– ¡Pero yo no soy su testigo! ¡Y no estoy en ningún juicio!
– Y cuando la señorita Flinders se enteró de que el coche del señor West había sido encontrado, usted le dijo que la policía acabaría descubriéndolo todo. ¿Le aconsejó que nos lo dijera? ¿Recuerda el consejo que le di? No. Le sugirió que acudiese a nosotros y que nos dijera que sentía remordimientos.
Ella cambió de postura, y el movimiento hizo que algunos platos cayeran por el borde de la pila.
– ¿Cuándo se enteró de los hechos, señorita Patel?
De su interior fluyó un torrente de autojustificación. Su voz perdió toda dulzura y adquirió un acento barriobajero. Hablaba estridentemente.
– ¿De qué? ¿De que Polly nunca había estado en un motel con un hombre casado? No lo supe hasta la noche pasada, se lo aseguro. Estaba muy mal, se había pasado el día llorando, y me dijo que no les podría dar a ustedes la dirección de ese hombre porque no existía. Me eché a reír, porque desde que la conozco no he sabido que Polly tuviera ningún novio, y le dije: «¿Te lo inventaste?» Y ella me respondió que sí. Y le volví a decir: «Apuesto a que Grenville ni tan siquiera te ha besado.» Y ella siguió llorando más y más y… -Las caras de los hombres revelaban que aquella chica ya había llegado demasiado lejos. Por un momento pareció recordar la personalidad que quería aparentar y se aferró a ella-. Supe que tarde o temprano lo descubrirían; la policía siempre lo hace. Le advertí que ustedes vendrían, ¿qué les diría entonces?
– Lo que he querido decir es -dijo Wexford-, ¿cuándo se enteró usted de dónde estuvo realmente la señorita Flinders aquella noche?
Ya sin aquella ansiedad -él no estaba verdaderamente enfadado, los hombres nunca podrían estarlo con ella-, Malina Patel sonrió, con la expresión sorprendida de quien acaba de tener una revelación.
– ¡Qué cosa más rara! Nunca había pensado en ello.
No, nunca había pensado en ello. Había pensado en sus atractivos, en sus arrebatadores encantos, en dejar clara su ascendencia y en poner a su amiga en ridículo, en su pretendida conciencia. Pero nunca en el propósito de todas estas preguntas. ¡Qué inapropiado había resultado el término acuñado por Freud, «conciencia de superego»!
– ¿No se le ocurrió pensar que una chica que nunca salía después de oscurecer debía de tener una buena razón para hacerlo sola la tarde y parte de la noche? ¿No pensó en ello? ¿Había olvidado que esa fue la tarde en que mataron a Rhoda Comfrey?
Ella sacudió la cabeza cándidamente.
– No, no pensé en ello. No tenía que ver conmigo o con Polly.
Wexford la miró fijamente, y ella le devolvió la mirada al tiempo que se pellizcaba nerviosamente los bordados dorados de su blusa, tan blanca que resaltaba el tono broncíneo de su piel. La seriedad con que él la miraba terminó por afectarla y la obligó a hacer uso de toda su capacidad de aguante. Aquella fachada, tonta y dulce, se rompió y profirió un grito quebrado.
– ¡Cristo! -exclamó Loring.
Ella empezó a gritar histéricamente, con la cabeza echada hacia atrás. «La heroína -pensó Wexford con desagrado- enloquece en su blanco satén.»
– ¡Oh! ¡Haga algo, déle una bofetada! -dijo, y salió al salón.
Aparte de los chillidos, toses y sollozos que venían de la cocina, el resto del apartamento estaba en silencio. A Wexford se le antojó que Pauline Flinders debía de ser presa de una gran emoción, o que estaría aturdida ante aquellos gritos. Avanzó con desagrado ante la tarea que tenía por delante.
Las otras puertas estaban cerradas. Dio unos golpecitos en la que daba a la sala de estar, donde había hablado con Polly la primera vez. Ella no respondió, sólo abrió la puerta y lo miró con desesperación. El mundo parecía estar desplomándose alrededor de ella: hombros caídos, la blusa suelta y la falda larga; todo hacía que quien la observase tendiera a mirar hacia abajo.
No había manuscritos sobre la mesa, ni papel en la máquina de escribir. Ni libros ni revistas. Había permanecido sentada -¿durante cuántas horas?-, esperando, incapaz de hacer nada.
– Siéntese, señorita Flinders -le dijo Wexford. Era horrible tener que torturarla de esa forma, pero no tenía otro remedio si quería obtener lo que quería-. No busque excusas para evitar decirme el nombre de la persona con quien pasó la noche del 8 de agosto. Sé que ese hombre no existe.
Al oír esto, ella se puso rígida y lo miró con terror. El policía sabía por qué, pero lo dejó estar por el momento. Aparte de la lástima por ella, su mente estaba trabajando rápidamente, examinando lo que todavía era nuevo para él, intentando decidir si debía decirle toda la verdad. Pero incluso a estas alturas, en que todavía desconocía gran parte de los hechos, sabía que no podía consolarla con aquella verdad.
Ella se encorvó en una silla; su pálido cabello le cubría la frente como una cortina.
– Le daba miedo salir sola por las noches -dijo-, y por una buena razón. Una vez fue atacada por un hombre en la oscuridad, ¿no es así? Y se asustó mucho.
El cabello tembló, y ella afirmó doblando su cuerpo hacia adelante.
– Usted deseaba que en este país fuera legal portar armas, para que la gente pudiera protegerse. También está prohibido llevar navajas, pero son más fáciles de conseguir. ¿Cuánto tiempo hace, señorita Flinders, que lleva usted una en el bolso?
– Casi un año -murmuró.
– Me imagino que era una de esas plegables, de resorte. ¿Dónde la tiene ahora?
– La tiré al canal, al Kenbourne Lock.
Nunca había deseado con tantas ganas dejar a alguien en paz. Abrió la puerta e hizo entrar a Loring. La chica se cubrió los dientes con los labios y enderezó los hombros; tenía la cara muy pálida.
– Pongámonos cómodos -dijo Wexford, y la hizo sentar junto a él en un sofá, mientras Loring lo hacía en la silla que había quedado libre-. Le voy a contar una historia. -Escogió las palabras cuidadosamente-. Le voy a contar mi versión de los hechos.
– Érase una mujer de treinta años llamada Rhoda Comfrey que vino de Kingsmarkham, Sussex, a Londres, donde vivió durante cierto tiempo gracias a un premio que ganó en las quinielas, premio que según mis cálculos debió de ser de unas diez mil libras.
»Cuando el dinero comenzó a agotarse lo completó con los ingresos procedentes de un chantaje, y se hizo llamar West, señora West, porque tanto el nombre de Comfrey como su soltería le desagradaban. Algún tiempo después conoció a un joven, un extranjero, que vivía ilegalmente en el país, pero que, como Joseph Conrad, quería quedarse a vivir aquí y escribir sus libros en inglés. Rhoda Comfrey le ofreció una identidad y una historia, una madre y un padre, una familia y una partida de nacimiento. Adoptaría el nombre de alguien que nunca necesitaría concertar un seguro o tener un pasaporte, porque estaba en una institución para retrasados mentales. Su primo, John Grenville West; y así lo hicieron.
»El secreto los unió en una larga y nada fácil amistad. Él le dedicó a ella su tercera novela, porque indudablemente sin ella ese libro nunca habría sido escrito; no habría estado aquí para escribirlo. ¿Era ruso? ¿De alguna raza eslava? Cualquiera que fuese su nacionalidad, estaba buscando asilo, y ella le dio la identidad de una persona real que estaba en otro asilo, aunque muy diferente.
»¿Y qué obtenía ella a cambio? Un hombre joven y bien parecido que fuera su acompañante y su compañero. Era homosexual, y ella lo sabía. Mucho mejor, ya que Rhoda Comfrey tampoco era una mujer de muchos encantos. No era satisfacción lo que buscaba, sino un hombre que le sirviese para dar una imagen al exterior.
»¡Cómo debió de sufrir ella cuando él contrató a una mecanógrafa, y cuando ésta se enamoró de él…!
Polly Flinders emitió un sonido de dolor, un suave «¡ah!» que quizá no pudo reprimir. Wexford hizo una pausa y continuó: