– Deja de hablar y métete en el ascensor -susurró él.
Emma dudó un instante y miró a la secretaria. Sabía que no era buena idea discutir en público, pero estaba furiosa.
– A lo mejor era una buena oferta -dijo después de que entraran y se cerraran las puertas del ascensor-. A lo mejor era una oferta fantástica.
– ¿Crees que Clive Murdoch se ha hecho rico comprando hoteles a un precio por encima del mercado? Yo creo que sólo quiere aprovecharse de tu inexperiencia.
– Bueno, no es el único, ¿verdad? -repuso ella.
– Yo no estoy aprovechándome de ti, Emma -dijo él, apretando la mandíbula-. Yo te estoy sacando de la bancarrota.
– Y todo por amor al arte, claro. No creo en tu benevolencia.
– Sabes de qué se trata todo esto desde el principio. Se abrió el ascensor.
– ¿Cómo puedo saber que no te estás aprovechando de mi inexperiencia? -insistió ella-. Por otro lado, me has insultado. Llevo toda mi vida trabajando en este negocio y lo he hecho todo. Desde atender el bar a participar en la renovación de hoteles.
– ¿Esas son tus referencias? ¿Haber trabajado en el bar?
– Hasta hace poco he ocupado el puesto de vicepresidenta de operaciones. No soy ninguna aprendiz ignorante.
– ¿No? Entonces, ¿cómo es que accediste a reunirte con Murdoch en su propio despacho? -le preguntó él mientras atravesaban el vestíbulo.
Emma no entendió su pregunta.
– Porque tenía que hablar con él.
Salieron del hotel. La temperatura era bastante más alta en la calle.
– Deberías haber conseguido que fuera él a verte.
– ¿En qué hubiera cambiado eso las cosas?
– Es una ventaja táctica -repuso él con una sonrisa-. Es un típico error de novato. Menos mal que estaba allí para rescatarte.
– Ni siquiera dejaste que me hiciera una oferta.
– La oferta era lamentable, Emma. He venido en coche, está al otro lado de la calle.
– Eso no lo sabes.
Alex se detuvo al final de las escaleras y la miró.
– Sabía que tenías una reunión con él y que quería comprar. También sabía cómo hacerle callar. ¿No crees que conozco el valor que tienen los hoteles en el mercado?
– No eres nada modesto, ¿verdad? -le espetó.
Pero se arrepintió al momento, creía que tenía razón.
Ella había albergado la esperanza de que Murdoch le ofreciera una solución a su situación, para que así no tuviera que vender la mitad de la cadena a Alex ni seguir con la farsa de la boda.
Pero Murdoch no buscaba un acuerdo que beneficiara a McKinley. Sólo quería comprar y a buen precio. Pero no iba a admitir que había estado equivocada. Ya tenía bastante ventaja sobre ella como para darle más motivos.
– Como te he dicho antes, hay alguien que quiero que conozcas -le dijo Alex.
– ¿Tu abogado?
– No, no es mi abogado, sino mi ama de llaves.
Alex tenía reputación de hombre frío y cerebral, pero ella se dio cuenta de que el ama de llaves era su debilidad. Intentaba ocultarlo, pero estaba muy claro.
– A veces tiene un poco de mal humor y suele prejuzgar a las personas. Pero ha estado en mi familia desde que nací e intento seguirle la corriente -le advirtió mientras entraban en los jardines de la mansión.
– Porque te aterroriza -adivinó Emma.
Alex tardó algo más de la cuenta en contestar.
– No digas tonterías.
Emma observó los árboles y los bellos jardines. La primera vez que visitó la casa, había estado demasiado concentrada en su reunión con Alex como para fijarse en lo que había a su alrededor.
– ¿Qué le has dicho de mí?
– Que me caso contigo por tus hoteles.
– ¡Dime que no es verdad!
– La verdad es que le dije que estaba intentando sacarte de una mala situación económica. Ella adivinó lo de los hoteles.
– Bueno, al menos no tengo que mentirle.
– No tienes por qué mentir a nadie.
Esa era la tontería más grande que había oído en todo el día.
– Sí, tengo que mentir
– No. Les podemos decir a la gente que nos casamos, que no podíamos ser más felices. Gracias al acuerdo económico creo que los dos estaremos contentos. Y les diremos también que vamos a dirigir juntos la cadena McKinley. Todo eso es verdad.
– ¿Y qué haremos cuando nos pregunten sobre nuestros sentimientos? ¿Contestar con evasivas?
Alex se rió.
– ¡Vaya! -dijo, mirando la mansión de tres plantas-. Tu casa es más grande que algunos de nuestros hoteles.
– Por eso me he comprado un piso en Manhattan.
– ¿Por qué? ¿Te perdías aquí?
El volvió a reír.
– Si me das unas cuantas vueltas aquí con los ojos cerrados, seguro que no vuelves a verme.
– Buen consejo -repuso él, aparcando frente a la escalera de entrada.
Emma hizo una mueca y él se rió. Subieron hasta la puerta.
– Tenemos que hablar de esto -le dijo ella.
– ¿De mi casa?
– De todo. De cómo vamos a conseguir que este matrimonio funcione. ¿Cuánto tiempo tenemos que pasar juntos? ¿Cómo vamos a coordinas nuestros horarios?
– Podemos coordinar nuestros horarios mientras desayunamos.
– ¿A qué hora te levantas?
– Sobre las seis.
Emma asintió.
– Muy bien. Podemos hablar por teléfono mientras desayunamos, sobre las siete.
– ¿Por teléfono?
– ¿Prefieres hacerlo por correo electrónico?
– Prefiero desayunar en la misma mesa.
– ¿De qué estás hablando?
– Del desayuno, Emma. Presta atención. Estamos hablando del desayuno.
– Pero ¿dónde? -exclamó ella, confusa.
– Aquí, por supuesto.
Emma se quedó paralizada.
– ¿Aquí?
– ¿Se te ocurre algún sitio mejor?
– Mi dúplex.
– ¿Quieres que compartamos dormitorio? -preguntó él con una mueca mientras abría la puerta.
– No tenemos por qué vivir juntos.
– Claro que sí, vamos a estar casados.
Pero ella pensaba que sólo sería así sobre papel y que, aunque tuvieran que pasar algún tiempo juntos en la misma residencia, no podía ser allí. Entró en el vestíbulo, era como una catedral.
– La gente normal no vive así, esto es casi un palacio.
– Eso es porque mi tatarabuelo Hamilton era miembro de la realeza británica, el segundo hijo de un conde.
– No me sorprende.
– Era el conde de Kessex, es una pequeña comarca al sur de Escocia. El hermano mayor heredó el titulo y Hamilton se convirtió en comandante de la marina británica. El fue el que compró este terreno y construyó la mansión.
Ella se concentró en los cuadros.
– Era éste -indicó él mientras señalaba a un hombre con uniforme militar.
Tenía una apariencia orgullosa, seria e intensa. Con veinticinco años menos, sin bigote ni uniforme, resultaba bastante parecido a Alex. Emma retrocedió y miró a uno y a otro.
Emma miró todos los retratos que colgaban de las paredes.
– Sí, sí -repuso Alex-. Ya lo sé.
– Ahora entiendo muchas cosas. Supongo que está en tus genes el intentar expandir el imperio familiar.
– ¡Me gusta esta chica! -dijo una mujer tras ellos con acento británico.
La señora era más alta que Emma y llevaba el pelo corto y rubio. Un par de gafas le colgaban del cuello con una cadena.
– No la merece -le dijo a Alex.
– Señora Nash, le presento a mi prometida, Emma McKinley.
Las palabras de Alex consiguieron que se le hiciera un nudo en el estómago. Se sentía culpable.
– ¿Está segura de que quiere hacer esto? -le preguntó la mujer.
– Bastante segura -repuso ella.
Tenía un millón de razones para no casarse con él, y sólo una para hacerlo. Pero era una razón muy importante.
– Deje que la mire bien -dijo la mujer, observándola con detenimiento-. El de Amelia -declaró.
– Emma puede elegir su propio traje de novia. Lo cierto era que no había pensado en nada. Intentaba olvidarse de que iba a haber una boda, con iglesia, flores, banquete y, sobre todo, un beso del novio. Todavía sentía escalofríos recordando el del sábado por la noche.