– Frígida -sentenció Crocker-. Hoy por hoy parece que a todo el mundo le guste saltar de cama en cama, pero se sorprenderían de saber la cantidad de gente a la que el sexo parece no interesarle, especialmente a las mujeres. Algunas de ellas pretenden aparentar lo contrario, lo disimulan muy bien, pero en muchas ocasiones preferirían pasar la noche mirando la televisión.
– Así que el viejo Acton tenía razón ¿no? «Una mujer púdica raramente desea satisfacción sexual para sí misma. Se somete al marido sólo para ser agradable con él, y por el deseo de maternidad llegaría a renunciar a sus atenciones.»
Burden vació su vaso e hizo una mueca parecida a la del que acaba de ingerir una medicina repugnante. Había sido policía durante más tiempo que el que permaneció Rhoda libre de las ataduras de su padre; había conocido los aspectos más sórdidos de la naturaleza humana y aun así su actitud en lo referente a la cuestión sexual no había cambiado en absoluto. Era de esas personas cuyos sentimientos hacia el sexo son ambivalentes: para él, era sagrado y sucio a la vez. Nunca había leído ese curioso manual Victoriano del doctor Acton, Funciones y desórdenes de los órganos reproductivos – machista, puritano, represivo y biológicamente inexacto-, que había sido escrito para personas como él. Ahora, cuando el doctor y Wexford -que por alguna razón que no alcanzaba a comprender parecían conocer bien la obra- lo recordaban entre risas y miradas de complicidad, él los interrumpió bruscamente:
– En mi opinión, esto no tiene nada que ver con el asesinato de Rhoda Comfrey.
– Probablemente no, Mike. Parece un detalle insignificante, si tenemos en cuenta que no sabemos ni dónde ni cómo vivía, ni tan siquiera quiénes eran sus amigos. Pero espero que para mañana todo esto esté resuelto.
– ¿Qué se supone que tiene que pasar mañana?
– Creo que este insulso y trivial asesinato dejará de figurar en las páginas interiores para convertirse en noticia de primera plana. He sido muy sincero con los periodistas, especialmente con Harry Wild, que va a publicar un largo artículo sobre el tema. Creo que les he dado la carnaza que suelen buscar, y también esa fotografía, para lo que pueda servir. Me sorprendería mucho si mañana por la mañana no viéramos titulares como: «La mujer asesinada llevaba una doble vida», o «¿Cuál era el secreto de la mujer apuñalada?
– ¿Quiere usted decir que algún vecino suyo, o el chico que le dejaba la leche cada mañana la verá y nos lo hará saber? -preguntó Burden.
Wexford afirmó con la cabeza.
– Algo así. Les he dado a los de la prensa un número de teléfono para que cualquiera que tenga información nos llame. Mire usted, ese vecino o repartidor puede haber leído la noticia del asesinato esta mañana sin sospechar que todavía ignoramos la dirección de la víctima.
El médico fue por bebidas frescas.
– Nos llamará toda clase de chalados -dijo Burden-. Todos los maridos cuyas esposas se fugaron en 1956, todos los paranoicos y parlanchines.
– Eso es inevitable. Tenemos que separar la oveja de las cabras. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones.
Los periódicos le dieron la razón. Como siempre, se excedieron con los titulares, más estrafalarios aún que los que él había predicho. Si la fotografía publicada con fines de reconocimiento resultaba de lo más normal, estaba claro que el texto motivaría a la gente. Todo el pasado de Rhoda Comfrey estaba allí: las circunstancias de su vida en Kingsmarkham, su relación con el viejo Gazette, los detalles de la enfermedad de su padre. Después de todo, las visitas a las señoras Parker y Crown no habían sido inútiles.
Hacia las nueve comenzó a sonar el teléfono.
El teléfono personal de Wexford había estado sonando toda la noche, pero siempre se trataba de periodistas pidiendo más información y asegurándole que Rhoda Comfrey nunca había trabajado para ellos. Parecía ser una absoluta desconocida en Fleet Street. [1]
Wexford llegó a la comisaría temprano, mandó a Loring a ocuparse de los periódicos de Londres, mientras él esperaba en la línea reservada. Por ella le pasaban todas las llamadas que parecieran confiables.
Por supuesto, Burden había tenido razón: todos los chalados estaban llamando. Un espiritista cuya hermana había muerto hacía quince años y que aseguraba que Rhoda Comfrey era su reencarnación; un niño cuya madre lo había abandonado cuando tenía doce años; un marido recién salido de un centro psiquiátrico, cuya mujer desaparecida lo había llamado por teléfono para deshacerse en disculpas; un vidente que se ofrecía para adivinar la dirección de la muerta a partir del aura desprendida por sus ropas. Ninguna de estas llamadas llegó al despacho de Wexford, pero tuvo noticia de ellas. Atendió personalmente la llamada de George Rowlands, anterior editor del Gazette, quien sólo le dijo que Rhoda había sido una buena secretaria con ciertas dotes de novelista. Se hizo cargo de todas las llamadas aparentemente honradas y bien intencionadas, pero transcurrió el día sin nada que justificara su optimismo. Por fin llegó el viernes, y con él los interrogatorios.
La sesión fue levantada rápidamente sin haber dado mucho de sí, a excepción de la reprimenda que un juez de instrucción muy poco comprensivo dio a Brian Parker. «Esto es un tribunal, no una escuela», había dicho, dando a entender que la lentitud en los resultados de la autopsia se había debido a que Parker había tocado las ropas de Rhoda Comfrey. Las llamadas telefónicas continuaron de forma esporádica durante todo el sábado, pero en ninguna los interlocutores decían conocer a Rhoda Comfrey, vivir en la puerta contigua a la suya o haber trabajado con ella. No llamó ningún director de banco que afirmara tener una cuenta abierta a su nombre, ni un casero que la reconociese como inquilina suya.
– Esto es ridículo -exclamó Wexford-. ¿Tendremos que creer que vivía en una tienda de campaña en medio de Hyde Park?
– Debió de usar una identidad falsa -explicó Burden, de pie junto a la ventana. En ese momento vio que el autobús de Stowerton llegaba a la parada, dejaba a una mujer no muy diferente a Rhoda Comfrey y reanudaba su trayecto hacia Forest Road-. Creí que los periódicos se estaban comportando con su típico histerismo cuando publicaron todas esas cosas acerca de su vida secreta. -Miró a Wexford levantando las cejas-. Pensé que usted estaba haciendo lo mismo.
– Supongo que quiere decir que mi actitud era típicamente histérica. Muchas gracias.
– Melodramática -lo corrigió Burden, como tratando de suavizar el reproche-. Pero no lo era. ¿Por qué se comportaría así esa mujer?
– Por alguna razón típicamente melodramática. Porque no quería que la gente que la conocía supiera a qué se dedicaba. Espionaje, tráfico de drogas, mafia, prostitución… acabará siendo una cosa de estas.
– Escuche, no he querido decir que usted suela exagerar. He admitido que estaba equivocado, ¿no? De hecho, la idea de la prostitución ya se me ocurrió, lo que pasa es que ya era un poco mayor para eso; y tampoco era gran cosa y…, bien…
– ¿Bien qué? Era la única prostituta virgen de Londres, ¿no? Una nueva moda, Mike, esto sí que es una buena idea; un cambio refrescante en estos tiempos disolutos. En un momento se me ocurren todo tipo de fascinantes posibilidades, pero no las digo porque herirían sus castos oídos. ¿Por qué no somos un poco más realistas?
– Siempre lo soy -afirmó Burden con pesimismo. Se sentó y apoyó los codos en el escritorio de Wexford-. Está muerta desde el lunes por la noche, hoy es domingo y ni siquiera hemos averiguado su dirección. Es para desesperarse.