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– No esperan a más agentes, ¿verdad? -preguntó Wexford a Baker.

Este no respondió; en lugar de ello se acercó con el sargento a la barandilla de la escalera. Se movían como ladrones sorprendidos in fraganti, y «ladrones» fue la primera palabra que pronunció la mujer que subió corriendo las escaleras y que se paró ante ellos.

– ¡Ladrones! ¡No me digan que me han robado!

Miró alrededor, a los cajones abiertos, a los adornos desordenados.

– La señora Cohen me ha dicho que la policía estaba en mi casa. No puedo creerlo, ¡en el mismo día de mi vuelta! ¡Oh, Bernard, mira este estropicio! -exclamó dirigiéndose a un hombre que la acompañaba-. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

– Todo está perfectamente, señora -dijo Baker con voz grave-, no ha habido ningún robo. Me temo que le debemos una disculpa.

Era una mujer alta pero proporcionada, y aunque tal vez era mayor no aparentaba más de cuarenta años. Era guapa, morena e iba muy maquillada; vestía unos caros pantalones vaqueros de corte, un chaleco y una camisa de seda roja. El joven que iba con ella era fornido, rubio y de facciones marcadas.

– ¿Qué está haciendo usted con mi partida de nacimiento? -le preguntó a Burden.

El se la devolvió mansamente, junto a un certificado de divorcio. Su cara expresaba muchas cosas, principalmente incredulidad y desconcierto. Era el turno de Wexford:

– ¿Es usted Rose Farriner?

– Desde luego que sí. ¿Quién pensó que era? El se presentó y le explicó por qué estaban allí.

– Esto no tiene ningún sentido -dijo el tal Bernard- Si quieres demandarlos por esto, Rosie, cuentas con todo mi apoyo. Nunca había oído nada semejante.

La señora Farriner se sentó, miró la fotografía de Rhoda Comfrey y después el periódico que Wexford le dio.

– Creo que me tomaré algo, Bernard. Un whisky, por favor. Pensé que estaban aquí porque creían que yo era esa mujer que asesinaron. ¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Wexford? Bien, señor Wexford, tengo cuarenta y un años, no cincuenta, hace ya nueve años que mi padre murió, y en mi vida he estado en Kingsmarkham. Gracias, Bernard, esto ya es otra cosa. Me ha dado un susto, ¿sabe? ¡Por Dios! No comprendo cómo ha podido cometer un error tan grande. -Le pasó los documentos a Wexford y éste los leyó en silencio.

Rosemary Julia Golbourne, nacida cuarenta y un años antes en Northampton. El otro documento, que era una sentencia firme, certificaba que el matrimonio habido entre Rosemary Julia Golbourne y Godfrey Farriner en Christ Church, Lancaster Gate, en abril de 1959, había sido disuelto catorce años después por el tribunal del condado de Kenbourne.

– De haberse retrasado otra semana -prosiguió la señora Farriner-, habría podido mostrarle mi segundo certificado de matrimonio. -El hombre le puso la mano sobre el hombro mientras dirigía a Wexford una mirada furiosa.

– No me queda otro remedio que presentarle mis más sinceras excusas, señora Farriner, asegurarle que no hemos causado ningún daño y que lo dejaremos todo tal como estaba.

– Eso está muy bien, pero fíjese en lo que ha hecho -protestó Bernard-. Entra en el hogar de mi futura esposa, forzándolo, y registra sus documentos privados, todo porque…

Pero la señora Farriner se había puesto a reír:

– ¡Oh, es todo tan ridículo! Una vida secreta, una mujer misteriosa. ¡Y esa fotografía! ¿Quieren ver qué aspecto tenía a los treinta? Por el amor de Dios, hay una fotografía en este cajón. -La cogió. Mostraba una bella chica de rizos morenos, cara sonriente, ojos enormes y cuya tez era apenas un poco más suave y lisa que la de ahora-. ¡Oh!, no debería reírme, ¡cómo he cambiado! Pero mira que confundirme con una vieja solterona que fue asaltada en un caminito campestre…

– Veo que te lo estás tomando muy bien, Rosie.

La señora Farriner miró a Wexford y dejó de reír. El policía pensó que, aunque poco comprensiva, era una bella mujer.

– No emprenderé ninguna acción legal, si eso es lo que le preocupa -dijo-. No me quejaré al ministro del Interior. Ahora que ya me he recuperado del susto, no dejemos que pase de una simple anécdota, ¿de acuerdo? Prepararé café para todos.

Wexford no se había recuperado del golpe, y rechazó el ofrecimiento de Baker de dejarlo en Victoria. Burden y él caminaron lentamente por la calle. Muchos vecinos de la señora Farriner, de idéntica apariencia, habían salido para ver cómo se marchaban. Lo que muchos de ellos llamarían más tarde «una redada de la policía», se había convertido en la comidilla del fin de semana, y los miraban mientras fingían que podaban sus setos.

En Kenbourne Tudor el sol brillaba con toda su fuerza sobre las superficies graciosamente pintadas y en las igualmente gráciles flores de colores, petunias de franjas o cuarteadas como si fueran banderas, y verdes jardines afelpados de donde emergían los aspersores. Wexford sentía un vacío dentro de sí. Experimentaba esa sensación enfermiza que sigue a un monstruoso planchazo o a un faux pas.

– Nos espera una gran reprimenda -dijo Burden desesperadamente, utilizando las mismas palabras que había pronunciado Robin dos días antes.

– Supongo que sí. Debí escucharlo.

– Bueno… yo tampoco le dije mucho. Era simplemente que durante todo el tiempo tuve ese presentimiento, y usted ya sabe cómo desconfío de ellos.

Wexford permaneció en silencio. Habían llegado al final de la calle, al punto en que convergía con Montfort Street. Una vez ahí preguntó:

– ¿Cuál era el presentimiento? Supongo que ahora ya me lo puede decir.

– Me lo ha preguntado usted en el lugar adecuado. De acuerdo, se lo diré. Se me ocurrió la primera vez que pasamos por este lugar. -Burden condujo a Wexford un poco más abajo de Montfort Hill, lejos de la parada de autobús-. Supongamos que Rhoda Comfrey va a la consulta del doctor Lomond, cuyo nombre acaba de hallar en el listín telefónico. No sabe muy bien dónde está Midsomer Road, de modo que no toma el autobús, sino que viene caminando desde la estación de Parish Oak. Por alguna razón que desconocemos no quiere darle al doctor Lomond su verdadera dirección, así que tiene que darle una falsa, que esté en el área en que él trabaja. Hasta ese momento no ha pensado ninguna, pero pasa por delante de estas tiendas y mira el estanco, ¿qué es lo primero que ve?

Wexford miró hacia donde Burden le indicaba.

– Un cartel que anuncia helados Wall. Por favor, Mike, un rótulo colgante de cigarrillos Player’s Número Seis. ¿En eso consistía su presentimiento? ¿Fue por este motivo que miró hacia atrás la primera vez que vinimos en coche? Ella ve el número seis, y luego ese letrero de Princevale Road, ¿no?

Burden afirmó tristemente.

– Creo que tiene razón, Mike, es la forma en que se comporta la gente. Pudo incluso ser algo inconsciente. La recepcionista del doctor Lomond le pide su dirección y ella sale con el número seis de Princevale Road. -Se golpeó la frente con la mano-. ¡Debí darme cuenta! Me encontré con algo parecido aquí mismo, en Kenbourne Vale, hace años. Una chica se hacía llamar Loveday porque había visto el nombre en una tienda. -Se volvió hacia Burden-. Mike, debió usted decirme eso, debió decírmelo la semana pasada.

– ¿Me habría hecho caso?

Wexford poseía un temperamento caliente, pero era también un hombre justo.

– Posiblemente no. Pero de todas formas habría querido entrar en esa casa.

Burden se encogió de hombros.

– Estamos de nuevo en la casilla número uno, ¿verdad?

13

No tenía sentido retrasarlo, fue directamente a Hightrees Farm. Griswold lo escuchó con disgusto creciente, y en mitad del relato se sirvió un brandy con soda, sin ofrecerle nada a su subordinado.

– ¿Lee usted de vez en cuando los periódicos? -preguntó a Wexford cuando éste terminó.