– ¿De la próxima boda?
– De la próxima cena.
– Tenemos que hablar.
– ¿De esa cena?
– No, de cómo vamos a hacer que esto funcione, dónde vamos a vivir.
– Aquí. Pensé que ya estaba decidido.
– Lo decidiste tú. Yo también tengo que votar.
– Bueno, ¿por qué no hacemos como Philippe y llegamos a un acuerdo? Podemos vivir en la ciudad durante la semana y aquí los fines de semana.
A Emma le pareció razonable.
– Pero, sabes que tenemos que estar juntos, ¿no? -le recordó él-. Al menos al principio.
– Lo sé. Y lo que has sugerido me parece bien.
– Has pensado en la luna de miel?
– La verdad es que no.
– ¿Qué te parece la isla de Kayven?
– ¿Quieres ir al hotel McKinley?
– Claro.
– Pensé que siempre preferías jugar en tu propio terreno.
– Es que vamos a consolidar algún acuerdo financiero durante la luna de miel?
– No tengo nada previsto.
– Entonces puedes quedarte con la ventaja de estar en tu terreno.
– No es nuestro mejor hotel.
Alex se encogió de hombros.
– Me gustaría ver la isla.
– Vale, pero sólo un par de días. Yo me encargo de hacer la reserva. Y me llevaré mi ordenador portátil.
– ¿Tienes miedo de que nos aburramos estando juntos y solos?
No pudo evitar recordar lo que había pasado el viernes.
– Alex, en cuanto a lo del viernes por la noche… No podemos hacerlo de nuevo.
– ¿Quieres apostar?
– ¡Alex!
– Sólo digo que podríamos hacerlo si quisiéramos.
– Sí, pero no queremos.
– ¿Estás segura?
– Sí, lo estoy. Fue una estupidez y una locura.
– Yo creo que fue excitante y gratificante.
Ella no podía estar más de acuerdo, pero eso no quería decir que fuera a dejar que pasara de nuevo.
– Sólo por curiosidad, ¿por qué no quieres que pase de nuevo? -le preguntó él.
– Esto es sólo un acuerdo comercial.
– También es un matrimonio.
Ella negó con la cabeza. Lo que hacían no tenía nada que ver con el matrimonio. Cada uno miraba por sus propios intereses.
– Si mezclamos las cosas, uno de nosotros podría acabar sufriendo. Y me refiero a mí.
La brisa revolvió su melena, y él se acercó para apartarle un mechón de la cara.
– No voy a hacerte daño, Emma.
Pero sabía que estaba mintiendo.
– Sí que lo harás -repuso ella-. No te casas conmigo porque sea la única mujer de Nueva York con la que quieres pasar tiempo. De hecho, hasta cuando tuviste que elegir entre las mujeres McKinley de Nueva York, yo era la última de tu lista.
– No es verdad.
– Alex, no digas que no. Al menos sé honesto. Quieres mis hoteles. Muy bien, los tienes. Y eso quiere decir que también me tienes a mí durante un tiempo.
Estaba enamorándose de él, no podía seguir negándolo. Pero sabía que nunca sería correspondida. Podía tener a cualquier mujer de la ciudad, o incluso a cualquiera del país. Y estaba claro que le gustaban elegantes, glamurosas y sofisticadas. Estaba siendo amable con ella porque muy en su interior era un buen hombre y a veces parecía que incluso le gustaba. Pero no iba a seguir engañándose. No iba a dejar que le rompiera el corazón.
– Pero no intentes convencerme de que es algo más que un acuerdo comercial -añadió ella.
El se quedó callado un minuto, con una expresión indescifrable en el rostro.
– Muy bien. Yo pago la boda. Vivirás en mi casa un tiempo y los dos llevaremos nuestros ordenadores a la luna de miel -repuso antes de volver a entrar en la casa.
Emma estaba contenta. Le había dicho lo que tenía que decirle. Era lo mejor. Tenían que aclarar las cosas entre ellos.
Alex sabía que tenía que apartase, que estaba presionándola demasiado. Pero tenía la necesidad de saber qué era lo que había entre ellos. Se había dado cuenta de que elegiría a Emma sobre cualquier otra mujer, y eso le asustaba.
Supo que las cosas habían ido más allá de los negocios cuando hicieron el amor. Había algo entre los dos y tenía que saber de qué se trataba. Para eso tenía que hablar con ella, pero Emma no quería hacerlo. De lo último de lo que quería hablar era de ellos.
Ellos.
Sólo era una palabra, pero le asustaba. No creía que pudiera haber nada serio. Ella le gustaba, la admiraba y, desde luego, le excitaba. Pero no sabía qué significaba todo aquello.
No sabía si pensar que era buena idea darle una oportunidad a su matrimonio o si simplemente estaba dejándose llevar por la farsa que protagonizaban.
Miró al balcón desde donde ella miraba el océano. La brisa movía su pelo, y el corazón le dio un vuelco. Lo que sabía era que no podría aclarar sus ideas mientras ella estuviera allí.
Se imaginó que sería buena idea separarse un poco. Ya habían conseguido toda la publicidad necesaria y sólo faltaba que se casaran.
Después pasarían un tiempo juntos durante la luna de miel y a lo mejor entonces comenzaba a entender las cosas. Al menos tendrían la oportunidad de hablar. Emma le había dejado claro que no harían nada más.
Unos días antes de la boda, Emma tuvo que refugiarse en sus negocios para poder respirar y evitar a la señora Nash y a Philippe. Estaban volviéndola loca.
Esa misma noche iba a ser la cena previa a la boda. Una limusina las recogerían a ella y a Katie.
A Emma se le hizo un nudo en el estómago cuando llegaron y vio la mansión. Estaba todo organizado, menos su relación con Alex.
– ¿Vas a vivir aquí?
– Sólo los fines de semana. Y sólo durante algunos meses.
– ¿Puedo venir a verte?
– Por supuesto.
Le sorprendió que no incluyera a su novio en sus planes.
– ¿Y David?
– Ha estado trabajando mucho últimamente.
No podía creérselo.
– Pero trabaja para ti.
– Sí, no pasa nada. Algunas veces se queda hasta tarde con los otros chicos en el club.
– ¿Va todo bien?
– ¡Por supuesto. ¡Todo es genial! Esta noche cenamos en el Cavendish y mañana será la boda del año. Venga, saca tus maletas y entremos.
Emma asintió. Se convenció de que podía hacer aquello.
Capítulo 9
Alex observaba los preparativos desde las escaleras de la mansión. Todos parecían nerviosos. Emma era la única que permanecía tranquila.
Se casaban al día siguiente y estaba ocupada hablando por teléfono con alguien en París, asegurándose de que todo estuviera listo para una reunión que tenía allí la empresa. Su interlocutor dijo algo que la hizo reír y su sonrisa iluminó el vestíbulo.
Hacía mucho que esa casa no estaba tan llena de vida, no desde que muriera su madre. A su padre no le gustaban las fiestas, pero ella las organizaba de todas formas. Recordaba sus discusiones. Creía que esa casa necesitaba una mujer en ella y sintió un calor especial en su interior cuando pensó en que Emma iba a quedarse allí una temporada.
Ella levantó los ojos en ese instante y lo sonrió mientras seguía hablando en francés.
Su propio teléfono móvil sonó en ese momento.
– Diga -saludó.
– Hola, soy Nathaniel.
– ¿Dónde estás?
– Acabo de llegar. Te veo en un minuto.
– Muy bien, hasta ahora.
Colgó y fue en busca de la señora Nash. Casi tropezó con Katie.
– ¿Puedes ayudarme a convencer a Emma para se bañe ya?
– Está hablando por teléfono -contestó él.
– Sí, ése es el problema. Que no puedo hacer que cuelgue.
– No puedo ayudarte, tengo que solucionar otra cosa.
Fue a la cocina, era un auténtico caos. Docenas de cocineros se afanaban allí por preparar el banquete. Vio a la señora Nash, pero no se atrevió a acercarse y salió de allí.