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– De acuerdo, Reg. -El jefe de policía soltó la única cosa de la que era capaz-. No diré que conoce usted mejor el trabajo porque no pienso que sea así.

12

La cortesía del superintendente Rittifer no incluía su presencia en Princevale Road. Wexford no lo culpó de ello; si él hubiese sido el superintendente tampoco lo habría hecho en una tarde tan hermosa como aquélla.

Cuando Baker, Clements, Burden y él se presentaron, ya eran las dos. Habían subido en el coche de Burden y como era domingo no encontraron mucho tráfico. Ahora que había llegado el momento, estaba empezando a sentir remordimientos, las semillas de los cuales habían ido sembrando Burden y el inspector jefe. Se sentía preocupado por lo mismo que lo había puesto en la pista de Rose Farriner. ¿Por qué le había dicho al médico que se llamaba Rhoda Comfrey cuando todos allí la conocían por Rose Farriner? Y con la agravante de que era el médico local, que vivía a poca distancia y que de una manera inocente habría podido mencionar ese nombre a cualquiera. Por otro lado estaban las ropas que llevaba Rhoda Comfrey el día de su muerte. Wexford supuso que su esposa jamás se las habría puesto, ni siquiera en los días en que no tenían dinero. Eran de los mismos colores que las expuestas en la boutique de Montfort Circus, pero ¿seguían también el mismo estilo? ¿Las habría comprado la señora Cohen a precio de coste considerándolas «hermosas»? ¡Qué curiosa forma de describirlas! Pero no era extraño, viniendo de una joven mujer de aspecto anémico y neurótico, que parecía estar sufriendo algún tipo de histeria.

¿Tenía razón Burden en lo referente a la cartera? Salió del coche y miró la casa. Incluso desde lejos se dio cuenta de que las cortinas eran de las caras, de las de cien libras el juego. Las ventanas eran dobles y la capa de pintura naranja y blanca era reciente. Junto a la entrada había un laurel plantado en un cubo. Había visto una vez un laurel como aquel en un centro de jardinería; pedían por él veinticinco libras. ¿Cómo podía robar una cartera una mujer que poseyera todo aquello? Tal vez bajo aquel demacrado cuerpo escondía dos personalidades distintas. Además, la cartera había sido robada, y de un autobús que hacía el trayecto de Kenbourne Vale…

Antes de que Baker introdujera la llave que la señora Farriner había encargado a Dinehart, Wexford comprobó las dos que había en el llavero de Rhoda Comfrey. Ninguna abrió.

– Es significativo -dijo Burden.

– No necesariamente. Debí traer todas las llaves que encontré en el cajón.

A Baker no le gustó esto, pero abrió la puerta y entraron.

En el interior, el ambiente estaba cargado y el calor era sofocante. La temperatura en la entrada debía de superar los veinticinco grados y el aire tenía un aroma peculiar. No de bolitas de naftalina, de polvo o sudor, sino de ambientadores de pino, pulimentos y demás productos que en vez de eliminar los olores añaden el suyo propio. Wexford abrió la puerta del garaje: estaba vacío. En el cuarto de baño amarillo y blanco colgaban toallas nuevas, y en el lavabo había una pastilla de jabón por estrenar. La otra habitación tenía una alfombra negra, y de sus ventanas colgaban cortinas de geométricos diseños blancos. En ella no había más que dos sillones negros, una mesa baja de cristal y un televisor.

Subieron hasta la parte más alta, dejando de lado por el momento la primera planta. Su distribución era de tres dormitorios y un baño. Uno de los dormitorios estaba totalmente vacío, y el otro estaba amueblado con una cama, un armario y un tocador. Todo parecía extremadamente limpio, como si lo hubieran esterilizado, las papeleras vacías y los floreros secos. De nuevo vieron toallas limpias, y un botiquín que contenía aspirinas, spray nasal, esparadrapo y un pequeño frasco de antiséptico.

Wexford estaba empezando a preguntarse si Rhoda Comfrey había transmitido su personalidad a sus cosas, pero cambió de opinión cuando vio el dormitorio principal.

Era grande y lujoso. Mirándolo se acordó de aquella habitación de huéspedes en Carlyle Villas; esa mujer había progresado mucho desde entonces. La cama era oval, el cubrecama estaba hecho con un tejido peludo de color beige y con almohadones del mismo material en la cabecera. La alfombra, de color chocolate y muy tupida. Una de las paredes no era más que un gran espejo y otra un cristal que daba a la calle; otra mostraba varios armarios empotrados y un tocador, y de la cuarta colgaban cuentas marrones ensartadas que iban desde el techo al suelo. Sobre el tocador de cristal, había varios frascos de perfume francés, una almohadilla perfumada y una bandeja de cristal con cepillos de plata.

Miraron los vestidos de los armarios. Había toda una variedad de ellos, así como de abrigos y batas, pero no sólo eran diferentes a los llevados por Rhoda Comfrey, sino también de mejor calidad que los de la tienda de la propia señora Farriner.

La salita de la primera planta tenía forma de «L», y la cocina ocupaba el espacio entre sus brazos. Un frigorífico en marcha se ocupaba de conservar un kilo de mantequilla, algunos vegetales empaquetados en plástico y una docena de huevos.

En la habitación principal, la alfombra era de color crema, las paredes marrón café con pinturas abstractas y los muebles de cuero rojo oscuro; de auténtico cuero, no de imitación. Los adornos, ausentes en todo el resto de la casa, abundaban: numerosas piezas de porcelana china, un jarrón que Wexford pensó que debía de ser Sung, una pintura de caminantes y pájaros amarillos con pinceladas rojas y púrpura, que con toda seguridad no era un Chagal auténtico -¿o tal vez sí?-.

– No me extraña que nos pidiera que vigiláramos la casa -dijo Baker.

Entonces Clements inició un monólogo, innecesario en la compañía en que se encontraba, sobre la imprudencia de los propietarios, la debilidad de las cerraduras y la inconsciencia de la gente que tiene tal cantidad de dinero que no sabe qué hacer con él.

– Es esto lo que me interesa -lo interrumpió Wexford, y señaló una cómoda de teca de cuatro cajones sobre la que había un teléfono. Se imaginó a Rhoda Comfrey llamando desde allí a su tía, y a su compañero viniendo en ese preciso momento de la cocina, tal vez con bebidas frescas. El doctor Lomond le había aconsejado que dejara el alcohol, pero a un lado de la cómoda había botellas, una variedad realmente exótica: Bacardi, Pernod, Campari, junto a los obligados whisky y ginebra. Abrió el cajón superior.

En el interior de una carpeta en la que había escrita la palabra «coche» encontró la póliza de seguros del Citroën, el documento de matriculación y el manual del conductor. Ni rastro del permiso de conducir. En otra carpeta titulada «casa» había otra póliza y gran cantidad de recibos de reparaciones domésticas. Todavía halló una tercera carpeta, con el título de «finanzas», pero sólo contenía un talonario del Barclays Bank de Montfort Circus, 19 Oeste.

– Y sin embargo no llevaba encima ningún talonario ni tarjeta de crédito -dijo Wexford más para sí que a sus colegas.

En el segundo cajón había papel de escribir, con la dirección de la casa inscrita entre adornos de dudoso gusto. Y bajo los papeles una libreta de teléfonos. Wexford buscó la «C» de Comfrey, la «P» de padre, la «H» de hospital y la «S» de Stowerton, para volver de nuevo a la «C», por si aparecía Crown. Pero nada…

– Aquí hay algo -dijo Burden en un tono anormalmente alto.

Había abierto el cajón de una mesita situada bajo la ventana. Wexford se acercó a él. Desde el exterior les llegó el sonido de la portezuela de un coche cerrándose.

– Debería ver esto -le dijo Burden, mostrando un documento. Pero antes de que Wexford pudiera cogerlo volvieron a oír algo, esta vez en la planta baja. Alguien estaba abriendo la puerta principal.