Выбрать главу

– Piénselo -dijo Wexford-. ¿Salir de Elm Green con maquillaje, tacones altos y vestida de mujer?

– Podía utilizar los lavabos públicos… -Burden se detuvo ante el monumental planchazo que acababa de cometer, pero ya era tarde, Griswold lanzó una sonora carcajada.

– ¿Cómo habría hecho para entrar en el lavabo de hombres y salir por el de mujeres, Mike?

Wexford no tenía ganas de reír. Nunca le había divertido la idea de jugar con el sexo, y los detalles humorísticos de este peculiar caso de travestismo habían sido contrarrestados por sus consecuencias.

– Solía utilizar hoteles para cambiarse -dijo fríamente-. Y que estuvieran distantes de su barrio. Pero en esta ocasión estábamos en plena temporada turística y había dejado para demasiado tarde la reserva de una habitación. Ese sábado debió de llamar a numerosos hoteles sin éxito. El único que encontró fue el Trieste, que había utilizado ya en una ocasión, cuando visitó al doctor Lomond. Puede usted imaginarse, Mike, cómo salió del hotel aquel día. Cruzó Montfort Circus, subió por Montfort Hill y escogió la dirección que daría a partir del nombre de una calle y de un anuncio.

– O sea que volvió al Trieste, con el coche preparado para las vacaciones en Francia y después de hacerle creer a Vivian que se iba directamente. Dejó el coche en el parking del hotel, con el pasaporte y dinero francés en el maletero cerrado con llave. Se llevó consigo las llaves del coche y su nueva cartera, que pasaron a su bolso cuando al día siguiente dejó el hotel como Rhoda Comfrey.

– Eso era tan malo como salir de Elm Creen. Imagínese que la hubieran visto.

– ¿Quién? ¿Un empleado del hotel? Podría haberle dicho que había ido a ver a su amigo, el señor West. Habría resultado muy fácil mezclarse entre los demás huéspedes, o esconderse en los servicios, en el caso de que Hetherington apareciera. Nadie habría sospechado que aquella respetable dama escondía propósitos inmorales.

– Actualmente los hoteles no se fijan demasiado en estas cosas -dijo despreocupadamente el policía jefe. Olvidando, tal vez, que había sido él quien le había dicho a Wexford que fuera directamente a los hechos, añadió-: Este pasaporte, sin embargo… Hay algo en él que todavía no entiendo. Comprendo que ella necesitara una identidad y un nombre masculinos, pero ¿por qué ese precisamente? Podía haberse cambiado el nombre legalmente, o quedarse con el de Comfrey y utilizar uno de esos nombres de pila que sirven para cualquiera de los dos sexos. Leslie, por ejemplo, o Cecil.

– Los procesos legales siempre implican algo de publicidad, señor. Pero no creo que ésa fuera la única razón. Ella necesitaba un pasaporte. Desde luego, podía haber utilizado un nombre ambivalente, como los que acaba de citar. Y junto con su partida de nacimiento y el documento que certificaba el cambio de nombre, podía haber acudido a la oficina de pasaportes con una fotografía en la que no quedara claro si era hombre o mujer.

– Exactamente -corroboró Griswold-. En el pasaporte británico no se requiere la dirección del titular, ni su estado civil -y acabó triunfalmente-, ni su sexo.

– No, señor -dijo Wexford-. Si es un pasaporte compartido, del titular y su hijo, por ejemplo, se debe constatar el sexo del niño, pero no el del titular. Sin embargo, tanto en la cubierta como en la primera página aparece el tratamiento del titular. No le habría servido de mucho poner un nombre y una fotografía de hombre para que lo describieran luego como «Señorita Cecil Comfrey», ¿no?

– Es usted muy agudo, Reg -observó el policía jefe.

– Gracias -dijo Wexford lacónicamente. Y recordó que no hacía mucho esa misma voz lo había llamado tonto-. En vez de esto decidió adueñarse de la partida de nacimiento de un hombre que nunca necesitaría un pasaporte porque jamás, bajo ninguna circunstancia imaginable, sería capaz de salir del país. Asumió la identidad de su tullido y retrasado primo, y a cambio, tal como descubrí ayer, le dejó todas las posesiones que tuviera en el momento de su muerte, junto con los derechos de sus obras mientras devengasen derechos de autor.

– No le servirán de mucho al pobre John West -dijo Burden-. ¿Qué pasó cuando Polly se encontró a Rhoda aquel lunes por la tarde?

Sin importarle demasiado la reacción de sus interlocutores, Wexford dijo:

– Al principio de Monos en el infierno se citan tres líneas de la obra teatral de Beaumont y Fletcher:

Son aquellos que tienen el poder de herirnos a quienes más queremos;

reposamos en sus brazos nuestras vidas durmientes.

»Rhoda escribió este libro mucho antes de conocer a Polly. Me pregunto si pensó alguna vez lo que significaban en realidad esas palabras, o si volvió a recordarlas. Posiblemente lo hiciera. Posiblemente entendió que Polly había guardado aquella vida durmiente entre sus brazos, pero que tendría que acabar repudiando a la chica, pues ella nunca debía saber la verdad. Porque los eonistas, como Ellis dice, son «educados, sensibles, refinados y reservados».

»Ese lunes por la tarde Polly llegó a las verjas del hospital de Stowerton preparada para ver algo que la entristecería. Esperaba encontrar a West acompañado de otra mujer, o en cambio verla. Al principio no lo vio. Se puso en la cola del autobús, mirando a una mujer de mediana edad que estaba hablando con otra más vieja. ¿Cuándo se dio cuenta? No lo sé. Es probable que en un principio tomara a Rhoda por alguna familiar de West, tal vez incluso una hermana suya. Pero una de las cosas que no se pueden esconder es la manera de andar. Rhoda tampoco intentó nunca disimular su voz. Polly subió al autobús, al piso de arriba, creyendo que algo increíble estaba sucediendo. Pero siguió a Rhoda y se encontraron en ese sendero.

»Lo que vio cuando se miraron cara a cara debió de bastar para que perdiera momentáneamente la razón. Recuerde que ella había ido dispuesta a sufrir, pero no estaba preparada para eso. Seguro que el susto de Marie Cole no fue nada comparado con el que debió de darse ella. Vio a un travestido, en el auténtico sentido de la palabra. Y presa del asco y la repugnancia, la apuñaló hasta matarla.

Griswold parecía incómodo.

– Es una lástima que no lo considerara como lo que era: una liberación para ella.

– Creo que debió de considerarlo como el fin del mundo -replicó Wexford sombríamente-. Creo que después pensó que cualquier cosa sería preferible antes que se supiera que había estado enamorada de un hombre que no tenía nada de tal. Y por este motivo aceptó la historia que yo le conté.

– ¡Salud, Reg! -exclamó el policía jefe-. Estamos acostumbrados a que rompa usted las reglas. Siempre lo hace. -Se rió-. El fin justifica los medios -añadió, como si este aforismo hubiera sido aceptado como una verdad absoluta desde el principio de los tiempos, y nunca hubiese sido motivo de controversia-. Bebamos algo más antes de que cierren.

– Beban ustedes, yo tengo que irme -dijo Wexford-. Buenas noches.

Y se adentró en la oscuridad para ir a su casa, dejando a su superior planeando futuras represalias y a su subordinado en un estado mezcla de irritación y afecto.

Ruth Rendell

***