– Cuando tenga más práctica aprenderá a evitar esto. Asegúrese de decir siempre la misma mentira.
– No hablará en serio, ¿verdad?
– No, señorita Patel, desde luego que no. Y no le mienta a la policía, ¿de acuerdo? Acabamos descubriéndolo todo. Supongo que también habríamos descubierto esto, solo que ya no estamos en esa línea de investigación.
– Ha sido usted tan bueno conmigo…
– Por esta vez no la encerraremos -dijo Wexford-. Es lo que llaman una sentencia en suspenso. Venga conmigo abajo y veré si alguien puede llevarla a la estación. Creo que el policía Loring va en esa dirección.
Los grandes ojos de conejo se cruzaron con los suyos.
– Creo que estoy siendo una terrible carga para usted.
– En absoluto -dijo Wexford despreocupadamente-. Él la soportará con suma entereza, créame.
Una vez más llegó temprano a casa con la perspectiva de pasar la tarde libre. No había otra cosa que hacer sino esperar a ver qué pasaba. Resultaba imposible seleccionar o descartar sospechosos, pues no tenía ninguno: tampoco intentar detectar contradicciones y falsedades premeditadas en las declaraciones de los testigos, porque, sencillamente, no tenía testigos. Lo único que tenía eran cuatro llaves, un coche desaparecido, una cartera que había sido extraviada en un autobús y la historia de un hombre que, contra todo pronóstico, había amado a Rhoda Comfrey, y a quien, tras oír una conversación telefónica, había matado por celos.
No era una colección muy prometedora de objetos, contradicciones y conjeturas.
El río había adquirido una tonalidad dorada con la luz de la tarde, y en su superficie ondulada se había formado una pátina como en una antigua estatua de bronce. Libélulas de armaduras azules y moteadas revoloteaban sobre el agua y el sauce dejaba ir sus hojas blancas por la vidriosa corriente.
– ¿No sería bueno que el río pasara por tu jardín? -dijo Robin.
– Mi jardín tendría que ser medio kilómetro más largo -respondió Wexford.
Como las ratas de agua tampoco pensaban aparecer, los pequeños se habían quitado las sandalias y los calcetines y estaban chapoteando. Era raro que Wexford, reacio en un principio a la idea, consintiera en quitarse los zapatos y arremangarse los pantalones para unirse a ellos. Ben estaba jugando a barcos con un tronco de sauce, pero se apoyó demasiado en el extremo y acabó cayendo al agua mientras intentaba agarrarse del cuello de su abuelo. Este lo cogió antes de que le diera tiempo a gritar.
– Tienes suerte de que haga tanto calor. Te secarás mientras volvamos.
– Llévame, abuelo.
– Te espera una gran reprimenda -dijo Robin, que no parecía demasiado triste por lo que le esperaba a su hermano.
– No cuando les digas que tu valiente abuelo saltó y le salvó la vida -dijo Wexford.
– Vamos, no tiene más de veinte centímetros de profundidad. Tendrá problemas, y tú también. Ya sabes cómo son las mujeres.
Pero no hubo reprimenda, al menos a causa del chapuzón. Wexford no sabía cómo había empezado, pero cuando él y los niños se acercaron a las ventanas francesas de la casa pudo oír a su esposa hablando ásperamente, lo cual no era normal en ella.
– Personalmente, creo que tienes mucho más de lo que te mereces, Sylvia. Un buen marido, una casa encantadora y dos hijos guapos y sanos. ¿Crees que has hecho algo en tu vida para merecer más?
Sylvia saltó. Wexford pensó que iba a replicar a su madre gritando, pero entonces, al ver a su hijo cubierto de barro, lo cogió y se lo llevó al piso de arriba corriendo. Robin se quedó mirando en silencio y acabó siguiéndola con el pulgar en la boca, un hábito que Wexford creía que habría abandonado años antes.
– ¡Y eras tú la que me decías que no fuese dura con ella!
– No es agradable -dijo Dora sin mirarlo- oír a tu propia hija decir que una mujer sin carrera es un estorbo cuando llega a los cincuenta años y ya no resulta atractiva para nadie. Que su marido sólo le hace compañía cuando no trabaja porque alguien tiene que cargar con ella.
Estaba estupefacto. Ella se había vuelto porque sus ojos estaban bañados en lágrimas. Se preguntó cuándo la había visto llorar por última vez. Nunca desde que muriera su padre, hacía ya quince años.
Era la segunda mujer que lloraba en su presencia en el mismo día. En este caso difícilmente tendrían efecto el café y los bocadillos, pero quizá sí un abrazo. En lugar de ello dijo lacónicamente:
– A veces pienso que si yo fuera un solterón con la misma edad de ahora y si tú estuvieras soltera todavía, cosa desde luego imposible, te pediría que te casaras conmigo.
– ¡Oh, señor Wexford, esto es tan repentino! -dijo ella, tratando de sonreír-. ¿Me dejará pensarlo?
– No -respondió él-. Lo siento, hemos de salir a celebrar nuestro compromiso. -Le rodeó el hombro-. Vamos, iremos a cenar a algún bonito sitio y después al cine. No tienes que decírselo a Sylvia, escabullámonos.
– ¡No podemos!
– Nos vamos.
De modo que cenaron en el Olive and Dove, ella con un viejo vestido de algodón y él con su ropa para observar ratas de agua. Y después vieron una película en la que nadie era asesinado ni se casaba, ni tenía hijos ni nietos, sino que todos los personajes vivían en París y bebían mucho y se pasaban el día amándose. Cuando volvieron eran las once y media, y cuando Sylvia salió para recibirlos Wexford tuvo la curiosa sensación de que eran una pareja de jóvenes enamorados y que ella era el padre. Era como si fuera a decir: «¿Dónde habéis estado? ¿Creéis que éstas son horas de llegar?» Pero, naturalmente, no dijo nada de eso.
– Ha llamado el jefe de policía, papá.
– ¿A qué hora? -preguntó Wexford.
– A las ocho y a las diez.
– No puedo llamarlo ahora, tendrá que esperar a mañana.
Compartiendo las iniciales y, hasta cierto punto, la apariencia del viejo general De Gaulle, Charles Griswold vivía en una granja restaurada en el pueblo de Millerton -Millerton les-deux-églises, como Wexford lo llamaba-. Wexford estaba lejos de ser su mejor oficial, pues lo consideraba un excéntrico que utilizaba métodos como los que había denunciado Burden en la plataforma de la estación de Parish Oak.
– Intenté hablar con usted la pasada noche -dijo fríamente cuando Wexford se presentó en Hightrees Farm a las nueve y media de la mañana del sábado.
– Salí con mi esposa, señor.
Griswold no era de los que pensaban que los policías no deberían tener mujer. El mismo estaba casado, su esposa estaría por allí, aunque había quien decía que hacía décadas que ya no se preocupaba por ella. Pero que las mujeres fueran intrusas hasta el punto de que se las tuviese que sacar de vez en cuando lo contrariaba extraordinariamente. No hizo comentarios, pero su amplia frente se arrugó.
– Quería comunicarle que la autorización ya ha sido firmada. El asunto está en manos de la policía de Kenbourne. El superintendente Rittifer prevé entrar mañana por la mañana, y por cortesía suya, usted y otro oficial podrán acompañarlo.
«Es mi caso -pensó Wexford, ofendido-. La mataron en mi feudo. ¡Oh, Howard! ¿Por qué tienes que estar en Tenerife ahora?»
– ¿Por qué no hoy? -preguntó con cierta rudeza.
– Porque creo que hoy aparecerá esa condenada mujer, como es lógico.
– Seguro que no, señor. Ella es Rhoda Comfrey.
– Rittifer es de la misma opinión. Y le diré que si sólo fuera por usted no habría dado mi apoyo a la petición de esa autorización. Lo conozco, se pasa todo el tiempo basando sus investigaciones en absurdas intuiciones y presentimientos.
– Esta vez no, señor. Hay una mujer que ha identificado a Rhoda Comfrey como Rose Farriner. Tiene la misma edad y desaparecieron al mismo tiempo. Se quejaba de síntomas de apendicitis sólo unos meses después de que Rhoda Comfrey fuera al doctor con los mismos síntomas. Ella…