Wexford controló el impulso de arrojarle el teléfono.
– ¿No tendrán por casualidad un diccionario de inglés?
Estaba casi seguro de que Clements le diría que no era necesario, ya que todos ellos hablaban inglés. Pero para su sorpresa le dijo que sí, y que lo iría a buscar encantado.
El sargento no llevaba ni medio minuto fuera cuando sonó el teléfono, y tras una retahíla de rutinarias preguntas de control, Wexford reconoció la voz de Burden. Aquella voz revelaba más angustia que cansancio.
– Siento haber tardado tanto tiempo en llamar. ¡Oh!, no soy tan duro como creía. Pero ¡por Dios! ¡En esos sitios se ve cada escena! Después de todo lo que he descubierto parece que John Grenville West dejó el Abbotts Palmer cuando tenía veinte años…
– ¿Qué?
– No se entusiasme -dijo Burden con voz cansada-. Sólo fue porque no disponían de los medios para cuidar de él adecuadamente. No es mongólico, aunque se lo dijera la señora Parker. Nació con lesiones cerebrales graves y una pierna más corta que la otra. Leyendo entre líneas, a partir de lo que me han dicho y de lo que me han ocultado, deduzco que esos daños fueron causados por su madre, al intentar abortar.
Wexford no dijo nada. De la voz de Burden todavía emanaba el horror.
– Que nadie me diga nunca -dijo emocionadamente el inspector- que fue un error legalizar el aborto.
Wexford prefirió no recordarle que le había dicho lo contrario muchas veces.
– ¿Dónde está ahora?
– En un lugar cercano a Eastbourne. Fui allá. Ha vivido como un vegetal durante dieciocho años. Creo que esa mujer, la señora Crown, estaba demasiado avergonzada para decírnoslo. Acabo de verla, me dijo que era todo tan triste… y me ofreció una ginebra.
20
Los diccionarios que Clements le trajo, tambaleándose bajo su peso, eran el Shorter Oxford, en un extenso y viejo volumen, y el Webster’s International en dos tomos.
– Hay una enorme cantidad de palabras en estos dos, señor. Me pregunto si alguien les habrá echado una ojeada desde aquel desagradable caso de magia negra que tuvimos hace un par de años, en que no podía recordar cómo se deletreaba la palabra «medioevo».
Había sido una pura asociación la que había llevado a Rhoda Comfrey a decirle al doctor Lomond que vivía en el número seis de Princevale Road, y ese mismo proceso el que había hecho pronunciar a Sylvia aquella extraña palabra, que volvía a ocupar la mente de Wexford. Ahora retumbaba dentro de él con más fuerza que nunca, mientras consultaba los añadidos y correcciones del Shorter Oxford.
– ¿Medioevo? -preguntó-. ¿Quiere decir que no estaba seguro de que se escribiera con triptongo? -La cara de confusión del sargento hizo que hablara precipitadamente-. ¿No estaba seguro de las vocales?
– Exactamente, señor. -La necesidad de arreglar el mundo que Clements sentía se extendía también a los críticos del léxico-. No sé por qué no podemos simplificar las palabras, librarnos de esas letras innecesarias. Sólo sirven para confundir a los escolares, como me confundieron a mí. Recuerdo que cuando tenía doce años…
Pero Wexford ya no lo escuchaba. Clements continuó hablando, era de la clase de personas que nunca interrumpirían a nadie mientras estuviera hablando, pero cuando se trataba de asaltar los oídos de una persona que estaba leyendo no se lo pensaba dos veces.
– …y me hacían quedar en el colegio hasta tarde por confundir «ello» con «ellos», ya sabe a qué me refiero, y mi padre decía…
«Diptongos y triptongos», pensó Wexford. Esa «e» inicial de «eonismo» no era más que transposición de la partícula griega «ae», o tal vez derivaba del latín, que tenía muchas «ae», ¿no era así? Cada vez más las combinaciones de vocales tendían a eliminarse; se había pasado de «medioevo» al práctico «medievo». Así que esa palabra, la que Sylvia empleó, eonismo [4], posiblemente apareciera en el diccionario por la letra «E», no por la «A». Abrió el pesado fajo de páginas por la «E». «Eoliano: cierto dialecto de la lengua griega…» «Eolo: dios de los vientos…»
Tal vez la palabra que había pronunciado Sylvia nunca hubiera ido con diptongo, tal vez procediera del latín o del griego, sino que fuera un nombre propio o un lugar. Y de bien poco le iba a servir si no aparecía en los diccionarios. Se le ocurrieron ideas peregrinas, como llamar un taxi, cruzar el río hasta el Teatro Nacional y encontrar a su hija antes de que comenzara la función, podría estar allá en tres cuartos de hora… Pero todavía le quedaba otro diccionario.
– Confunden a los pobres escolares con tanta letra -se quejaba el sargento-. Hay una palabra que nunca supe escribir, «Psicología». ¿A qué diablos viene esa «p»?
El Webster’s International. No necesitaba que fuera internacional, sólo lo suficientemente comprensible. La «E»…«Eoceno»… «Eoliano»… y por fin, allí estaba.
– ¿Encontró lo que buscaba, señor?
Wexford se echó hacia atrás con un gran suspiro y dejó que el pesado volumen se cerrara de golpe.
– Lo he encontrado, sargento, he encontrado lo que llevaba tres semanas buscando.
Malina Patel los hizo pasar al apartamento no sin cierta cautela. ¿Se había vestido con esos pantalones de harén y esa brillante blusa bordada para deslumbrar a Loring? El moreno cabello estaba recogido en complicados rizos y sostenido con agujas doradas.
– Polly se siente fatal -dijo confidencialmente-. No puedo hacer nada. Cuando le dije que ustedes venían creí que iba a desmayarse, pegó un grito terrible. Y no supe qué hacer.
«Tal vez -pensó Wexford- podía haberse comportado como una auténtica amiga tratando de consolarla, en vez de pasarse el rato arreglándose como si estuviera en un salón de belleza.»Ya no era momento de hipocresías, de comportarse como si uno, aun en situaciones graves, permaneciera inmutable como pilar de virtud y arquetipo de belleza.
Utilizando aquellos bonitos ojos (¿sería capaz de llorar deliberadamente?), ella dijo con dulzura:
– Supongo que no es conmigo con quien quieren hablar, ¿verdad? Polly está esperándolos. Le dije que todo iría bien si se limitaba a decir la verdad, y que ustedes no la asustarían. No lo harán, ¿verdad?
La magia estaba comenzando a hacer efecto en Loring, que parecía debilitarse por momentos. Pero a Wexford ya no le afectaba en absoluto.
– Creo que es a usted a quien vamos a asustar, señorita Patel -dijo. Ella lo miró aleteando las pestañas-. Y si cree que no quiero hablar con usted está muy equivocada. Entremos aquí.
Abrió una puerta al azar. Al otro lado había una cocina pequeña de la que emanaba un fuerte olor a especias y a podrido, como si alguien hubiera estado condimentando con curry carne y vegetales en mal estado. El fregadero estaba repleto de platos sucios. Malina Patel se quedó frente a la pila, pero era demasiado delgada para tapar todo aquel caos, y les dirigió una sonrisa sincera pero intranquila.
– Sus consejos son muy buenos -dijo Wexford-. ¿Suele hacerle caso la gente?
– Sólo quería ayudar -arguyó ella volviendo a su papel de chiquilla-. Era un buen consejo, ¿no?
– Pero usted no hizo caso del mío.
– No sé a qué se refiere.
– Que no mintiera a la policía. El ámbito de la verdad, señorita Patel, se expresa perfectamente en el juramento que se toma a los testigos en un juicio: «Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.» Después que yo le advirtiera usted hizo, que yo sepa, lo primero y lo tercero. Pero se dejó una parte vital de la verdad.