En el Grand Duke, un viejo restaurante que probablemente había sido una hostería en el pasado, se sirvieron una comida fría. Wexford estaba demasiado excitado para comer mucho. Tratar a gente como Baker con diplomacia podía ser una obligación social, pero implicaba una gran pérdida de tiempo. Los otros parecían contemplar con una calma desesperante lo que él consideraba un gran descubrimiento. Incluso Burden mostraba una acentuada falta de entusiasmo.
– ¿No le parece extraño -preguntó- que alguien como la señora Farriner, con el suficiente dinero para vivir en ese lugar y poseer tantos objetos valiosos, se quedara con una cartera que supuestamente encontró en un autobús?
– No hay nada más extraño que la gente -respondió Wexford.
– Tal vez, pero fue usted quien me dijo que cualquier salida de la norma era importante. Puedo imaginarme a Rhoda Comfrey haciendo eso, pero no a la señora Farriner que conocemos. Por lo tanto me parece poco probable que sean la misma persona.
– Bueno, lo que es seguro es que no lo averiguaremos si nos quedamos aquí sentados llenándonos la boca -replicó malhumoradamente Wexford.
Para su sorpresa, Baker estuvo de acuerdo con él.
– Tiene usted razón. Vacíe su vaso y vayámonos.
Mientras subía Montfort Hill en autobús, Wexford no había reparado en la fila de cinco a seis tiendas que había a la izquierda. Esta vez, dentro del coche, se fijó en ellas al advertir que Burden las examinaba con curiosidad. Pero no le comentó nada; estaba irritado con él. El nombre de la calle figuraba en un cartel negro con letras blancas: «Princevale Road, 19 Oeste», y Burden lo miró con cierto interés, girando la cabeza cuando lo dejaron atrás.
En el final mismo de la calle, o al comienzo, de acuerdo a la numeración, había una hilera de seis casas adosadas. Aparentaban menos de diez años y su estilo era totalmente diferente al Tudor, cada una de ellas con un amplio jardín al frente, característico de Princevale Road. Wexford pensó que debían de haber sido construidas en el solar que quedó tras la demolición de alguna vieja casa. Eran un signo de los tiempos, de la escasez de la tierra y de la avaricia de los constructores. Pero aun así eran bonitas, de tres pisos y con madera de cedro rojo entre las anchas ventanas de cristal. Cada una tenía su propio garaje, que formaba parte de la planta baja, y cada puerta de entrada era de diferente color: naranja, verde aceituna, azul, marrón chocolate, amarillo y blanco. El número seis, a un extremo de la hilera, presentaba el típico aspecto de reclamo a los ladrones que adquiere una vivienda cuando su orgulloso y adinerado propietario está ausente. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas, en una simetría perfecta. Junto a la puerta vieron una caja de leche vacía, sin botellas a su lado. Embutido en el rebosante buzón había un puñado de cartas y circulares en sobres marrones. «Para que lo examine la policía», pensó Wexford.
No había aceptado de buena gana ceder una parte de la investigación a Baker y Clements, aunque conocía de sobra la eficiencia del primero. El inspector y su sargento llamaron a la puerta del número uno. Por su parte, Wexford y Burden se acercaron a la casa contigua a la que se encontraba vacía.
La señora Cohen, del número cinco, era una atractiva judía de unos cuarenta años. Su casa estaba atiborrada de adornos, el papel de la pared era de franjas carmesí sobre otras doradas, y éstas a su vez sobre otras color crema. Había fotografías de sus hijos, ya mayores, y entre ellas destacaba la de una rolliza niña vestida de dama de honor.
– La señora Farriner es una persona encantadora. Lo que yo llamo una mujer valiente e independiente, ¿sabe usted? Sí, está divorciada. Creo que se casó con alguien que no se portó bien con ella, aunque nunca me contó los detalles y yo tampoco se los pregunté. Tiene una pequeña boutique allá abajo, en Montfort Circus. Le he comprado cosas verdaderamente hermosas y siempre me las ha dejado a precio de coste. Eso es lo que yo llamo buena vecindad. -Miró la fotografía-, ¡Oh, no! es imposible, no pueden haberla asesinado. Y nunca utilizaría un nombre falso, no es propio de Rose. Rose Farriner, así se llama. Quiero decir, lo que ustedes me están contando es ridículo. Desde luego que sé dónde está; primero se fue a ver a su madre, que está en una residencia en el campo, luego pensaba ir a Lake District. No, no he recibido ninguna postal de ella, no creo que me escriba.
La siguiente casa era la que había sido robada. Cuando se presentaron, la señora Elliot pensó que se había cometido otro robo. Tenía por lo menos sesenta años, era una mujer nerviosa y vivaracha que nunca había estado en casa de Rose Farriner y que no se preocupaba mucho de ella. Pero conocía la boutique, sabía que estaba de vacaciones y que se ausentaba algunos fines de semana, lo cual era peligroso teniendo en cuenta la cantidad de ladrones que rondaban por aquel lugar. Cuando le mostraron la fotografía pareció atemorizada. No, no podía decir si la señora Farriner se habría parecido a la de la foto cuando era joven. Estaba claro que la sola idea de identificarla la aterrorizaba, y actuaba como si al hacerlo estuviera poniendo en peligro su propia vida.
– Rhoda -le explicó Wexford a Burden- es rosa en griego. Le dice a la gente que va a visitar a su madre a una residencia. ¿Qué posibilidades tenemos de que haya cambiado los hechos, que su madre sea su padre y que tal residencia sea un hospital?
Baker y Clements se reunieron con ellos en la verja del número tres. También les habían hablado de la madre, de la residencia y de la tienda, y también habían encontrado duda y desconcierto en los rostros de aquellos a quienes enseñaron la fotografía. Juntos, los cuatro se dirigieron a la última puerta, la de color marrón chocolate.
La señora Delano era muy joven, una rubia pálida y de aspecto frágil con un bebé también rubio y frágil, que dormía en su cochecito bajo el porche.
– Rose Farriner debe de tener entre cuarenta y cincuenta años -dijo, como si ambas edades fueran casi idénticas. Miró con atención la fotografía y se volvió aún más pálida-. Leí los periódicos, pero nunca se me ocurrió que pudiera tratarse de ella. Ahora no me explico por qué no me di cuenta antes.
En el escaparate de la izquierda de la boutique estaba la ropa de moda para los muy jóvenes: téjanos, camisetas deportivas y calcetines a rayas. Pero a Wexford le interesó más el otro escaparate, porque las prendas expuestas en él eran del mismo tipo que llevaba Rhoda Comfrey el día en que había sido asesinada. Rojo, blanco y azul marino eran los colores predominantes. Los vestidos y chaquetas iban dirigidos a un público adinerado de mediana edad. Eran «elegantes», una palabra que, estaba seguro, jamás utilizarían sus hijas o nadie de menos de cuarenta y cinco años. Y entre ellos, formando una senda desde una manga abierta hasta un frasco de perfume, suspendidas de un recipiente hasta el cuello de un jersey carmesí, brillaban varias tiras de cuentas de cristal.
Una mujer de unos treinta años salió a atenderlos. Dijo ser la señora Moss y estar a cargo de la tienda mientras la señora Farriner permaneciese fuera. Se mostró estupefacta, suspicaz y precavida, lo cual era perfectamente comprensible dadas las circunstancias. Una vez más, la fotografía fue estudiada, y también una vez más volvió a suscitar dudas. Sólo hacía seis meses que trabajaba para la señora Farriner y su relación era estrictamente laboral.
– ¿Sabe usted de qué lugar es originaria la señora Farriner? -preguntó Burden.
– Nunca me comentó cosas de su vida privada.
– ¿Diría usted que es una persona reservada?
La señora Moss inclinó la cabeza.
– En realidad no lo sé. No nos pasamos el rato cotilleando la una con la otra, si esto es lo que quiere decir. Ella no sabe más de mí que yo de ella.
– ¿Ha sufrido alguna vez apendicitis? -preguntó Wexford repentinamente.