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No podía tener más de veinticinco años.

– ¿Un niño? -preguntó Wexford.

– Él no se da cuenta de nada, o al menos eso espero; sólo tiene seis años.

Se sentaron en un banco de madera que el ayuntamiento había instalado allí para los jubilados del lugar.

– Cuénteme lo que pasó.

– Le había llevado a casa de mi hermana para darle un respiro a mi mujer mientras metía en cama a los otros dos. Vivimos en uno de los bungalows de Forest Road, en Bella Vista, el que tiene el tejado de color verde. Volvíamos por el camino. Nicky jugaba con su pelota y ésta fue a parar a las hierbas altas que hay bajo el seto. El niño fue a buscarla, entonces me dijo: «Papá, hay una mujer aquí debajo.» De alguna manera supe que algo iba mal, no me pregunte cómo. El caso es que fui, miré y… bien, sé que no debí hacerlo, pero le cubrí el pecho con su chaqueta. Nicky…, sabe usted, sólo tiene seis años. Había… bien, sangre, y estaba todo revuelto.

– Ya veo -dijo Wexford- ¿No tocó usted nada más?

Parker sacudió la cabeza.

– Le dije a Nicky que la mujer estaba enferma y que teníamos que ir a casa para llamar al médico. Le aseguré que se pondría bien. Creo que no se dio cuenta de lo que pasaba en realidad… espero que no. Lo llevé a casa y les llamé a ustedes. Créanme, de haber ido solo no la habría tocado.

– Fue una excepción, señor Parker. -Wexford le sonrió-. Yo en su lugar habría hecho lo mismo.

– ¿Tendré que…? Me refiero… habrá unos interrogatorios, ¿no? Quiero decir que tendré que ir, ya lo sé, pero…

– No, no, por Dios, no. Ahora váyase a su casa, ya lo veremos más tarde. Gracias por su colaboración.

Parker se levantó, echó una ojeada a los fotógrafos, al grupo alrededor del cuerpo y se dio la vuelta.

– No es de mi incumbencia pero… bien, quiero decir que sé quién es ella. Tal vez usted no…

– No, todavía no lo sabemos. ¿De quién se trata?

– Es la señorita Comfrey. En realidad ella no vivía aquí, sino su padre. -Parker señaló hacia abajo, en la dirección del camino-. Carlyle Villas, la que está pintada de azul. Ella debió de venir a visitar a su padre, que está en el hospital con una cadera rota.

– Gracias, señor Parker.

Wexford cruzó la arenosa senda y Burden se apartó un poco para permitirle ver el cadáver. Era una mujer de mediana edad, corpulenta y de aspecto demacrado. Iba muy maquillada, con los labios pintados de escarlata, los párpados de azul y una pálida capa de ocre en la frente y las mejillas. Los ojos grises estaban muy abiertos, como fijos en algo, y en ellos Wexford vio -aunque debió de ser su imaginación-, un brillo sardónico, una mirada que, aunque muerta, rezumaba desprecio.

Un ligero flequillo de pelo negro era todo el cabello que dejaba ver un pañuelo azul, firmemente atado a la cabeza. El cuerpo estaba embutido en un vestido estampado azul y rosa, confeccionado con algún material sintético, y la chaqueta que hacía juego con él, que debió ser desabrochada, había sido colocada encima. Uno de sus zapatos de tacón alto colgaba de unas zarzas; sobre la cadera yacía un gran bolso escarlata. Las manos no mostraban anillos ni reloj, llevaba un pesado collar de cuentas rojas alrededor del cuello, y las uñas, aunque cortas, lucían el mismo tono escarlata de los labios.

Wexford se arrodilló, se cubrió los dedos con un pañuelo y abrió el bolso. Dentro había un llavero con tres llaves, una caja de cerillas, un paquete de cigarrillos del cual faltaban cuatro, un lápiz de labios, unos polvos para la cara ya pasados de moda, una cartera, y en el fondo algunas monedas. No apareció ningún monedero, ni cartas, ni documentos de ninguna especie. La cartera, que era nueva y parecía cara, contenía cuarenta y dos libras. Era obvio que no había sido asesinada por dinero.

No había nada que pudiera darle alguna pista sobre su dirección, su ocupación o incluso sobre su identidad; ni tarjetas de crédito, ni talonario de cheques.

Cerró el bolso y apartó la chaqueta. El vestido mostraba restos de sangre coagulada. En medio de toda aquella masa enmarañada había dos grandes cortes claramente visibles, que evidenciaban que el arma homicida había sido un puñal.

2

Wexford se hizo a un lado, dejando que el médico se arrodillara junto a él.

– Ni rastro del arma, ¿no es así? -preguntó dirigiéndose a Loring.

– No, señor, pero todavía no hemos realizado una búsqueda a fondo.

– Bien, pues háganlo. Usted, Gates y Marwood. Es algún tipo de cuchillo. -Las posibilidades de que estuviera por los alrededores, pensó con pesimismo, eran muy pocas-, Y si no lo encuentran, vayan a Forest Road y revisen casa por casa. Entérense de todo lo posible acerca de ella y de sus movimientos, pero dejen a Parker y Carlyle Villas para mí y el señor Burden. -Se volvió hacia el doctor Crocker- ¿Cuánto hace que murió, Len?

– Por el amor de Dios, no esperes que sea muy preciso en esto. Los músculos están ya muy rígidos, pero hace mucho calor, de modo que eso debe de haber acelerado el proceso. Yo diría que por lo menos dieciocho horas. Tal vez más.

– De acuerdo. -Wexford se volvió hacia Burden-. Aquí no hay nada más que nos pueda interesar, Mike. Creo que lo que procede es ir a Carlyle Villas y hablar con Parker.

Michael Burden tenía un rango demasiado elevado para acompañar al inspector jefe en este tipo de diligencias. Lo hacía porque era su forma de trabajar, la manera en que allí se hacían las cosas. Siempre habían actuado así, y seguirían haciéndolo en el futuro, a pesar de las murmuraciones desaprobatorias del policía jefe.

Dos hombres altos. Los separaban casi veinte años, y en un tiempo habían sido tan distintos que la yuxtaposición de tal disparidad había llegado a resultar cómica. Pero Wexford había perdido su obesidad y ahora estaba muy delgado, mientras que Burden siempre lo había sido. De los dos, este último era el que conservaba un mejor aspecto, con rasgos que le habrían hecho atractivo de no haber sido erosionados por la cruda experiencia. Wexford era feo, pero su rostro resultaba extrañamente atractivo, incluso para las mujeres, porque de su expresión se desprendían una inteligencia viva y una disposición vigorosa a pesar de ser un hombre ya maduro, toda la esencia de la juventud.

Anduvieron por la senda el uno al lado del otro hasta llegar al camino y entraron en Forest Road sin cruzar una sola palabra, simplemente porque todavía no tenían nada que comentar. La mujer estaba muerta, pero en cierto sentido la muerte por asesinato no es un final, sino un principio. A los fallecidos de muerte natural se los entierra junto a sus vidas. Ahora, la vida de aquella mujer quedaría expuesta al público. Hecho tras hecho, por muy oscuros que éstos fueran, como en la biografía de un personaje célebre.

Desde el camino giraron a la derecha y se detuvieron ante las dos casas de estilo campestre, frente a las cuales Wexford había aparcado el coche. Las casas compartían el aguilón, y en su vértice había una placa de yeso con su nombre y la fecha de construcción: «Carlyle Villas, 1902.» Wexford golpeó la puerta de la entrada de color azul, con pocas esperanzas de obtener respuesta. Nadie acudió a abrir, y lo mismo ocurrió cuando hizo sonar el timbre de la puerta de al lado, hecha de hierro forjado y vidrios alargados.

Con un sentimiento de frustración cruzaron la calle. Forest Road era un callejón sin salida que terminaba en un muro de piedra, tras el cual se extendían prados y arboledas. Aparte de Carlyle Villas había aproximadamente una docena de casas, un grupo de pequeños chalés en el extremo cercano al muro, dos o tres bungalows más nuevos, y una pequeña caseta de guardas construida con piedra gris, que antaño había estado junto a las verjas de una gran mansión, desaparecida hacía ya tiempo. Uno de los bungalows, construido en la época en que la influencia de Hollywood había llegado incluso a ese rincón de Sussex, lucía vidrios esmerilados en sus ventanas y un techo de tejas verdes: Bella Vista.