– No se atreva a…
– Venga ya. Todos sabemos que sólo era un truco publicitario y que ese acuerdo sólo te beneficia a ti. Te has aprovechado de ella en más de un sentido.
Se moría de ganas de darle un puñetazo. El problema era que Murdoch tenía razón. Había usado a Emma y la había mentido.
Era un ganador en los negocios, pero había perdido mucho por el camino.
Soltó a Murdoch y volvió a sentarse. Creía que era tan canalla como ese hombre o como David.
Sabía que quería más a Emma que a la propiedad de Kayven, más que todo el dinero y más que nada. Sólo quería tenerla en su vida, que redecorara su casa y organizar fiestas y más fiestas que llenasen de alegría y risas su fría mansión.
Pero ya no podría tenerlo. Respiró profundamente.
– Le venderé el hotel. Por el doble de su oferta, pero sin más condiciones. Es mi única proposición. Acéptela o no.
Pensó que le daría el dinero a Emma y le devolvería su mitad de la empresa. Así podría librarse de la deuda. Sus socios tendrían que aceptar su decisión. Lo peor que podían hacer era echarle de su puesto.
Si lo hacían, aprendería a vivir con ello. Sólo quería ser justo con Emma.
Dos días y dos litros de helado de chocolate después, Emma decidió que no iba a sufrir más. Tenía que aceptar que ella había perdido y Alex había ganado.
Al menos aún tenían la mitad de la empresa. Y Alex era su socio, pero nada más.
No iba a divorciarse de él, pero tampoco vivirían juntos.
Tenía ganas de verlo, en su despacho, para demostrarle que lo había superado.
– Acaba de llegar un paquete para ti por mensajería urgente -le dijo Katie, entrando en su oficina.
– ¿De qué se trata? -preguntó Katie mientras ella leía los documentos.
Pero estaba demasiado atónita para contestar de inmediato.
– Alex ha vendido el hotel de Kayven a Murdoch.
– ¿Qué? Pensé que tratábamos de evitar que eso sucediera. ¿Cuánto…? -preguntó, mirando por encima de su hombro-. ¡Dios mío! ¿Y nos devuelve el dinero?
– Dice que deberíamos usar el dinero de Murdoch para pagar las deudas -leyó con voz entrecortada-. Y que después podemos quedarnos con todo. Sin deudas ni compromisos.
– Y va a romper el acuerdo prematrimonial -leyó Katie-. ¿Qué es eso de redecorar la casa?
– Es una broma. Cuando estábamos en Kayven…
Pensó que cuando estaban allí todos sus sueños se habían hecho realidad. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Quería darle una segunda oportunidad, pero no sabía qué Alex había escrito la carta. Podía ser el hombre tierno y sexy de su luna de miel o el que la había engañado.
Nunca podría estar segura.
– Sabes lo que esto quiere decir? -le preguntó Katie, mirándola a los ojos.
– Que la empresa es de nuevo nuestra -repuso Emma.
– Quiere decir que quiere que redecores su casa.
– Eso sólo fue una broma, ya te lo he dicho.
– ¿Una broma? Un hombre que renuncia a tantos millones de dólares no bromea sin más. Creo que te quiere.
– Entonces, ¿por qué rompe el acuerdo prematrimonial? Sin él, puedo divorciarme cuando quiera. Quiere que lo haga.
Katie parecía frustrada.
– No. Quiere que vayas a él porque tú quieres, no porque tengas que hacerlo. Te ha dado la libertad, pero menciona que quiere que redecores su casa. Emma, abre los ojos.
El corazón comenzó a galoparle en el pecho y se preguntó si Katie tendría razón.
– ¿De verdad crees que…?
– ¡Vete ahora mismo a verle! Yo me voy al banco -repuso, mirando de nuevo el cheque-. ¡Dios mío!
Emma abrió la gran puerta de roble de la mansión y entró.
– Señora Garrison, me alegro mucho de verla.
– Lo mismo digo, señora Nash. ¿Está Alex en casa? Pensó que si su hermana estaba equivocada, fingiría que sólo había ido a verlo para darle las gracias por su gesto.
– Sí, está en la parte de atrás.
Fue hacia allí con el corazón en un puño y rezando para que Katie hubiera estado en lo cierto.
Salió a la piscina y se lo encontró bajo una sombrilla, leyendo el periódico. Se levantó de un salto al oírla entrar.
– Emma…
Llegó a su lado. Había perdido todo su arrojo y no sabía qué decir.
– Hola, Alex.
– ¿Has recibido mi carta?
– Sí, gracias -repuso ella, asintiendo. El se acercó un poco más.
– Sólo se trataba de negocios, ¿de acuerdo? Nada personal.
Se le cayó el alma a los pies. Se sentía fatal y temía que él se diera cuenta.
– Lo sé -le dijo en un hilo de voz.
– Tenía información e intenté conseguir el mejor acuerdo posible para mi empresa.
– Ya me lo habías dicho… -dijo ella, arrepintiéndose de haber ido a verlo.
– No había razón para decirte lo que pasaba. No se llega muy lejos en los negocios revelando secretos a la competencia, ¿verdad?
– Claro -repuso Emma, deseando irse de allí-. Bueno, sólo quería…
– Pero, entonces te pedí que te casaras conmigo y las reglas cambiaron un poco -añadió él con mayor suavidad.
Emma se quedó helada.
– Y me casé contigo -continuó él mientras tomaba su mano y acariciaba el diamante Tudor-. Después, me enamoré de ti. Eso sí que cambió las reglas del juego. Ya no tenía derecho a tratarte como a una adversaria en los negocios.
Emma no podía articular palabra.
– ¿Te enamoraste de mí?
– Sí, eso es lo que quería decirte en la habitación del hotel y tú no me dejabas.
No pudo evitar sonreír.
– ¿Creías que lo que pasó en la playa fue sólo parte de un juego, de una artimaña?
– No, en la playa no.
En la playa lo había creído y soñado con que estaban iniciando una vida juntos, igual que se sentía en ese instante.
– Lo de la playa fue real -le dijo él-. El momento más real de toda mi vida.
También lo había sido para ella. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Te quiero, Emma -susurró él mientras levantaba la mano para besársela con ternura.
No pudo evitar sonreír de nuevo. Alex la amaba.
– ¿Y bien? -preguntó él con impaciencia.
– ¿Qué?
– ¿Tengo que obligarte a decirlo?
Ella sonrió con picardía.
– Sí.
– Pero tendrá que ser más tarde -dijo Alex al ver que la señora Nash llegaba con un montón de gente tras ella.
– Espero que tu ama de llaves no tenga nada en contra de los decoradores italianos -le dijo Emma, sonriendo.
– ¿Vamos a redecorar la casa? -preguntó él, entusiasmado.
– Así es. Todos estos diseñadores tienen algunas propuestas para que las veas.
– Entonces ya no tienes que decirlo -le dijo él.
– ¿Por qué no?
– Porque acabas de demostrármelo -repuso él, tomándole la mano.
– ¡Vaya! Oblígame a decirlo de todas formas.
Alex se agachó y la besó en los labios. Era un beso lleno de ternura, amor y esperanza. Junto con la promesa de una vida en común.
– Te quiero -susurró ella contra su oído.
– Me lo has puesto demasiado fácil.
– Contigo siempre soy fácil -repuso Emma, abrazándolo.
– ¿Sabes qué? Tenemos una luna de miel pendiente.
– Supongo que sí -contestó ella, sonriente.
– El barco que inauguramos el otro día sale de crucero hacia las islas Fiji esta noche. Conozco a alguien que puede conseguirnos un camarote.
– Conozco esos camarotes. Son geniales.
– Yo también tengo buenos recuerdos.
Cuando el barco comenzó su andadura separándose del muelle, Emma ya estaba desnuda entre los brazos de Alex.
Escondió la cara en el cuello de su marido y respiró su masculino aroma.
– Te quiero -le dijo en un susurro. El la besó en la frente.
– Me pregunto qué otras cosas puedo conseguir que hagas o digas.