Ése podía ser muy bien un móvil para el asesinato. West había reservado habitación en el hotel Trieste para que Polly Flinders y Victor Vivian creyesen que todavía estaba en Francia. Pero el que hubiese reservado la habitación con su nombre verdadero y por tres noches significaba que nunca había tenido la intención de matar a su prima. Y también era improbable que pensara utilizar esos tres días para discutir con Rhoda y disuadirla de sus intenciones.
Pero, ¿cómo lo había hecho? No el asesinato, eso parecía muy claro, ya que no había sido premeditado ni el resultado de un rapto de furia desesperada. ¿Cómo había planeado la fuga y aguantado semejante metamorfosis? Admitiendo el hecho de que hubiera sido ingresado injustamente en el Abbotts Palmer, ¿cómo había superado todas las dificultades con las que de seguro se encontró? Debió de vivir allá toda su niñez y su juventud temprana, y si en un principio no sufría ningún retraso mental, durante años se le habría supuesto tal deficiencia, de forma que le habrían negado la educación normal y su intelecto habría quedado frustrado por el propio entorno, concebido para retrasados. Sin embargo, a los veinticinco o veintiséis años había escrito y publicado una novela que revelaba un gran conocimiento del drama isabelino, de la historia y de las costumbres inglesas de la época.
En el caso, naturalmente, de que fuera él.
Como Wexford había dicho a Loring, no podía ser; y sin embargo, no había alternativa. Porque aunque John Grenville West pudiera no ser el verdadero nombre del autor, aunque se hubiera inventado otro, había ciertos aspectos que sobrepasaban la pura coincidencia. Cierto, el uso de este nombre al azar (en lugar, por ejemplo, del suyo auténtico, que tal vez fuese ridículo o tuviera una eufonía desagradable), pudo hacer que él y Rhoda se conocieran, y que ella supusiera en un primer momento que eran primos, como sucedió después con Charles West. Pero era difícil que hubiera escogido, también por casualidad, la misma fecha de nacimiento de su primo. No había alternativa: el John Grenville West autor de novelas, francófilo y viajero era el mismo John Grenville West retrasado mental que su madre había abandonado cuando tenía seis años. A partir de esta precaria situación, a partir de esta posición en el mundo…
Se detuvo. Las palabras que había utilizado hicieron sonar una campana en su interior. Estaba de nuevo en la habitación de huéspedes, en su casa, y Sylvia le estaba hablando de hombres y mujeres, comentándole algo sobre la posición del hombre en el mundo. Después de eso le había dicho que tal posición sólo podrían conseguirla las mujeres practicando el… ¿Qué cosa? ¿Deísmo? No, desde luego que no. ¿Eolismo? ¿Qué quería decir esa palabra? No importaba, de todas formas no era eso, no había dicho eso. ¿Qué palabra había pronunciado?
Intentó engarzar una letra con otra, y al final dio con la palabra buscada «Eonismo», que debía tener algo que ver con los eones. Tal vez había querido decir que todos los que quisieran conseguir la igualdad sexual tendrían que superar el curso normal del tiempo.
Se sintió decepcionado porque con esa corazonada había encontrado la solución al problema. La palabra no era nueva para él; creía haberla oído antes, mucho antes de que Sylvia la pronunciara, y no significaba nada parecido a trascender en el tiempo.
Pero dándole vueltas a esto no llegaría muy lejos. Eran más de las cinco, hora de regresar y ver si Burden había conseguido algo. Dejó el cementerio en el momento en que iban a cerrarlo. El guarda, que no lo había visto entrar, le dirigió una mirada de desconfianza. Pero una vez cerca de la biblioteca volvió a pensar en esa palabra. Wexford tenía un amplio vocabulario, debido a que desde joven se había hecho el propósito de consultar en el diccionario cada palabra con que se encontrara y no entendiese. Había sido una buena idea, impropia de un joven.
Era un lugar que Grenville West conocía bien, y en donde el policía había visto sus obras por primera vez. Ahora, antes de buscar un diccionario, les echó otra ojeada. Había cuatro, incluyendo Monos en el infierno, bajo cuyas cubiertas se escondía el nombre de Rhoda Comfrey con tanta inocencia…
La biblioteca sólo tenía un diccionario de inglés, el Shorter Oxford, en dos gruesos volúmenes. Wexford tomó el primero, se sentó a una mesa y lo abrió por la «A». «Eolismo» [3] no aparecía, pero encontró «Eolístico», que significaba lo que él ya sabía y que era una invención de Swift. Bajo «Eón» decía: «Una era, o la duración de la vida de la Tierra, o de todo el Universo; período de tiempo inmensurable; eternidad.» También aparecían «Eoniano» y «Eonial», pero no la que buscaba.
¿Podía ser que Sylvia se la hubiera inventado, o era sólo el resultado de la infantil etimología de esas escritoras liberales que ella leía? Pero eso no ligaba con la certeza que tenía de haberla oído antes. Devolvió el pesado tomo y volvió a la comisaría al otro lado de la calle.
Cuando entró Baker estaba al teléfono hablando con tanta ternura y dedicación que Wexford dedujo que su interlocutor sólo podía ser su mujer. La conversación, aunque sólo parecía tratar acerca de qué prefería para cenar, si patatas cocidas o fritas, o de si llegaría a casa a las seis o a menos diez, hizo que Wexford se pusiese de buen humor. Pero no había habido ninguna llamada para él. Loring todavía no había vuelto, y Baker creyó que sería una buena idea que los dos fueran al Grand Duke. Siempre, por supuesto, que esto no les impidiera regresar a casa a las seis.
– Prefiero quedarme aquí, Michael -dijo Wexford con cierto apuro-. Si no le importa.
– Sea mi invitado, Reg. Aquí viene su joven colega.
El sargento Clements hizo pasar a Loring.
– Ella entró a las cuatro y media, señor. Le dije que usted iría a verla a partir de las seis y media.
No tenía ni idea de qué decirle a esa mujer, pero lo sabría si Burden llamara. Esa palabra todavía le embrujaba.
– ¿Le importaría que hiciera una llamada? -preguntó a Baker.
Baker había optado por tomárselo con humor.
– Le he pedido que sea mi invitado, Reg, haga lo que quiera -su mujer y sus patatas fritas parecían atraerle irresistiblemente-, pero para entonces ya me habré ido. -Y añadió con estoica resignación-: Juraría que usted y yo nos vamos a ver mucho en los próximos días.
Wexford marcó el número de Sylvia. Respondió Robin.
– Papá ha llevado a mamá a Londres para ver a la tía Sheila en una función.
El Mercader de Venecia, en el Teatro Nacional. Ella interpretaba el papel de Jessica, su padre ya la había visto un mes antes. Otro susurro le sobrevino cuando recordó esa obra: «Pero el amor es ciego, y los amantes no pueden ver las preciosas locuras que hacen…»
– ¿Quién está con vosotros? ¿La abuela? -preguntó Wexford.
– Tenemos una niñera -respondió Robin, y añadió-: Para Ben.
– Ya nos veremos -dijo Wexford lacónicamente, y colgó.
Clements todavía estaba allí, con una expresión que a él se le antojó odiosamente sentimental.
– Sargento -le dijo-, ¿por casualidad hay en la comisaría un diccionario?
– Muchos, señor. De urdu, bengalí, hindi, el que usted quiera. Solemos interrogar a esos emigrantes. También contratamos intérpretes, que se lo saben cobrar, pero no llegan a conocer todas las palabras. Y para serle sincero, prefiero que sea así. Tenemos diccionarios de francés, alemán e italiano para los súbditos de países del Mercado Común. ¡Oh, sí!, tenemos más diccionarios que los que pueda encontrar en la biblioteca.