– Ahora mismo, casi cualquier cosa. Pero que no tenga que moverme, ni pensar, ni permanecer despierta.
– ¿Tienes hambre?
– No, no tengo hambre.
– ¿Tienes sed?
– Tampoco. Estoy completamente satisfecha, gracias por preguntar.
El rió con ganas.
– Eso es lo que quiero oír de los labios de mi mujer.
El teléfono sonó en la mesita.
– ¡No puede ser! ¿Qué puede haber pasado?
– ¿Diga? -dijo Alex al contestar el teléfono. Escuchó un momento.
– Entonces, ¿ya está hecho? Otra pausa.
– ¿Será público?
Emma se incorporó para observar su expresión.
– Gracias -dijo Alex, sonriendo-. Te debo una. El colgó el teléfono.
– ¿Quién era?
– Nathaniel.
– ¿Y?
– ¿Qué pasa?
– ¿Es un secreto?
– No -repuso él, riendo-. Por lo visto, cuando el gobierno local supo que la empresa de cruceros Kessex tenía reservas sobre la estabilidad del muelle en Kayven, decidió ponerlo en otro sitio.
– ¿Qué? -preguntó ella, sorprendida.
– Lo llevan a otra isla, a unos mil kilómetros al este.
– ¡No puedo creerme que hayas hecho eso!
– No he hecho nada -respondió él con fingido gesto inocente.
– Acabas de decirle a Nathaniel que le debes un favor…
– ¡Ah! Eso… Bueno, verás… Vale, lo he hecho yo. Murdoch tiene que saber que es mejor tomarnos en serio y no meterse con nosotros.
– Eso me recuerda que será mejor que no me meta contigo.
– Tú puedes hacerlo cuando quieras.
Ella se acercó a Alex seductoramente.
– ¿Incluso ahora?
– Pensé que estabas cansada.
– He cambiado de opinión. Supongo que me excitan los tipos vengativos como tú.
– Espero que no haya otros tipos así a bordo del barco -repuso él, acariciándole las caderas.
– Será mejor que me vigiles de cerca, por si acaso.
– No lo dudes -dijo él, besándola-. Por cierto, he hecho una inversión en nombre de los hoteles McKinley.
– ¿Qué has hecho?
– He comprado una propiedad. Un pequeño hostal en la isla de Tannis, a unos mil kilómetros al este de Kayven… No es muy impresionante, pero creo que valdrá una fortuna dentro de unos días.
Emma estaba atónita y no pudo evitar reír.
– ¡No me creo que hayas hecho eso!
Alex la miró con ternura y un amor que envolvía a Emma por completo.
– Puedes apostar lo que quieras.
Barbara Dunlop