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– Creo que no tenemos mucho más que decirnos por ahora -concluyó Wexford-. Iré a verla mañana por la tarde, eso le dará tiempo para calmarse. -Malina parecía decepcionada, pero él prosiguió-: Le preguntaré el nombre del hombre con quien pasó la noche del lunes. ¿Pensará en ello?

Volvió a afirmar con un monosílabo desesperado, y Burden se las llevó. Cuando volvió le dijo:

– Rhoda Comfrey chantajeaba a West. Me pregunto por qué no pensamos antes en eso.

– Porque no es una idea muy brillante -dijo Wexford-. Puedo explicarme que alguien intentara hacerle chantaje a ella, porque llevaba una vida que quería mantener oculta, ¿pero a West?

– West es, casi con toda seguridad, homosexual – dijo Burden en tono contenido-. ¿Por qué si no rechazó a Polly?, ¿por qué vagaba por el Soho casi todas las noches?, ¿por qué se iba de copas con esos tipos?, ¿y por qué la mayoría de ellos suele tener una vieja amistad, puramente platónica, con mujeres mayores? Es lo que esos maricas suelen hacer. Les gusta relacionarse con mujeres, pero tienen que ser «seguras», es decir, que ya estén casadas o sean mucho mayores que ellos.

Wexford se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Una vez más había topado con el aplastante sentido común de Burden. ¿No era eso lo que sospechó cuando leyó la carta que le envió a Charles West?

Se rió sin importarle mucho.

– Así que esa vieja amiga no tiene mejor idea que hacerle chantaje, pero… ¿después de diez años? Sí, después de todo ese tiempo, y amenaza con dar a conocer su inclinación homosexual. -Nunca le había gustado la palabra «marica», ¿pero de qué se preocupaba? En estos días esto ya no era ningún escándalo-. Tal vez incluso se anunciara en Gay News. [2]

– ¿Sí? Entonces, ¿por qué lo ignora su amiga india? ¿O Vivian?, ¿o Polly? No le haría mucho bien que sus lectores, gente decente, se enteraran de lo que iba a hacer al Soho por las noches. A mí no me gustaría enterarme, se lo aseguro.

– ¿Desde cuándo es usted lector suyo?

Burden pareció tan avergonzado como siempre que cometía un lapsus, por leve que fuera.

– Desde ayer por la mañana -admitió-. Tengo que hacer algo mientras me paso el día pegado al teléfono, ¿no? Le dije a Loring que me trajera dos o tres libros suyos en edición de bolsillo. Pensé que estarían más allá de mi comprensión, pero no fue así. Eran emocionantes, realmente ingeniosos, la última cosa que uno podría pensar es que el autor es homosexual.

– Pero usted dice que lo es.

– Sí, y que quiere mantenerlo en secreto. Es marica, pero aun así piensa vivir con Polly, que es lo que suelen hacer cuando llegan a cierta edad, y es posible que a Rhoda no le guste la idea de encontrarse con otra mujer cada vez que vaya a su casa. Así que lo amenaza con decirlo todo, a menos que renuncie a Polly. Ahí tiene el motivo.

– Pero esto no explica que tenga el mismo apellido que toda esa tribu de parientes de su tía.

– Mire -explicó Burden-, Charles West le escribió pensando que tal vez fuese primo suyo. ¿Por qué Rhoda no pudo hacer lo mismo años antes, después de leer su primer libro, por ejemplo? Charles West no se preocupó más del tema, pero tal vez ella sí. Esa pudo ser la razón de que se hicieran amigos, amistad que debió fortalecerse cuando Rhoda se puso a trabajar para él en ese libro que le dedicó. El nombre es relevante sólo en la medida en que fue lo que los unió.

– Ya -aceptó Wexford-. Sólo espero que mañana sepamos algo de West.

Cuando llegó, Robin fue hacia el coche y le abrió la puerta.

– Muchas gracias -dijo Wexford-. Eres el nuevo portero, ¿no? Supongo que ahora querrás una propina. -Le dio los helados que había comprado en el camino-. Uno es para tu hermano, ¿eh?

– Ya no podré hacer más de portero -dijo Robin.

– ¿Por qué? ¿Empiezas el colegio?

– Volvemos a casa, abuelo. Papá nos vendrá a buscar a las siete.

Wexford no pudo expresar lo que sentía. A pesar de que había deseado con ganas volver a estar solo con Dora, no pudo evitar decir:

– Te voy a echar mucho de menos.

– Sí -dijo Robin con complacencia.

«Los niños felices suelen tener un alto concepto de sí mismos -pensó Wexford-, esperan que los quieran y que los echen de menos.»

– Pero al final no pudimos ver la rata de agua.

– Ya tendremos ocasiones, no te vas al Polo Norte.

El pequeño se rió ante la ocurrencia de su abuelo. Wexford lo envió a buscar a Ben para darle el helado y entró en la casa. Sylvia estaba en el piso de arriba haciendo las maletas. Subió, se acercó a ella y la abrazó. Su hija se volvió hacia él.

– Bien, cariño -dijo Wexford-, así que al final tú y Neil habéis resuelto vuestras diferencias, ¿no es así?

– No exactamente. Pero se ha comprometido a darme todo el apoyo que necesite para obtener un título; empezaré el año que viene. Y además… ¡ha comprado un lavavajillas! -Rió medio avergonzada-. Claro, ése no es el motivo de que vuelva.

– Creo que ya sé por qué lo haces.

Ella se separó de él al tiempo que volvía el rostro. A pesar de su altura y de su porte majestuoso, era tímida y torpe en su trato con las personas.

– No puedo vivir sin él, papá -confesó-. Lo he echado terriblemente de menos.

– Ésa es la razón, ¿verdad?

– La otra cosa… bien, tú puedes decir que las mujeres somos iguales que los hombres, pero la verdad es que no podéis darnos vuestra posición en el mundo. Esto está muy metido en la cabeza de los hombres, una tendría que practicar el eonismo para cambiarlo.

¿Qué había estado leyendo? Antes de que pudiera preguntárselo entraron los niños.

– ¿Podríamos intentar por última vez ver la rata de agua, abuelo?

– ¡Oh, Robin! -dijo Sylvia-. El abuelo está cansado y papá vendrá a buscarnos dentro de una hora.

– ¡Una hora! -exclamó su hijo con la concepción que tienen los niños del tiempo-. Es más que suficiente.

De modo que los tres salieron por la pequeña colina hasta el meandro del Kingsbrook. Estaba calmado, el ambiente era húmedo y neblinoso, los sauces proyectaban amorfas sombras azuladas y en cada brizna de hierba brillaba una gota de agua. El río había aumentado su caudal y discurría con rapidez; era lo único que se movía en aquel remanso de paz.

– Llévame, abuelo -pidió Ben antes de lo previsto.

Pero en el mismo momento en que Wexford se agachó para subírselo a la espalda, algo se movió a un lado del río. Un poco a su derecha, en la otra orilla, un par de ojos brillantes emergió por la boca de un agujero.

– Sssh… -susurró Wexford-. ¡Quietos!

La rata de agua salió lentamente. No se parecía a una rata común; era pequeña y bonita, con el pelaje erizado color foca y un rostro redondo y vigilante. Se acercó al agua con rapidez y sigilo y comenzó a nadar, extendiendo y estirando su cuerpo, hacia la orilla en que ellos estaban. Cuando llegó se detuvo y los miró sin aparentar ningún miedo, antes de escabullirse en la espesura de juncos verdes.

Robin esperó hasta que hubo desaparecido. Entonces empezó a bailar con alegría.

– ¡Hemos visto la rata de agua! ¡Hemos visto la rata de agua!

– ¡Ben quiere ver a papá! ¡Ben quiere volver a casa! ¡El pobre Ben tiene frío en los pies!

– ¿No estás contento de haber visto la rata de agua, abuelo?

– Sí, mucho -respondió Wexford, deseando que sus propios problemas se resolvieran de un modo igual de simple y satisfactorio.

17

La ausencia de Grenville West no podía ser producto de la casualidad. Había huido, y con toda seguridad llevaba tres semanas haciéndolo. Todo apuntaba a que él había sido el asesino de Rhoda Comfrey, y el viernes por la mañana Wexford pensó que el caso se estaba haciendo demasiado grande y que se le escapaba de las manos. Lejos de intentar convencer al policía jefe para que no llevase a cabo su amenaza, comprendió que era inevitable llamar a Scotland Yard, incluso a la Interpol. Pero la llamada de su superior lo dejó bastante deprimido, pues la áspera voz de Michael Baker, hablándole desde Kenbourne Vale, le hizo pensar que debía comenzar a admitir su fracaso.

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[2] Publicación homosexual.