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– No podría hacer nada mejor -murmuró Wexford mientras se marchaban. Miró a Burden, que tenía un aspecto presumido, como si su rudeza anterior hubiera quedado justificada y esperase que su superior se hubiera dado cuenta-. Hablaremos con la tía. Es extraño, sin embargo, que ella no dejara su dirección en el hospital, ¿no es así?

– ¡Oh! No lo sé. Poco honesto, pero no extraño. Esos viejos pueden llegar a convertirse en una auténtica carga. Y siempre se espera que sean las mujeres las que cuiden de ellos. Quiero decir, dentro de poco el viejo Comfrey será dado de alta y ya no podrá ser capaz de vivir solo. Una mujer soltera y una hija pueden ser de gran ayuda para los médicos y asistentes sociales con exceso de trabajo; se agarrarán a ellas. No espere lo mismo de un hijo, por ejemplo. Si ella les hubiese dado su verdadera dirección, los del hospital habrían considerado su casa como el lugar donde el viejo podría vivir su convalecencia y el resto de sus días.

– Es usted la última persona a quien habría imaginado hablando a favor de la liberación de la mujer – dijo Wexford-. No dejaremos de hacernos preguntas, pero ¿no cree que su teoría sólo aumenta las posibilidades de que se hubiera sentido más unida a su padre? Ellos piensan que todavía vive con él.

– Habrá una explicación. No es importante, ¿verdad?

– Se sale de la norma, y eso lo hace importante a mis ojos. Veamos ahora a la señora Wells, Mike, y volvamos luego a Forest Road a esperar a la tía.

La señora Wells tenía setenta años, hablaba lentamente y confundía las palabras. Había hablado con Rhoda Comfrey dos veces, en visitas previas al hospital, una en mayo y la otra en agosto. La noche anterior habían subido juntas al autobús a las ocho y cuarto. ¿De qué habían hablado? La señora Wells recordaba que durante la mayor parte del tiempo trataron de la operación de cadera de su esposo. La señorita Comfrey no había dicho mucho; parecía nerviosa e intranquila. La señora Wells pensó que estaba preocupada por su padre. No, ella no conocía su dirección de Londres, también creía que vivía en Forest Road, adonde ella le había dicho que volvía. La señora Wells se había apeado en Kingsbrook Bridge, pero Rhoda había seguido, tenía billete hasta la parada siguiente.

Volvieron a la comisaría. El arma aún no había sido encontrada y las preguntas puerta a puerta hechas por Loring, Marwood y Gates no habían dado resultados positivos. Nadie en las casas ni en los bungalows había visto ni oído nada anormal durante la noche anterior. Los habitantes de la caseta habían estado fuera por tener fiesta ese día, y nadie había trabajado en las parcelas. Todos los que fueron interrogados por los tres agentes conocían ligeramente a Rhoda Comfrey, pero sólo uno la había visto el día anterior, cuando ella salió de la casa de su padre hacia las seis y veinte para tomar el autobús de Stowerton. Nadie en Forest Road conocía su dirección de Londres.

– Quiero que vuelva allá -ordenó Wexford a Loring-, y que espere a la señora Crown. Me voy un rato a casa a comer algo. Cuando ella llegue, llámeme.

3

Dora había estado cosiendo, pero después de un rato lo había dejado y cuando él llegó la encontró leyendo una novela. Se levantó inmediatamente y le trajo un plato de sopa, pollo con ensalada y algo de fruta. Rara vez hablaban de su trabajo en casa, a menos que las cosas se pusieran difíciles. El hogar era como un refugio para él -¡Oh!, ¿qué saben ellos de los muelles si no han navegado los mares?- y se había enamorado de la mujer capaz de proporcionárselo. ¿Pero le importaba a ella? ¿Se veía a sí misma como la persona que lo esperaba para servirle mientras él hacía su vida? Nunca había pensado mucho en ello. Esto hizo que renaciera en él la ansiedad que había permanecido aletargada durante las tres últimas horas, desplazada por urgencias mayores.

– ¿Has sabido algo más de Sylvia? -preguntó.

– Neil vino a buscar el osito de peluche. Ben no quería irse a dormir sin él. -Dora le tocó el brazo, y luego descansó la mano en su muñeca-. No te preocupes por ella, ya es mayor. Tiene que enfrentarse a sus propios problemas.

– Tu hijo es hijo tuyo mientras no se case -replicó su marido-, pero tu hija seguirá siendo tu hija el resto de tu vida.

– Otra vez el teléfono -dijo ella, bostezando-. Podría medir mi vida por llamadas telefónicas.

– No me esperes levantada -dijo Wexford.

Ya era tarde, las once menos diez, y el cielo estaba absolutamente tachonado de estrellas. La luz de la luna era lo suficientemente brillante para proyectar las sombras de los árboles, verjas y buzones en toda la longitud de Forest Road. Junto al muro de piedra había una farola y en el número dos, Carlyle Villas, las luces seguían encendidas, mientras los vecinos de las otras casas ya las habían apagado. El policía pulsó el timbre de la puerta de hierro y cristal.

– ¿Señora Crown?

Esperó una respuesta negativa, porque la mujer que tenía delante era más joven de lo que él había imaginado. Tendría tan sólo unos años más que él. Pero le dijo que sí, que era ella, y le preguntó qué quería. Desprendía un fuerte olor a ginebra y transmitía ese aire de suficiencia -desprovisto de cualquier miedo o preocupación- que sólo el alcohol proporciona. Pero esto parecía habitual en ella. Una vez que él se hubo presentado, ella lo dejó pasar. Entonces, una vez dentro de aquella extraña y desordenada habitación, él le dio la noticia, midiendo sus palabras con amabilidad y consideración, pero dándose cuenta de que tantos miramientos resultaban absolutamente innecesarios.

– Bien, es curioso -dijo ella-. ¡Qué cosas pasan! Y de todo el mundo, tuvo que pasarle precisamente a Rhoda. Eso me ha impresionado, necesito beber algo, ¿quiere un trago?

Wexford negó con la cabeza. Ella se sirvió de una botella que había en un aparador de roble pulido cuya superficie estaba marcada de gotas, manchas y círculos brillantes.

– No le haré una escena de dolor, no éramos íntimas. ¿Dónde dijo que ocurrió? ¿En el sendero? No me verá nunca por allí, se lo aseguro.

Ella era como la habitación en la que estaban: pequeña, vestida con colores chillones y no demasiado limpia. Las fundas de nylon de las sillas mostraban un amarillo más desvaído que el del vestido que llevaba y, a diferencia de éste, estaban repletas de quemaduras de cigarrillos. Y a su vez, todo aparecía salpicado con las mismas manchas de licor o comida. El cabello de la señora Crown era del mismo color y textura que las hierbas secas que había por doquier -en jarrones verdes y amarillos-, era fino y pálido, pero todavía tenía un tono dorado desafiante. Encendió un cigarrillo y lo dejó colgando de sus labios, cuya pintura hacía juego con la de las uñas; igual que su sobrina.

– Todavía no he podido informar a su hermano -dijo Wexford-. Supongo que sigue sin saberlo.

– Mi cuñado, si no le importa -corrigió la señora Crown-. Ese viejo diablo no es mi hermano.

– ¡Ah, sí! -exclamó Wexford-. Señora Crown, se está haciendo tarde y no quiero entretenerla mucho, pero me gustaría oír todo lo que tenga que decirme acerca de los movimientos de la señorita Comfrey en el día de ayer.

Ella lo miró fijamente, echando humo por la nariz.

– ¿Qué tiene eso que ver con el maníaco que la apuñaló? La mató por el dinero, ¿no es así? Rhoda era así, siempre llevaba grandes cantidades encima. -Entonces añadió, en un tono horripilante, algo extraído de una vieja canción-: Seguro que no lo hicieron por sexo.

Wexford decidió ignorarlo.

– ¿La vio ayer? -preguntó con tono autoritario.

– Me telefoneó el viernes para decirme que venía. Creyó que me extrañaría ver luces en la puerta de al lado, ya que nunca suele haber nadie allí. Sólo Dios sabe por qué me lo dijo, yo me quedé sorprendida. «Hola, Lilian, ¿sabes quién soy?», desde luego que lo supe, habría reconocido esa voz y ese exagerado acento en cualquier parte. No lo aprendió de sus padres. Pero usted no ha venido aquí para que le cuente todo esto. Llegó en taxi, hacia la una. Iba muy bien vestida, pero tenía el aspecto de una pecadora. La deprimía el tener que venir aquí, nunca ocultó que odiaba el lugar, y su voz era muy diferente que cuando me hablaba por teléfono, tan presuntuosa, ya sabe usted a lo que me refiero. ¿Seguro que no quiere tomar algo? Creo que yo me serviré unas gotitas más.