Wexford tenía calor, y las palabras estaban empezando a resbalarle, sólo tenía un oído abierto. El clásico cuento del padre de clase media que aprecia más el dinero contante y sonante que el futuro de sus hijos.
– …Encontró trabajo en un taller, quería mejorar, y se encerraba en aquella habitación y aprendía francés sin nadie que la ayudara… también asistió a clases de mecanografía…
¿Cómo diablos iba a hacerse con esa dirección? ¿Siguiendo el rastro a partir de sus ropas, de esos viejos zapatos? Ni idea. Pero aquella voz aguda seguía cacareando.
– …No tenía nada con qué distraerse, nunca salió con ningún chico, Lilian siempre le decía: «¿Cuándo te conseguirás novio, Rhoda?» Quería ser secretaria… y solía vestirse con los mismos colores chillones que Lilian, llevaba tacones altos e iba muy pintarrajeada. De esta forma conseguía cambiar su aspecto por completo. Agnes contrajo un cáncer, no la vio un médico hasta que ya fue demasiado tarde; la operaron, pero no había nada que hacer. Murió y la pobre Rhoda se quedó con el viejo.
Bien, él no pensaba permitir que publicasen fotos de la muerta, nunca lo había hecho y nunca lo haría. ¡Si la señora Parker terminara de una vez! ¡Si no le quedaran todavía veinte años que contar!
– …Y se habría quedado, estoy convencida; era como una esclava para él, se habría quedado de no haber conseguido todo ese dinero… estaba atada a él de pies y manos…
– ¿Qué ha dicho?
– Soy yo la que está sorda, joven -protestó la señora Parker.
– Lo sé, lo siento. Pero, ¿qué ha dicho acerca de que heredó mucho dinero?
– Haga usted el favor de escuchar, no se distraiga cuando le hablo. Ella no heredó ningún dinero, sino que lo ganó en uno de esos juegos… ¿cómo se llama?
– ¿Quinielas?
– Eso mismo. El viejo James Comfrey creyó que a partir de entonces viviría a cuerpo de rey. «Pon fin han llegado las vacas gordas», le dijo a mi hijo mayor. Pero en eso se equivocaba totalmente; Rhoda se emancipó y no contó con él a la hora de comprarse la casa, el coche y todo lo demás…
– ¿Era una gran cantidad?
– ¿Cuál? ¿La que ganó? Miles y miles de libras. Nunca me lo dijo, y la verdad es que yo tampoco se lo pregunté. Vino a verme una tarde, entonces yo vivía más arriba, en esta misma calle, y me enseñó un gran paquete. Tenía treinta años, de esto ya hace veinte. Su cumpleaños coincidía con el mío, el 5 de agosto, pero nos separaban cuarenta y dos años. «Me voy a Londres, tía Vi», me dijo. «A hacer una fortuna.» Me dio la dirección de un hotel y me pidió que le mandara allá todos sus libros. Es como una broma pesada: James Comfrey quemó la mayor parte de ellos en su jardín. La recuerdo como si hubiera sido ayer mismo, con aquellos tacones altos que no la dejaban caminar con soltura y un vestido de flecos, con collares rodeando su cuello, y las uñas que parecía que hubiera metido los dedos en un pote de pintura, y…
– No la vio ayer, ¿verdad? -la interrumpió Wexford, gritando-. Anteayer, quiero decir.
– No, no sabía que estuviera aquí. Habría venido a verme, de no ser por ese malvado…
– ¿Qué hacía ella en Londres, señora Parker?
– Era reportera, trabajaba para un periódico. Eso era lo que le gustaba. Era la secretaria del editor del Gazette y también escribía artículos en él. Se lo he dicho antes, pero usted no me escuchaba.
– Pero la señora Crown me dijo que estaba metida en negocios -dijo Wexford, confundido.
– Todo lo que le puedo decir es que si le cree a ella ya lo puede creer todo. Rhoda quería ser periodista y todo le iba muy bien, tenía una bonita casa, me dijo alguna vez, y con el dinero que había ganado y su sueldo…
– ¿Qué periódico? ¿Sabe usted cuál era? ¿Dónde estaba esa casa suya? -volvió a gritar Wexford.
La señora Parker se incorporó con la dignidad de una duquesa.
– Espero que nunca sea usted sordo, joven -dijo con frialdad-. Pero si lo fuera tal vez podría comprenderme. La mitad de las cosas que le digo le resbalan, y no puede dejar de interrumpir para hacer preguntas. Pensarán que se está volviendo chalado. Rhoda solía decirme que había escrito esto y aquello, que había visitado tal o cual sitio, comprado cosas para su casa… hasta lo simpáticos que eran sus amigos. Me gustaba oírla hablar, me gustaba que fuera agradable con una anciana como yo, pero estoy segura de que la mitad de las cosas que decía no eran ciertas.
Derrotado, abatido, apaleado y aturdido, Wexford se levantó.
– Debo irme, señora Parker.
– No le pediré que se quede -dijo ella cáusticamente y sin señal de cansancio-. Me ha fatigado, bramándome todo el tiempo como un toro salvaje. -Le dio el colador y las patatas-. Haga algo útil y déle esto a Stell. Y dígale que me traiga un plato para poner la tarta.
5
¿Había sido periodista?
En la conferencia de prensa que Wexford dio por la tarde le hizo esta pregunta a Harry Wild, del Kingsmarkham. Courrier, y al otro reportero, el único que los periódicos nacionales se habían molestado en enviar. Ninguno de los dos había sabido de ella, aunque Harry recordaba vagamente a una chica de facciones marcadas llamada Comfrey, que veinte años antes había sido la secretaria del editor del desaparecido Gazette.
– Y ahora -dijo Wexford a Burden-, dejaremos por un momento el trabajo para regalarnos un merecido trago. Mire si puede encontrar a Crocker. Estará por ahí, muriéndose por comentar con alguien el informe médico.
Encontraron al doctor y fueron al Olive and Dove, sentándose en una mesita del pequeño jardín. Había sido un verano raro para tratarse de Inglaterra, del tipo que los extranjeros creían que nunca hacía, pero los ingleses de mediana edad podían asegurar con toda certeza que recordaban dos o tres parecidos en su vida. Meses enteros de buen tiempo habían hecho que los geranios crecieran grandes y coloridos como en un invernadero. Ninguno de los tres hombres llevaba chaqueta, pero el médico lucía una camiseta de manga corta muy juvenil, que utilizaba para hacer sus visitas y hechizar a sus pacientes femeninos.
Wexford bebía vino blanco seco, tan frío como era capaz de ofrecerlo el Olive, es decir, tan caliente como la misma sangre. La cerveza la dejaba para cuando Crocker, severo a la hora de aconsejar, no estuviera cerca. Ya hacía tiempo que el inspector jefe había sufrido una ligera trombosis, y cualquier exceso, como el doctor nunca se cansaba de decirle, podía producirle otra.
Comenzó felicitando a su amigo por el acertado cálculo a ojo del momento de la muerte. El patólogo que dirigía la autopsia la había establecido entre las siete y las nueve y media.
– La hora más probable son las ocho y media, de camino a casa desde la parada del autobús. -Dio un sorbo al caliente vino-. Era una mujer fuerte… hasta que alguien con un cuchillo la atacó. Una puñalada le perforó un pulmón y la otra le seccionó el ventrículo izquierdo. No tenía señales de enfermedad, ni de nada anormal. Excepto una cosa, que supongo que hoy en día puede considerarse anormal.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Crocker.
– Era virgen.
Burden, el puritano, levantó la cabeza.
– ¡Por Dios! Era soltera, ¿no? ¡A qué punto hemos llegado si consideramos que una situación perfectamente normal en una mujer soltera es considerada como anormal!
– Supongo que tiene usted razón, Mike -dijo Wexford bostezando-, pero desearía que no fuera así. Estoy de acuerdo en que hace cien años, cincuenta, incluso veinte, esa cosa no sería inusual en una mujer de cincuenta años, pero ahora sí lo es.
– Hasta en una mujer de quince, si quieren mi opinión -intervino el doctor.
– Mírelo de este modo. Sólo tenía treinta años cuando se fue de casa, en los albores de una sociedad más permisiva. Tenía dinero y probablemente vivía sola. De acuerdo, nunca fue muy atractiva, pero tampoco era repulsiva, ni deforme. ¿No le resulta muy extraño que durante esos primeros diez años, por lo menos, no tuviera ninguna aventura amorosa, aunque sólo fuera por tener esa experiencia?