– Sí, claro. Buenas noches, Michael.
Baker colgó sin más, quizá porque Wexford se había olvidado de agradecerle eternamente la ayuda prestada por la policía de Kenbourne. O tal vez sí había dicho algo, como «ya voy, corazón», palabras que difícilmente habrían ido dirigidas a él.
Dora estaba en la cama, sentada y leyendo el libro de María Antonieta. Se sentó a su lado y se quitó los zapatos.
– Así que todo ha terminado, ¿no?
– Hoy me he comportado muy mal -dijo Wexford entre dientes-. He cogido a esa chica, le he contado una sarta de mentiras y he aceptado las suyas. Únicamente para conseguir su confesión. Es un trabajo horrible. Y debe de estar pensando que ha conseguido lo que quería.
– Querido -dijo Dora suavemente-, ¿sabes que no tengo la menor idea de qué estás hablando?
– Perdona, sólo pensaba en voz alta. Tal vez estar casado consista en hacer esto mientras la pareja escucha.
– Es una de las cosas más bonitas que me has dicho nunca.
Wexford entró en el cuarto de baño y contempló su fea cara en el espejo: las bolsas bajo sus ojos cansados, las arrugas y la barba blanca que le confería un aspecto de viejo.
– Soy un canalla -le dijo a la cara en el espejo-, el mayor canalla del mundo.
En la audiencia del sábado por la mañana, Pauline Flinders fue acusada del asesinato de Rhoda Comfrey, citada a juicio y puesta bajo custodia.
Cuando acabó, Wexford evitó al policía jefe -¿era sábado, no?, su día libre-, dio esquinazo a Burden y disimuló cuando vio al doctor Crocker. Subió al coche y se dirigió a Myringham. Lo que tenía que hacer, que le ocuparía casi todo el día, sólo se podía hacer allí.
Pasó por el puente del Kingsbrook y se dirigió al centro a través del casco viejo. Aparcó en la planta más alta del edificio del aparcamiento -Myringham era absolutamente intransitable porque los sábados acudía gente de todas partes a comprar-, y bajó con el ascensor para entrar en el edificio al otro lado de la calle.
Esta vez en mármol, y con un libro en las manos, Edward Edwards lo miró vagamente. Wexford se detuvo para leer las palabras grabadas en la peana y entró; las puertas de cristal le permitieron el paso automáticamente.
22
Durante años, siglos incluso, antes de que se convirtiera en hotel, el Olive and Dove había sido una posada donde el viajero no encontraría una habitación o una cama, pero en donde podía estar seguro de que conseguiría un reservado. Muchos de estos saloncitos, cubículos de techo bajo forrados con madera de roble, permanecían como entonces, y daban a pasillos que partían del bar y del salón restaurante. Su único defecto consistía en que en la actualidad ya no eran privados, sino que estaban a disposición del primero que llegara. En el más pequeño, en el que había sólo una mesa, dos sillas y un banco de madera, estaba sentado Burden, a las ocho en punto de la tarde del domingo, dispuesto a asistir a la cita que su propio jefe había concertado. Además, él no llevaba chaqueta, hacía demasiado calor.
Entonces, a las ocho y diez, cuando sólo quedaban unos centímetros de bitter en el vaso de Burden, Wexford entró con una jarra de cerveza en cada mano.
– Tiene usted suerte de que lo haya encontrado, escondido así -le dijo-. Este lugar es más apropiado para una cita de enamorados.
– Pensé que preferiría algo de intimidad.
– Quizá tenga razón.
Burden levantó su jarra y exclamó:
– ¡Salud! Así que por fin va a hablar. Quiero que me diga dónde está West, por qué se alojó en ese hotel, quién es, y por qué me mandó el viernes por la tarde a inspeccionar hospitales mentales. Y esto sólo para empezar, también quiero saber por qué le contó a esa chica dos historias absolutamente falsas y dónde estuvo ayer.
– No eran totalmente falsas -replicó Wexford cortésmente-. Había parte de verdad. Sabía que ella había matado a Rhoda Comfrey, porque nadie más pudo hacerlo. Pero también sabía que de haberle dicho toda la verdad habría sido incapaz de responderme, y no sólo no habría obtenido su confesión, sino que muy probablemente habría incurrido en incoherencias, y quizá habría acabado por derrumbarse. Lo que era verdad es que estaba enamorada de Grenville West, que quería casarse con él, que oyó una conversación telefónica y que la tarde del 8 de agosto mató a puñaladas a Rhoda Comfrey. El resto, es decir, el motivo, lo que la llevó al asesinato y los caracteres de los protagonistas, eran en gran medida falsos. Pero ante sus ojos era una versión aceptable, y nunca habría imaginado que me la había inventado. Lo triste para ella es que la verdad tendrá que saberse y, de hecho, ya la he revelado en el informe que escribí para Griswold.
»Ayer me pasé el día en la nueva biblioteca pública de Myringham, en la sala de consultas, leyendo una biografía del Caballero de Éon escrita por Havelock Ellis, y también fragmentos de las vidas de Isabel Eberhardt, James Miranda Barry y Marta Jane Burke. ¿Le dicen algo estos nombres?
– No hay necesidad de fingir -respondió Burden-. No, no me dicen nada.
Wexford no se sentía muy alegre, pero aun en las presentes circunstancias no podía evitar molestar a Burden, que ya parecía irritado y ofendido.
– ¡Oh!, y también Edward Edwards -dijo-. ¿Sabe quién era Edward Edwards? «El padre de las bibliotecas públicas», leí bajo su estatua. Según parece, su intervención fue decisiva para que en 1850 el parlamento dictara un decreto por el cual…
– ¡Por el amor de Dios! -estalló Burden-. ¿No se puede centrar en West? ¿Qué tiene que ver ese Edwards con West?
– No mucho. Está en la entrada en las bibliotecas, mientras que los libros de West están en su interior.
– ¿Dónde está West entonces? ¿O va usted a decirme que aparecerá mañana, cuando lea en los periódicos que una de sus novias ha asesinado a la otra?
– No aparecerá.
– ¿Por qué no? -preguntó Burden lentamente-, ¿Acaso intenta decirme que en el asesinato de Rhoda Comfrey estaban involucradas dos personas? ¿West y la chica?
– No. West está muerto. Nunca volvió al hotel Trieste porque estaba muerto.
– Necesito otro trago -decidió Burden. Cuando iba a salir se giró y dijo cáusticamente-: Supongo que también fue Polly Flinders quien lo mató, ¿no?
– Sí -afirmó Wexford-. Desde luego.
El lugar estaba empezando a llenarse y Burden tardó más de cinco minutos en volver con las cervezas.
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Sabe quién está ahí fuera? Griswold. No me ha visto; bueno, al menos eso creo.
– Entonces será mejor que ésta sea la última cerveza, no quiero correr el riesgo de toparme con él.
Burden volvió a sentarse, con un ojo puesto en la entrada del reservado. Se inclinó sobre la mesa, apoyando los codos en ella.
– Es imposible. ¿Qué pasó con el cuerpo?
Wexford no le respondió directamente.
– ¿Le dice algo la palabra eonismo?
– No más que todos esos nombres que acaba de citar. Pero espere un momento…, un eón significa mucho tiempo, una era. Un eonismo será… déjeme ver,… será alguien que estudia los cambios a través de largos períodos de tiempo.
– No. Al principio yo también pensé eso. Pero no tiene nada que ver con los eonistas a los que yo me refiero. Fue Havelock Ellis quien acuñó la palabra, en un libro publicado en 1928 titulado Estudios de psicología sexual, eonismo y otros estudios. Tomó el nombre del Caballero de Éon, Charles Éon de Beaumont, que murió en este país a principios del siglo xvii… -Wexford hizo una pausa y continuó-: Haciéndose pasar por una mujer durante treinta y tres años. Rhoda Comfrey se hizo pasar por hombre durante veinte años. Cuando le he dicho que Pauline Flinders asesinó a Grenville West, lo que he querido decir es que lo mató en el cuerpo de Rhoda Comfrey. Rhoda Comfrey y Grenville West eran la misma persona.