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Nicky Parker abrió la puerta de Bella Vista, y su madre la cerró tras él. El niño necesitaba que le prestasen atención y Wexford pasó a su lado con el aire de seguridad e indiferencia típico de los médicos. Bueno, ¿por qué no? ¿No eran ellos los miembros más respetados de una sociedad? Otro crío lloraba en alguna parte de la casa, Stella Parker parecía muy agobiada.

– ¿Sería posible -empezó a decir Wexford amablemente- tener una conversación con su… con su abuela política?

Ella le contestó que desde luego, y lo condujo a una habitación de la parte trasera de la casa. Sentada en un sillón y pelando los guisantes que llenaban un colador que tenía sobre su regazo, Wexford encontró a una de las personas más viejas que había visto en su vida.

– Nana, éste es el inspector jefe.

– ¿Cómo está, señora…?

– El apellido de Nana es Parker, como el nuestro.

Sin duda la anciana estaba haciendo preparativos para la hora de la comida. En el suelo, junto al sillón, había un cazo de patatas en agua, y al lado de éste otro con las mondas, también en agua. Cuatro manzanas aguardaban su turno, y en otro plato la pasta ya estaba hecha y amasada. Esta era una de las formas en que ella, a su avanzada edad, contribuía a las tareas domésticas. Wexford recordó que Parker había dicho que su abuela era una verdadera maravilla, y ahora comprendía el porqué.

Por un momento no le prestó atención, tal vez haciendo valer los privilegios de la edad. Stella Parker los dejó y cerró la puerta tras de sí. La vieja mujer abrió la última de las vainas y se dirigió al policía como si se conocieran de toda la vida:

– Cuando era niña solían decir que si una encontraba nueve guisantes en una vaina y la ponía en la puerta de la casa, el primer hombre que entrara sería el amor de toda su vida.

Dejó caer los nueve guisantes en el colador y se secó los verdes dedos en el delantal.

– ¿Lo hizo alguna vez? -preguntó Wexford.

– ¿Qué ha dicho? Hable más alto.

– ¿Lo hizo alguna vez?

– Yo no. No lo necesitaba. Estaba prometida con el señor Parker desde que teníamos quince años. Siéntese, joven, es demasiado alto para estar mucho rato de pie.

Wexford se sentía divertido y absurdamente halagado.

– Señora Parker… -empezó a gritar, pero ella lo interrumpió con lo que parecía su tema favorito.

– ¿Cuántos años diría que tengo?

En la vida de toda mujer sólo hay dos épocas en que les gusta que las tomen por mayores de lo que en realidad son: antes de los dieciséis y después de los noventa. En ambos casos la confusión implica un halago. Pero quería ser prudente y no supo qué decir.

Ella no esperó la respuesta.

– Noventa y dos -dijo-. Y todavía pelo guisantes, me hago la cama y arreglo mi cuarto. Y cuidé de Brian y Nicky cuando Stell tuvo a Katrina. Claro que entonces sólo tenía ochenta y nueve. He traído once hijos al mundo, y los he criado a todos; seis de ellos ya se han ido. -Sus ojos azules estaban rodeados de arrugas, pero todavía eran los de una niña-, -No es bueno ver morir a los hijos de una.

Su cara tenía el blanco de los huesos, y su piel estaba apergaminada.

– El padre de Brian era el pequeño de la familia; en noviembre hará dos años que murió. Sólo tenía cincuenta años. Pero Brian y Stell siempre han sido encantadores conmigo. Son una maravilla, los dos. -Su mente, que navegaba por el pasado y por los orígenes de su familia, volvió a la realidad, a ese desconocido que acababa de venir-. ¿Pero qué quería usted? Stell dijo que era policía. -Se echó hacia atrás, puso el colador en el suelo y cruzó las manos-. Rhoda Comfrey, ¿no es así?

– ¿Se lo dijo su nieto?

– Por supuesto, antes que a usted. -Se sentía orgullosa de merecer la confianza de los jóvenes. Sonrió, aunque brevemente-. Fue malévolamente asesinada -dijo pomposamente.

– Sí, señora Parker. Usted la conocía bien, ¿no?

– Como a mis propios hijos. Solía visitarme cada vez que venía a la ciudad. Estaba mejor conmigo que con su padre.

Por fin, pensó el policía.

– ¿Podría decirme entonces cuál era su dirección en Londres?

– Más alto, por favor.

– ¡Su dirección en Londres!

– No lo sé. ¿Para qué querría saberlo? Hace diez años que no escribo una carta, y sólo he estado dos veces en Londres.

Había perdido el tiempo yendo allí y eso era algo que el inspector jefe no podía permitirse.

– Sin embargo, puedo decírselo todo sobre ella – siguió la señora Parker-. Todo lo que quiera saber. Y también de su familia. Nadie le podrá contar tanto como yo, ha dado usted con la persona apropiada.

– Señora Parker, no creo que…

¿Le interesaba? ¿Era realmente importante? Lo que quería averiguar era la dirección de la víctima, no su biografía, especialmente si ésta era contada entre divagaciones y digresiones. ¿Pero cómo cortar sin ofender a una mujer de noventa y dos años, cuya sordera hacía imposible cualquier interrupción? Tendría que seguir escuchando, esperaba que no por mucho rato. Sin embargo, ella no había hecho más que empezar.

– Ellos venían cuando Rhoda era sólo una chiquilla. Solía jugar con los dos pequeños. Agnes Comfrey estaba muy débil, casi no podía tenerse en pie, y el señor Comfrey era un auténtico ogro. No estoy diciendo que las maltratase, a ella o a Rhoda, pero siempre les mandaba como si llevara una barra de hierro. ¿Ha visto ya a la señora Crown? -preguntó súbitamente.

– Sí -respondió Wexford-. Pero…

«¡Oh, no! -pensó-, que no se meta con la tía, que no siga por ese camino.» Ella no lo había oído.

– Ya se la encontrará, es el escándalo de todo el vecindario. Solía venir a visitar a su hermana cuando su primer marido aún vivía. Antes de la guerra, eso es, y ya en aquel entonces era pájaro de noche, aunque no se dio a la bebida hasta que a él lo mataron en Dunkerque. Tres meses más tarde tuvo un hijo; concedámosle el beneficio de la duda y aceptemos que era de él, pero nació mongólico el pobrecillo. Lo llamaron John. Los dos vinieron a vivir aquí, con los Comfrey. Agnes solía venir a mí en un estado de gran preocupación por lo que Lilian hacía, e intentaba mantenerlo en secreto, y James Comfrey siempre la amenazaba con echarla.

»Bien, el resultado de todo esto es que en el momento oportuno ella conoció a ese tal Crown, y después de casarse se instalaron en la casa de al lado debido a que había permanecido vacía toda la guerra. ¿Y sabe lo que hizo entonces?

Wexford sacudió la cabeza y miró fijamente la pirámide de guisantes, que estaba empezando a tener un cierto poder hipnótico sobre él.

– Se lo contaré: ingresó al pequeño John en una especie de asilo. ¿Ha oído alguna vez de una madre que se haya comportado de esa forma? Él era muy cariñoso, como suelen serlo los mongólicos, y adoraba a Rhoda, pero ella se lo quitó de encima sin la menor vergüenza.

– ¿Cuántos años tenía ella entonces? -preguntó Wexford por decir algo. Esto fue un error, porque en realidad no le interesaba y tuvo que volver a gritar dos veces antes de que ella le entendiera.

– Tenía doce años cuando él nació, y dieciséis cuando Lilian se lo llevó. Estudiaba en la escuela del condado, y el señor Comfrey quería sacarla de allí cuando cumpliera los catorce años, tal como solía hacerse en aquellos días. La propia directora, creo que se llamaba Fowler, fue personalmente a su casa para pedirle que dejara que Rhoda continuara los estudios, ya que era muy inteligente. Bien, él la dejó seguir un tiempo, pero no pensaba permitir que continuara sus estudios. Dejó de asistir a clase a los dieciséis años porque él quería que trabajara, el muy tacaño.