Hetherington hizo una pausa, y siguió relatando la historia tratando de resumir. Cuando terminó, Wexford le preguntó qué había pasado con la llave de la habitación de West.
– ¡Dios sabe! Nos cansamos de avisar a nuestros clientes de que entreguen las llaves en recepción cuando dejen el hotel, incluso las hacemos pesadas para que resulte incómodo llevarlas en un bolsillo, pero es inútil, muchos acaban llevándoselas. Así perdemos centenares de ellas. Tengo su maleta aquí, me imagino que querrán examinar su contenido.
Wexford había reparado en una maleta que estaba bajo el escritorio de Hetherington y que supuso debía de ser el equipaje de West. Era de cuero marrón, y aunque no parecía nueva, sí de buena calidad; bajo la cubierta tenía inscrito el nombre y el escudo de Silk and Whitebeam, de Jermyu Street. Baker la abrió. Dentro había un par de pantalones de pana, una camisa de cuello amarilla, un jersey ligero de color gris, un par de calzoncillos blancos, un par de calcetines marrones y unas sandalias de cuero.
– Esto era lo que llevaba cuando vino -explicó Hetherington, cuya preocupación por West había sido sustituida temporalmente ante la desagradable visión de aquellos pantalones con el trasero brillante y el jersey de mangas deshilachadas.
– ¿Y la libreta de direcciones?
– Aquí está.
Los nombres, direcciones y teléfonos eran escasos. Field and Bray, agentes literarios; la dirección personal de la señora Brenda Nunn y su número de teléfono; varios nombres y extensiones de los editores de West; los de Vivian, Polly Flinders, el ayuntamiento de Kenbourne, el número de emergencia de la Compañía de Gas North Thames; el de la compañía eléctrica de Londres; el de la biblioteca de Londres y el de la de Kenbourne, en High Road; también algunos nombres, lugares y números de teléfono de Francia. Y también la dirección de Lilian Crown, con el teléfono de la tía de Rhoda Comfrey en Kingsmarkham.
– ¿Dónde está el coche ahora? -quiso saber Wexford.
– Todavía en el parking en la plaza número cinco. No pude sacarlo de ahí, no hallé forma de hacerlo.
«Me pregunto si yo podré», pensó Wexford. Fueron hacia allí. El Citroën rojo estaba perfectamente conservado. La matrícula indicaba unos tres años de antigüedad. Las puertas y el maletero estaban cerrados con llave.
– Lo abriremos -aseguró Baker-. Encontraremos una llave que entre, no nos llevará mucho tiempo.
Wexford rebuscó entre el desorden de su bolsillo: dos llaves con un doble galón.
– Pruebe con éstas -dijo.
Las llaves entraron.
En el interior del coche no había nada, a excepción de unos planos y mapas de Europa occidental sobre el salpicadero. El contenido del maletero fue más prometedor: aparecieron otras dos maletas de cuero marrón, más grandes que la que West había dejado en su habitación, y que lucían la inscripción «Grenville West, Hotel Casimir, Rué Victor Hugo, París». Ambas estaban cerradas, pero abrir maletas es un juego de niños.
– Al diablo con las autorizaciones -murmuró Wexford procurando que Hetherington no lo oyera-. ¿Podemos llevárnoslas?
– Claro -dijo Baker. Y se dirigió a Hetherington en el áspero tono de amonestación que lo había hecho tan impopular entre sus colegas-. Ha hecho usted que perdiéramos nuestro tiempo y el de los contribuyentes al demorar tanto tiempo en contarnos esto. Para serle sincero, no tiene usted la menor posibilidad de cobrar esa cuenta.
De regreso condujo Loring; Baker iba a su lado y, detrás, Wexford y Clements. El embotellamiento del mediodía los retuvo, cosa que aprovechó el sargento para disertar sobre la falta de cooperación ciudadana, la negligencia y la obstrucción. Y también sobre el cabello de Hetherington, que aseguraba se había blanqueado. Al final Wexford pudo librarse de aquella perorata -resulta agotador escuchar a alguien que no deja de acusar a la gente- y consiguió que le hablara de James y Angela. Cuando llegaron a la comisaría, ambas maletas habían sido abiertas y yacían en el suelo del lóbrego y modesto despacho de Baker.
Las maletas estaban llenas de ropas, algunas de las cuales habían sido compradas recientemente, probablemente para las vacaciones. En una bolsa de cuero encontraron una máquina de afeitar eléctrica, un tubo de crema bronceadora y un aerosol para mosquitos, pero ni rastro del cepillo de dientes, de pasta ni de jabón; ninguna esponja o guante; y tampoco había agua de colonia.
– Si es homosexual -dijo Wexford-, resulta extraño que, falten todas estas cosas. Lo mínimo que podemos esperar es un interés por su aspecto físico. ¿Ni siquiera se limpia los dientes?
– Tal vez utilice dentadura postiza.
– ¿Que limpia cada noche con un cepillo de uñas y el jabón del hotel?
Baker había sacado un gran sobre marrón, cerrado.
– ¡Ah!, los documentos.
Pero en su interior había algo más que papeles. Baker rasgó el sobre con sumo cuidado y extrajo una llave atada a una etiqueta de madera y metal, cuya parte metálica tenía grabado el nombre del hotel Trieste y el número de la habitación que West había ocupado.
– ¿Qué me dice de esto? -preguntó Baker-. No está en Francia, en realidad nunca dejó el país.
Lo que entregó a Wexford era un pasaporte, cuyo titular, según la cubierta, era el señor J. G. West.
18
Wexford abrió el pasaporte por la primera página.
El nombre del titular era John Grenville West, ciudadano del Reino Unido y sus colonias. La segunda página certificaba que la profesión de West era la de novelista, siendo su lugar de nacimiento Myringham, Sussex, y la fecha del mismo el 9 de septiembre de 1940. Su país de residencia era el Reino Unido, su talla, 1,79 centímetros y el color de los ojos, gris. En el espacio destinado a la firma del titular aparecía «Grenville West».
La fotografía que había junto a esta descripción era la clásica de pasaporte y presentaba una persona de cierta apariencia lunática, con un mechón de pelo moreno que caía desagradablemente sobre las gafas de montura negra. Cuando fue tomada, West llevaba bigote.
La página cuatro le dijo a Wexford que el pasaporte había sido expedido cinco años antes en Londres, y en las siguientes muchos sellos certificaban entradas y salidas de Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia, Turquía y los Estados Unidos. También habían estampado el visado de este último país. En esos cinco años, West había abandonado su país al menos en doce ocasiones.
– También pensaba irse esta vez -dijo Baker- ¿Por qué no lo hizo? ¿Dónde está ahora?
Wexford no respondió. En vez de ello ordenó a Loring:
– Quiero que vaya lo más rápido que pueda al registro civil y que busque a ese West. Mire en el volumen del año 1940, en la sección correspondiente a septiembre, todos los que se llamen West. ¿Ha entendido? Habrá muchos, pero no es probable que más de un John Grenville West haya nacido el día 9 de ese mes. Quiero el nombre de su padre, y también el de su madre.
Loring obedeció. Baker estaba echando un vistazo al resto del contenido del sobre.
– Un talonario de cheques -dijo-, una tarjeta Eurocard y otra de American Express, cheques de viajero firmados por West y mil francos, aproximadamente. Es de suponer que tendría la intención de regresar a recoger todo este equipaje.
– Desde luego. Bajo estas ropas hay una cámara, una Pentax.
De pronto, Wexford deseó que Burden estuviera con él. Había llegado a uno de esos momentos en un caso en que, para aclarar su mente y olvidar su frustración, necesitaba la presencia de su colega junto a él. Para una discusión cruda pero sin acritud, para un libre intercambio de insultos sin que nadie se ofendiera al aparecer expresiones tales como «histérico» o «puritano». Baker era un pésimo sustituto. A Wexford le intrigaba saber cómo reaccionaría ante algún comentario subido de tono, o cuando lo tildara de «dolor de muelas». Midiendo sus palabras y bajando el tono natural de su voz, le refirió a Baker la teoría de Burden.