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– ¿Cómo dice?

– ¿Le han extraído el apéndice? Esas cosas suelen saberse.

Parecía que la señora Moss fuera a replicar que lo ignoraba, pero algo en la mirada seria de Wexford pareció persuadirla de lo contrario.

– No debería decirle estas cosas, sería una infidencia de mi parte.

– Usted sabe quién era o es la señora Farriner, y está obstruyendo nuestra investigación.

– ¡Pero no puede ser la misma mujer! Está en Lake District, volverá a la tienda el lunes.

– ¿De veras? ¿Ha recibido alguna postal de ella? ¿Una sola llamada telefónica?

– Desde luego que no. ¿Por qué tendría que hacerlo si sé que llegará a su casa el sábado?

– Seré tan franco con usted -dijo Wexford-, como espero que usted lo sea conmigo. Si a la señora Rose Farriner le extrajeron el apéndice no puede ser la señorita Rhoda Comfrey, puesto que no había cicatrices de operaciones en su cuerpo. Por otro lado, si no la operaron, las posibilidades de que haya sido la señorita Comfrey son muchas. Y tenemos que saberlo.

– De acuerdo -aceptó la señorita Moss-. Se lo diré. Debió de ser hace unos seis meses, hacia febrero o marzo. La señora Farriner se ausentó del trabajo unos días. Sufrió una simple intoxicación, pero cuando volvió dijo que al principio había pensado que era el apéndice, porque… bueno… porque ya había sentido ese dolor antes.

10

El calor danzaba en espejismos flotantes sobre la blanca calzada. El tráfico se arremolinaba incesantemente en torno a Montfort Circus en un estrépito colosal, y dondequiera que uno dirigía la mirada se encontraba con el cegador reflejo del sol en los cristales y en los cromados de los coches. Wexford y Baker se refugiaron en el automóvil que Clements había aparcado despreciando la doble línea amarilla.

– Tendremos que entrar en esa casa, Michael.

– Tenemos la llave, por descontado… -respondió Baker pensativamente. Su mirada se encontró con la de Wexford-. Necesitaremos una autorización. Déjemelo a mí, Reg, veré qué puede hacerse.

Burden y Clements estaban en la calle, conversando. Aunque era consciente del puritanismo de Burden y de la profunda desaprobación que sentía Clements por todas las personas menores de veinticinco años, cosa que era un mal presagio para James y Angela, Wexford había supuesto que los dos tendrían poco en común. Pero se había equivocado. Estaban discutiendo, como si fueran viejecitas, el indecente aspecto de la joven ama de casa que había abierto la puerta del número dos de Princevale Road, ataviada únicamente con un bikini. Wexford le dio al inspector una informal y autoritaria palmadita en el hombro.

– Vamos, John Knox. Quiero volver a mi querido hogar de Sussex en el tren de las 4.35.

Burden parecía ofendido, y tras despedirse y cruzar la plaza hasta la estación de Parish Oak comentó que Clements era un tipo muy agradable.

– Ya lo creo que sí -dijo Wexford con sorna-, y el día es precioso y estamos dando un bello paseo.

Sin tener ni idea de lo que decía pero sospechando que se estaba burlando de él, Burden decidió ignorar esto y dijo que nunca conseguirían la autorización para registrar la casa basándose sólo en una evidencia.

– ¿Qué quiere decir, con «una» evidencia? Para mí es definitiva. Supongo que no pretenderá que esas mujeres vengan a contarnos toda la historia, ¿verdad? «Oh, sí, Rose me confió que su verdadero nombre era Comfrey.» Considere los hechos. Una mujer de unos cincuenta años acude a un médico con los síntomas de lo que ella supone es apendicitis. Le da el nombre de Comfrey y su dirección, número seis de Princevale Road, Parish Oak. La única ocupante de esa casa es una mujer de unos cincuenta años llamada Rose Farriner. Seis meses después, la tal Rose Farriner vuelve a hablar de una posible apendicitis. Rhoda Comfrey disfrutaba de una posición desahogada, probablemente tuviera su propio negocio. Según la señora Parker, estaba interesada en la moda. Rose Farriner también tiene dinero, y es propietaria de una tienda de ropa. Rose Farriner tiene a su madre enferma en una residencia en el campo. Rhoda Comfrey tuvo a su padre enfermo en un hospital, también en el campo. ¿No le parece concluyente?

Burden iba de un lado a otro de la plataforma, mirando con aire sombrío los carteles de las películas picantes expuestos allí.

– No lo sé. Solamente creo que tendremos problemas para conseguir la autorización.

– Hay algo más que le preocupa, ¿no es así?

– Sí, es una cosa nueva. Mire, es el tipo de cosa que suele preocuparle a usted, no a mí. Es algo de lo que suelo reírme, si quiere que le diga la verdad.

– ¿Bien? ¿Y qué demonios es? Al menos podría decírmelo.

Burden se golpeó la palma de la mano con el puño. Su expresión era la del hombre escéptico, práctico, que toca con los pies en el suelo, y que duda en decir que ha visto un fantasma por temor a que la gente se burle de él.

– Fue cuando subíamos por Montfort Hill y pasamos junto a esas tiendas. Pensé que no había valido la pena coger el autobús, ya que la consulta del médico no estaba tan lejos de la estación. Entonces me fijé en las tiendas y el nombre de la calle de enfrente y… mire, es estúpido, cuanto más pienso en ello más me doy cuenta de que estaba buscándole tres pies al gato. Olvídelo.

– ¿Olvidarlo? ¿Después de toda esa perorata? ¿Está loco?

– Lo siento, señor -dijo Burden con rigidez-, pero no me gusta que el trabajo de la policía esté basado en absurdas conjeturas y en toda esa basura que las mujeres llaman intuición. Como usted dice, tenemos hechos sólidos y concluyentes sobre los que seguir trabajando. Sin duda he sido muy pesimista en lo que se refiere a la autorización del registro. La conseguiremos.

En el rostro de Wexford se dibujó una expresión de ira, acompañada de una nueva erupción de sudor.

– Es usted un auténtico dolor de muelas -profirió, pero el estruendo del tren que pasaba ahogó sus palabras.

Su humor no mejoró cuando el viernes por la mañana leyó el periódico: «Inspector de policía desconcertado por el caso Comfrey», rezaba un titular encima de cuatro columnas en el pie de la primera página. Y allí, en medio del texto, estaba su propia fotografía, una antigua instantánea de archivo de los días en que estaba más obeso. Sobre una enorme papada había unos rasgos auténticamente porcinos. Se miró en el espejo del baño, pero al aparecer Robin, corriendo y gritando que el abuelo salía en el periódico, se cortó con la cuchilla de afeitar aquella piel de pollo en que se había convertido su antigua papada.

Fue a Forest Road y entró en casa de James Comfrey utilizando la llave de Rhoda. Había otras dos llaves en el llavero, y estaba seguro que una de ellas abriría la puerta principal de la casa de Rose Farriner. Por el momento la guardaba consigo para compararla con la que estaba en posesión de la policía de Kenbourne, en caso de que la autorización se retrasara. Porque si no fueran idénticas -y, teniendo en cuenta el extremo secreto de Rhoda Comfrey en lo concerniente a su vida de campo en la ciudad y a su vida de ciudad en el campo, era probable que no lo fueran-, ya podía despedirse de la autorización desde ese mismo momento. Después meditó acerca de la tercera llave. ¿Sería la de la puerta de la tienda? Tal vez. Entró en el salón, en el que aún persistía aquel insoportable olor a humedad que Crocker había descrito como de basurero, y abrió la ventana.

De los cajones que habían sido llenados de nuevo con aquel desordenado y aparentemente inútil surtido de cordeles, agujas, bolas de naftalina y monedas, Wexford separó todas las llaves que encontró. Contó un total de quince. Tres de la marca Yale, una Norlond, una RST, una FGW Ltd., siete más oxidadas, de las que abren candados de puertas traseras o de puertas del jardín, una llave de contacto de un coche y otra más pequeña, que debía de ser del maletero del mismo. En estas dos últimas estaba grabado el logotipo de Citroën. No habían estado en el mismo cajón y ninguna de ellas tenía atada la típica correa de cuero.