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Al parecer se trataba de la tercera obra de West y había sido precedida de La elegancia de Amalfi y La mujer de Arden. El resumen del libro informaba que estaba inspirado en La tragedia de la doncella, de Beaumont y Fletcher, un drama situado en la Rodas clásica. West, sin embargo, había cambiado el emplazamiento a su Inglaterra favorita, la de los bosques y jardines laberínticos, y con su «maestría omnipotente» -esto era parte del panegírico del editor- había transformado a reyes y princesas en aristócratas del siglo xix. No era una mala idea, pensó Wexford, que los mismos Beaumont y Fletcher habrían podido elaborar de no haber sido porque escribir sobre los propios nacionales no estaba bien visto en su época.

Podía incluso echarle un vistazo. Volvió la página, y sus dedos se quedaron inmóviles. Contuvo un momento la respiración y abrió la boca, atónito.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dora.

Él no respondió. En la página que miraba estupefacto, dos líneas en cursiva rezaban:

«Para Rhoda Comfrey, sin la cual nunca habría podido escribir este libro.»

15

– Nuestra primera teoría -dijo Burden.

– Sólo que no era una simple teoría. Si esto no prueba que West la conocía, ya no sé qué pensar. La conoce desde hace tiempo, Mike, este libro fue publicado hace diez años.

Era un día fresco y claro. La lluvia había limpiado tejados y calles, dejando tras de sí una tenue neblina, y el termómetro de pared de Wexford marcaba unos agradables dieciocho grados. Burden vestía un traje ligero, y estaba de pie junto a la ventana, cerrada para evitar la neblina. Examinaba Monos en el infierno con severa expresión de censura.

– ¡Cuánta basura! -fue su veredicto tras leer el resumen- Hace diez años, sí -dijo- Ese Hampton, el editor, ¿por qué no le dijo a usted que West había dedicado un libro a esa mujer?

– Debió de olvidarlo, o tal vez nunca lo supo. No sé nada de editoriales, Mike. Hampton es el editor de West, pero por lo que sé un editor no tiene por qué conocer las dedicatorias que hacen sus escritores. En cualquier caso, me niego a creer que una persona perfectamente respetable y desinteresada como Hampton haya podido ocultarme deliberadamente la amistad de West con Rhoda Comfrey. Y lo mismo digo de su agente literario, de Vivian y de Polly Flinders. Simplemente, todos ellos desconocían la dedicatoria.

– Es curioso lo de la cartera, ¿no? -dijo Burden tras una pausa-. Él debió de dársela; la alternativa resulta inconcebible.

– ¿La alternativa de que él la perdiese y de que fuera encontrada por una amiga suya que decidió no devolvérsela? Es imposible, pero entre estas dos hay una tercera posibilidad: que se la dejara donde ella vivía y que ella, sabiendo que iba a estar un mes fuera, se la guardara hasta su regreso.

– ¿Y que la usara? No me parece probable. Además, esas dos chicas dijeron que él la había perdido, y que le dijo a esa tal Polly que informara a la policía.

– ¿Están las dos mintiendo? -dijo Wexford-. ¿Por qué iban a hacerlo?

– Hará usted que vuelva ahora, ¿no? -preguntó Burden, sin responder a la pregunta que le acababan de hacer.

– Lo intentaré. Me he puesto en contacto con la policía francesa y he hablado con el comisario Laquin, de Marsella. Trabajamos juntos en un caso, ¿lo recuerda? Es un buen tipo.

– Me habría gustado oír esa conversación.

– Habla un inglés excelente -replicó Wexford con frialdad-. Si West está en el sur de Francia, lo encontrará. No será muy difícil, aunque se mueva de hotel en hotel. Allá donde vaya tendrá que mostrar su pasaporte.

Burden se frotó la barbilla y dirigió a Wexford la mirada de soslayo que precede a una atrevida y hasta ofensiva sugerencia.

– Es una lástima que no podamos entrar en el piso de West.

– ¿Está loco? ¿Quiere verme de nuevo vilipendiado, o trabajando de administrador de fincas, como me creyó Malina Patel? Por Cristo, Mike, ya me imagino la escena, nosotros dos registrando los papeles de West mientras éste entra en casa.

– De acuerdo, de acuerdo. ¿Le pedirá a ese Laquin que haga que West vuelva? ¿Y si no lo hace? No creo que sea un argumento lo bastante convincente para hacer que interrumpa sus vacaciones sólo porque alguien a quien él conocía ha sido asesinado.

– Laquin lo llevará a una comisaría y me telefoneará para que pueda hablar con él, así empezaremos. Si West me da la dirección de Rhoda Comfrey en Londres puede que no sea necesario que regrese, ya veremos. No podemos forzarlo a nada, Mike. No ha cometido ningún delito que nosotros sepamos, y es probable que no haya leído periódicos ingleses desde que está en el continente. En realidad, es mucho más que probable, si de verdad es tan francófilo.

– ¿Por qué no habría podido ser escrito este libro sin ella? -preguntó Burden.

– Sólo significa que lo ayudó de alguna manera, investigando para él, por ejemplo, lo que significaría que trabajaba de bibliotecaria. Y también revela que West no tenía intención de ocultar a nadie su amistad con ella.

– Esperemos que no. De modo que piensa usted vivir pegado a ese teléfono durante los próximos días, ¿no?

– No -replicó Wexford-, Será usted quien lo haga. Yo debo ocuparme de otras cosas.

Lo que procedía era interrogar a esas dos chicas, pero eso tendría que esperar hasta que volvieran a casa por la noche. Después habría que visitar Silk and Whitebeam, en Jermyn Street, y averiguar todos los detalles acerca de la compra de la cartera. Y una vez encontraran a West, ¿no quedaría todo aclarado? Wexford tenía el presentimiento -que al jefe de policía le habría parecido un anatema- de que no iban a encontrar a West fácilmente.

Mandó de nuevo a Loring a la marroquinería y a Bryant a todas las bibliotecas de Londres, para saber si alguna empleada había faltado al trabajo después de las vacaciones. Él fue a Forest Road.

La joven señora Parker, con su bebé en brazos, y la anciana, que pelaba patatas, miraron Monos en el infierno como si más que de una novela histórica se tratara de una novedad histérica. Sus días estaban ocupados por bebés y judías, no por libros.

– ¿Un amigo de la señorita Comfrey? -dijo finalmente Stella Parker. Le parecía incomprensible que alguien que ella conociera o hubiese conocido estuviera relacionada con algún famoso. Para ella, Grenville West era famoso simplemente porque su nombre estaba escrito en letras de imprenta, igual que sus escritos. Repitió lo que ya había dicho, esta vez sin el tono interrogativo, aceptando lo increíble de la misma forma que aceptaba la fisión nuclear o el que las patatas hubieran subido a quince peniques la libra-. Un amigo de la señorita Comfrey. ¡Qué bueno!

Su abuela política no pareció tan sorprendida.

– Rhoda era ambiciosa. No me extrañaría que hubiera conocido al primer ministro.

– ¿Sabe si era amiga de Grenville West?

– Hable más alto.

– Quiere saber -intervino Stella Parker- si tú sabías que ella lo conocía, yaya.

– ¿Yo? ¿Cómo iba a saberlo? A la única West que he conocido en mi vida es a esa Lilian.

Wexford se inclinó hacia adelante.

– ¿La señora Crown?

– Así es. El apellido de su primer marido era West. Se llamaba West cuando vino a vivir aquí con Agnes. Y al pobrecillo John también lo llamaban West. Creí que ya se lo había dicho, joven, cuando hablamos de los nombres aquella vez.

– No se lo pregunté entonces -dijo Wexford.

«West es un apellido bastante común», pensó mientras espera en el coche a que Lilian Crown volviera del pub. Pero si Grenville West tuviera lazos de familia con Rhoda Comfrey, la relación entre los dos sería más que probable. Sí, por ejemplo, ellos se llamaran el uno al otro «primo», como hace mucha gente sin un vínculo de sangre que justifique el trato, el afecto que sentían el uno por el otro quedaría explicado. ¿Y por qué no se había hecho llamar West, apellido cuya eufonía es más común que la del rebuscado Comfrey?