Se sirvió bastante más que unas gotitas de ginebra; acto seguido se sentó en un brazo del sofá, comenzó a mecer las piernas. Las pantorrillas estaban deformadas por las varices, pero todavía conservaba el empeine y el pie acostumbrados al baile de quien ha tenido una juventud desenfrenada.
– Nunca venía aquí antes de las seis y cuarto. «¿Quieres venir conmigo, Lilian?», me dijo, sabiendo que no lo haría. Le expliqué que tenía que verme con un caballero, lo cual era la pura verdad, pero eso no pareció gustarle, siempre ha sido una celosa. «¿Cuándo volverás?» -me preguntó-, «Me gustaría verte para decirte cómo se encuentra.» «De acuerdo» respondí yo, haciendo lo posible por mostrarme agradable, aunque la verdad es que después de que mi pobre hermana se marchara no le dediqué demasiada atención. «Llegaré hacia las diez», le dije, pero ella ya no regresó y las luces no se encendieron. Pensé que había vuelto directamente a Londres, no sospeché nada malo.
Wexford afirmó con la cabeza.
– Lo más probable es que tenga que volver a verla, señora Crown. ¿Le importaría darme la dirección de la señorita Comfrey en Londres?
– No la tengo.
– ¿Quiere decir que no la conoce?
– Así es. Mire, yo vivo en la puerta contigua a la de ese viejo diablo, cierto, pero sólo por conveniencia. Vine aquí por mi hermana y cuando ella se fue yo me quedé. Pero eso no significa que estuviéramos muy unidos; la verdad es que no nos hablábamos. Y en lo que se refiere a Rhoda… bien, yo nunca hablo mal de los muertos. Era la hija de mi hermana, pero nunca congeniamos. Se fue de casa hará unos veinte años, y desde entonces no la vi más de una docena de veces. No me llamó para darme su dirección o su número de teléfono, y estoy segura de que nunca se los habría pedido. Mire, si la tuviera se la daría, ¿por qué no?, no tendría motivos para no hacerlo.
– ¿Sabe por lo menos a qué se dedicaba?
– Estaba metida en negocios -respondió Lilian Crown-. Tenía el suyo propio. -Su cara adoptó una expresión amarga-, A Rhoda le encantaba el dinero, siempre fue así, y a él le dedicó todo su tiempo. Pero ni un solo centavo fue a parar a mí o a él… Es un viejo diablo, pero era su padre, ¿no?
Y eso que había dicho que no hablaba mal de los muertos…
Wexford regresó a casa haciéndose un retrato mental de Rhoda Comfrey. Una mujer de mediana edad, con dinero, éxito y empresa propia; una mujer que había renegado de su ciudad natal porque le traía recuerdos dolorosos; a quien le gustaba la intimidad y que guardó, durante todo el tiempo que pudo, la dirección en que vivía; inteligente, cínica y dura, indiferente a la opinión de quienes la rodeaban y que dedicaba mínimos cuidados a su padre. Pero aun así era muy pronto para esta clase de especulaciones. Por la mañana conseguirían una autorización legal para registrar la casa del señor Comfrey, y podrían averiguar la dirección de la fallecida y en qué trabajaba. De esta forma, la vida de Rhoda Comfrey quedaría desvelada. Wexford tenía el presentimiento, una de esas intuiciones que tanto desagradaban al policía jefe, de que el móvil del asesinato estaba en la vida que llevaba en Londres.
La comisaría de Kingsmarkham había sido construida hacía quince años, y los conservadores habitantes de la ciudad se habían escandalizado ante la apariencia de esa enorme caja blanca de tejado plano y anchas ventanas. Pero tras una década y media los árboles habían crecido de tal forma que la severidad de aquellas formas había quedado suavizada por las de los abedules y codesos. La oficina de Wexford estaba en el segundo piso: paredes amarillentas con mapas clavados, un decorativo calendario con vistas de Sussex, una alfombra nueva de color azul y una mesa de palisandro de su propiedad. La gran ventana le proporcionaba una amplia vista de High Street, de los desordenados tejados y de los prados verdes en la distancia. En esta mañana del miércoles 10 de agosto la ventana estaba totalmente abierta y el aire acondicionado permanecía apagado. Otro día encantador, exactamente como la noche anterior prometieran la claridad del cielo, las estrellas y la brillante luna.
Desde que había pasado fugazmente por el despacho para volver al hospital de Stoweton, alguien había depositado sobre su mesa las ropas de Rhoda Comfrey. Wexford arrojó junto a ellas las primeras ediciones de los periódicos vespertinos que acababa de recoger. Las solteronas de mediana edad no parecían ser noticia aunque hubieran sido salvajemente acuchilladas, y ningún periódico había dedicado a este asesinato más de un par de párrafos en las páginas interiores. Se sentó junto a la ventana para refrescarse, ya que la parte delantera del edificio todavía permanecía en la sombra.
James Albert Comfrey. Habían corrido las cortinas de cretona estampadas con flores que colgaban alrededor de su cama. Sus manos, nudosas y arrugadas, se movían como cangrejos a través de la sábana. De vez en cuando alguna enfermera venía y le volvía a cubrir con la manta roja, luego se iba como arrastrándose, con la dura perspectiva de otro día de trabajo. El señor Comfrey respiraba en estertor. En la cara, robusta pero ya algo debilitada, Wexford había visto los rasgos de su hija: la nariz grande, el largo labio superior y la barbilla prominente.
– Ya se lo he dicho -explicó la hermana Lynch-; cuando le di la noticia, no le afectó en absoluto. Tiene una comprensión muy escasa de la realidad.
– Señor Comfrey… -dijo Wexford, acercándose a la cama.
– Estoy segura de lo que le he dicho, ahórrese la saliva.
– Me gustaría echar una ojeada a ese armario.
– No puedo permitirlo -replicó la hermana Lynch.
– Tengo autorización para registrar su casa. -Wexford estaba empezando a perder la paciencia-. ¿Cree que no podría conseguir una para registrar un simple armario?
– ¿Ha pensado usted en mi situación en el caso de que él vuelva en sí?
– ¿Quiere decir que se quejará ante la dirección del hospital? -dijo él, y sin perder más tiempo abrió el cajón inferior del armario. Sólo contenía un par de zapatillas y una bata enrollada. Mientras la ira irlandesa arreciaba a sus espaldas con fuertes resoplidos, sacudió la bata y miró en los bolsillos. Nada. Volvió a enrollarla. ¿Estaba violando la intimidad del anciano? La bata era de felpa roja con el nombre «Hospital de Stowerton» cosido en el dobladillo con letras de algodón blanco. Tal vez James Comfrey ya no poseía nada en el mundo.
Pero no. En el cajón superior del armario había una caja de plástico, y en su interior un par de dentaduras postizas y unas gafas. Era imposible imaginar a ese hombre con un libro de direcciones; todo lo que había en el cajón era un pañuelo doblado.
De modo que a Wexford no le quedó más remedio que marcharse, frustrado y lleno de dudas. Pero estaba seguro de que esa casa le daría la ansiada dirección, y de no ser así, las noticias de los periódicos, por muy exiguas que fueran, citarían a los amigos y conocidos que la víctima tenía en Londres, jefes o empleados que ya debían de estar echándola de menos.
Dirigió su atención a las ropas. Iba a ser un día dedicado a fisgar en las propiedades ajenas: ¡tantos armarios que registrar, tantas habitaciones que examinar! El vestido y la chaqueta de Rhoda Comfrey, así como los zapatos y la ropa interior, eran de lo más normal; prendas ni caras ni baratas, típicas de la mujer que había conservado el gusto por los colores brillantes y los adornos recargados. Los zapatos habían sido deformados por los pies, que se habían hinchado con el tiempo. Ni la ropa ni la combinación desprendían olor a perfume alguno. Examinó las marcas, pero lo único que éstas le dijeron fue que los zapatos procedían de unos grandes almacenes muy conocidos desde hacía un cuarto de siglo, y que las ropas podían haber sido adquiridas en cualquier tienda de Oxford Street o Knightsbridge. En ese momento alguien llamó a la puerta.