– Fue el nombre lo que me atrajo al principio -dijo West después de coger un ejemplar de Brisa en Alicante-, pero luego me gustaron por sí mismos. Me pregunto si entre nosotros dos hay alguna relación. -Miró la fotografía de la solapa-. Llegué a creer que nos parecíamos, pero supongo que sólo era fruto de mi imaginación, la foto no es muy clara. Y también esas cosas en sus libros… me refiero a los ambientes en Inglaterra.
– ¿Qué cosas? -preguntó Wexford con crudeza. No utilizó este tono para ofender, sino para hacerle entender que estas cuestiones podían tener que ver con el asesinato.
– Bien, por ejemplo, en Asesinada con amabilidad, describe una casa claramente inspirada en Clythorpe Manor, que está cerca de Myringham. Se describen el laberinto y la larga galería. Yo he estado en la casa, la conozco bien. Mi abuela sirvió en ella antes de casarse. -Charles West sonrió-. Mis ascendientes eran todos humildes campesinos, las mujeres tenían que servir, pero vivieron en esa parte de Sussex durante generaciones. Esto hizo que me preguntara si Grenville West era pariente nuestro, primo lejano, por ejemplo, ya que conocía tan bien aquellos parajes. Le pregunté a mi padre, pero me dijo que la familia era enorme, que tenía muchísimas ramas.
– ¿Por qué no escribió a Grenville West para preguntárselo? -quiso saber Wexford.
– ¡Oh, claro que lo hice! Sus editores me proporcionaron su dirección. Él me respondió con una carta muy simpática. ¿Le gustaría verla? Debe de estar por alguna parte… -Fue a la puerta y gritó-: ¡Querida!, ¿podrías encontrarme esa carta de Grenville West? Pero no hay ninguna relación -dijo, dirigiéndose a Wexford-. Verá lo que dice en la carta.
La señora West la trajo. El papel tenía la dirección de Elm Green en su encabezamiento. La carta decía:
«Querido señor West:
»Gracias por su carta. Estoy encantado de que le hayan gustado mis novelas, y espero que también disfrute con Sir Bounteous, que será publicada el mes que viene, y que está basada en la conocida obra de Middleton Maestros míos, el mundo está loco.
»Esta novela también está ambientada en Inglaterra, más concretamente en Sussex. Me encanta su condado natal, pero siento decirle que no es el mío, y que no puedo adivinar ninguna relación posible entre su ascendencia y la mía. Yo nací en Londres; la familia de mi padre es original de Lancashire y la de mi madre de West Country. Grenville era el apellido de soltera de mi madre.
»Así que, aunque me hubiera gustado mucho tener primos, como hijo único de dos hijos únicos, apenas tengo parientes. Eso constituye una verdadera desilusión para mí y tal vez también para usted.
»Con mis mejores deseos, sinceramente suyo,
Grenville West.»
A excepción, naturalmente, de la firma, la carta estaba escrita a máquina. Wexford se encogió de hombros y la devolvió a su dueño. La información, o la falta de ella, proveniente tanto del autor como de Charles West le había decepcionado mucho. Pero había algo extraño en esa carta, algo de lo que no podía estar seguro. El estilo era pretencioso, con visos de arrogancia, y en sus medidos párrafos había detectado la elegante elisión del escritor profesional. Pero eso no era extraño, en absoluto… aunque ya se estaba cansando de sus intuiciones, de sus presentimientos, corazonadas y de la fingerspitzengefühl que parecía haber perdido. No recordaba ningún otro caso tan lleno de pistas que no llevaban a ninguna parte. Se despreciaba a sí mismo por no ser capaz de oírlas y entenderlas, pero por mucho que Griswold pudiera decir, él sabía que eran sólidas y verdaderas.
– Una carta muy amable -concluyó desilusionadamente. «Lástima -le habría gustado añadir-, que toda ella sea una sarta de mentiras.»
Todavía quedaba un Grenville West por visitar, el que consumía los últimos días de su vida en el hospital Abbotts Palmer. Wexford trató de imaginarse cómo sería ahora ese hombre, pero se sentía mareado. Además, era consciente de que había pensado ir al hospital para evitar tener que volver pronto a la comisaría, donde a buen seguro ese Laquin no tendría nada para él, y donde también se enteraría de que Griswold había pasado por encima de él para llamar a Scotland Yard. Era jueves, el fin de semana estaba muy próximo, y con él el plazo dado por su superior.
Pero ésa no era la actitud propia de un oficial de policía responsable. Entró en la comisaría, donde el ambiente volvía a ser caliente y bochornoso. Cuando vio a Malina Patel esperándolo, le pareció como si hubiera retrocedido una semana en el tiempo.
Una pequeña y delicada mano le tocó la manga, y cuando se giró vio un par de ojos claros que lo miraban ingenuamente. Parecía más pequeña y frágil que nunca.
– He traído a Polly conmigo.
Wexford recordó sus anteriores encuentros. La primera vez la había considerado una persona molesta; la segunda, una tonta encantadora. Pero ahora comenzaba a afectar su susceptibilidad. Aquella muchacha parecía querer que la vieran como una buena chica, que actuaba a impulsos locos pero en todo caso deliciosos. ¿Pero era una locura compatible con aquella cuidada manera de vestir, calculada para deslumbrar? ¿Podría ser esa candidez natural? El policía maldijo su propia sensibilidad cuando con voz suave y galante preguntó:
– ¿De veras? ¿Dónde está?
– En el lavabo. Dijo que estaba mareada y uno de los policías le indicó el camino.
– De acuerdo, alguien les informará dónde está mi despacho cuando se encuentre mejor. Burden había llegado antes que él.
– Parece que, según su amigo, están batiendo toda Francia para encontrar a nuestro autor. No ha estado en Annecy, a pesar de lo que le hayan dicho.
– Ya suben, a ver si lo ponemos todo en claro.
Las dos chicas entraron. La cara de Pauline Flinders tenía el tono verdoso típico del mareo, su labio inferior temblaba bajo los incisivos dientes. Llevaba unos téjanos descoloridos y deshilachados, y una camisa que tenía toda la apariencia de haber sido escogida al azar de un montón de ropa sucia. Malina llevaba téjanos de color marrón cosidos con hilo blanco, un jersey, y una larga cadena de medallones dorados.
– Le he pedido que venga -dijo Malina-. La encontré mal, creí que estaba enferma.- Después de dirigir una tímida mirada de soslayo a Burden, se sentó.
– ¿De qué se trata, señorita Flinders? -preguntó Wexford, amablemente.
– Díselo, Polly, me lo prometiste. Es tonto haber venido hasta aquí para nada.
Polly Flinders levantó la cabeza. Habló con rapidez y sin fluctuaciones en la voz:
– No recibí ninguna postal de Grenville. La que le enseñé era del año pasado. El sello estaba emborronado y pensé que usted no se daría cuenta. Y así fue.
La esperada explosión de ira no sobrevino. Wexford sólo afirmó con la cabeza.
– Usted -dijo- pensó que yo no sabía que él conocía a Rhoda Comfrey. Pero la conocía desde hacía años, ¿no es así?
– Ella le ayudaba con sus libros -admitió Polly entre jadeos-. Pasaba muchos ratos en su piso, pero no sé dónde vivía. Acerca de la postal, yo…
– No se preocupe por la postal. ¿Estaban usted y la señorita Comfrey en el piso del señor West la tarde del 5 de agosto?
La respuesta a esto fue una afirmación y un sollozo.
– ¿Y la oyeron las dos mientras telefoneaba desde allí, diciendo dónde iría el lunes?
– Sí, pero…
– Dile la verdad, Polly. Dísela y todo se arreglará.
– Ya me encargaré yo de que hable, señorita Patel -dijo Wexford sin apartar los ojos de la otra muchacha, a quien siguió preguntando-: ¿Tiene usted alguna idea del paradero actual del señor West? ¿No? Creo que me contó esa mentira de la postal porque tenía miedo de él, porque creía que tenía algo que ver con la muerte de Rhoda Comfrey.
Ella volvió a afirmar patéticamente, con las manos apretadas.