ella creía que tenía apendicitis porque sentía dolores en la parte derecha del abdomen. La examiné, pero no encontré nada extraño; tampoco mostró otros síntomas, así que pensé que probablemente sería una indigestión y le aconsejé que no tomara alcohol ni comidas fritas. Le dije que volviera a visitarme si el dolor continuaba, que le haría una carta para el hospital. Pero a ella no pareció gustarle esa idea y no me sorprendió que no volviera. Miren, aquí tengo un informe de ella; siempre los hago con mis pacientes. – Cogió una tarjeta y leyó-: Rhoda Agnes Comfrey. Cuarenta y nueve años. No tiene historial de enfermedades, aparte de las típicas de la infancia. No ha sido sometida a operaciones. Fumadora, por cierto, le dije que lo dejara, bebe sólo en reuniones sociales, lo cual puede significar cualquier cosa, y anteriormente estaba en la consulta del doctor Castle, de Glebe Road, Kingsmarkham, Sussex.
– Y él murió el año pasado -añadió Wexford-. Ha sido usted de gran ayuda, doctor. ¿Podría decirle a este ignorante forastero dónde está Princevale Road?
– A medio camino de la misma avenida por la que han subido. Se bifurca en este mismo lado, un poco más arriba del grupo de tiendas.
Wexford y Burden anduvieron lentamente por la avenida, ahora en sentido contrario, y vieron que su nombre era Montfort Hill.
– Es curioso, ¿no? -dijo Wexford-. Sabemos que la gente de aquí la conocía por un nombre supuesto, excepto el doctor. Me pregunto por qué.
– ¿Demasiado arriesgado?
– ¿Cuál es el riesgo? Según la ley inglesa, cada cual puede hacerse llamar como quiera. El nombre de uno es el que utiliza para nombrarse a sí mismo. La gente cree que para cambiárselo es necesario ir a un notario, pero esto no es así en realidad. Yo podría hacerme llamar Waterford mañana mismo y usted Fardel sin infringir un solo precepto de la ley.
Burden parecía confundido.
– Supongo que sí. Escuche…, comprendo lo de Waterford, pero… ¿por qué Fardel?
– Usted gruñe y suda debido a su vida fatigosa, ¿no? No se preocupe, olvídelo. No iremos a Princevale Road directamente, antes quiero presentarle a algunos amigos.
Baker parecía haber olvidado su ofensa y saludó a Wexford con efusión.
– Michael Baker, éste es Mike Burden. Y éste, Mike, es el sargento Clements.
En una ocasión, aunque sólo por unas pocas horas, Wexford había sospechado que ese rubicundo sargento de cara de niño había llegado a matar para obtener la custodia de su hijo adoptivo. Siempre que lo recordaba se sentía culpable, a pesar de que tal sospecha nunca había sido expresada en palabras. ¿Cómo había llegado a pensar semejante cosa de aquel modelo de integridad? Recordarlo hacía que obrara con cautela cada vez que hablaba con él, mostrándose amable y procurando no caer nunca en el error de preguntarle acerca del pequeño James y de la hermanita escogida para él. Sin embargo, el sargento era demasiado consciente de su rango subordinado como para comentarle sus asuntos familiares, de lo cual Wexford se alegraba por otras razones. Y éstas eran básicamente que, a cambio, él habría sido interrogado por sus nietos, cuestión bastante delicada en estos momentos.
– ¿Princevale Road? -dijo Baker-. Es una zona muy bonita. A menos que me equivoque, el número seis pertenece a un grupo de viviendas típicas de ciudad, muy modernas, con mucho cristal y madera de chilla.
– Perdone señor -dijo Clements con impaciencia-, pero creo que hace unos meses nos llamaron de allí porque se había producido un robo en una de las casas. Iré a comprobarlo.
A Baker parecía gustarle tener invitados que le ayudasen a romper el tedio de agosto en Kenbourne Vale.
– ¿Qué le parece si vamos a comer al Grand Duke, Reg? Después, si no tiene objeción, podríamos marchar los dos juntos para allá.
Procurando no hacer nada que pudiera contrariar al quisquilloso policía, que era un hombre enormemente susceptible, Wexford le dijo que él y Burden estarían muy complacidos si lo hiciera, y que no sabrían cómo seguir sin su ayuda, con lo cual Baker se sintió inmensamente satisfecho.
El sargento regresó cargado de noticias.
– La ocupante es una tal señora Farriner -dijo-. Está de vacaciones. No fue su vivienda la que robaron, sino la contigua a la suya, pero al parecer tiene objetos valiosos y vino a la comisaría antes de marcharse, el sábado pasado, para pedirnos que vigiláramos la casa mientras estuviera fuera.
– Podía haberlos puesto en una caja fuerte -refunfuñó Baker-. ¿Qué sentido tiene hacernos…?
– ¿Cuántos años tiene ella, sargento? -lo interrumpió Wexford sin poder evitarlo-. ¿Cómo es?
– Nunca la he visto, señor. De mediana edad, creo, y viuda, o divorciada. Dinehart la conoce.
– Haga entonces que Dinehart vea la foto, ¿de acuerdo?
– Señor, supongo que no querrá decir que la señora Farriner y la señorita Comfrey son la misma mujer.
– ¿Por qué no? -preguntó Wexford.
Pero Dinehart no fue capaz de decidirse en uno u otro sentido. Ciertamente la señora Farriner era una mujer alta y morena, y vivía sola. Pero con respecto a un posible parecido con la mujer de la fotografía… bien, la gente cambia mucho en veinte años. No quería comprometerse a asegurar nada.
Wexford estaba tenso de excitación. ¿Por qué no había pensado antes en ello? Durante toda la investigación se había encontrado con el obstáculo de personas que se habían ido de vacaciones, pero nunca pensó en la posibilidad de que los vecinos y amigos de Rhoda Comfrey no la hubieran echado en falta precisamente porque se imaginaban que estaría de vacaciones. Si pensaban que la señora Farriner se hallaba descansando en algún pintoresco lugar, ¿por qué relacionarla con una tal señorita Comfrey que había sido encontrada asesinada en una oscura ciudad de Sussex?