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– De nada -repuso ella, deseando quedarse sola de nuevo.

– Emma… -comenzó Alex antes de salir.

– Buenas noches -lo interrumpió ella.

– Buenas noches -repuso él, suspirando.

En cuanto se quedó sola se prometió que aquello no podía pasar de nuevo. No sabía cómo definir lo que acababa de ocurrir, pero tenía que evitarlo a toda costa.

Sabía que, tarde o temprano, tendría que besarlo, pero sería en público y sólo porque había accedido a hacer su parte del trato.

Se estremeció al recordar cómo la había hecho sentir.

Pero tenía que concentrarse en salvar la empresa. Quería hacerlo por ellas y por su padre. Él tuvo que criarlas cuando se quedó viudo. Nunca se dejó vencer por las desdichas y siempre siguió trabajando para alcanzar sus sueños.

Ella estaba empeñada en hacer lo mismo sin dejar que sus hormonas la confundieran de nuevo.

Cuando llegó la noche del sábado, estaba preparada para lo que pudiera pasar.

Salió de la limusina y respiró profundamente, sabía que iba a haber periodistas esperándolos. El le ofreció la mano de forma galante y ella tuvo que aceptarla.

En cuanto lo tocó, sintió escalofríos por todo el cuerpo. Sonrió con soltura para enfrentarse a todos las cámaras que los apuntaban.

Ella intentó parecer feliz sin mirarlo a la cara, ya era bastante duro tener que entrar de la mano. Entonces Alex se detuvo frente a los fotógrafos y rodeó su cintura con el brazo. Estaban tan pegados, que podía sentirlo respirar.

– Haz como que te derrites por mí -murmuró él.

– Lo intento -repuso ella sin dejar de sonreír.

– Inténtalo con más fuerza -repuso él, yendo hacia la puerta.

– Espera, Katie y David están a punto de llegar.

– Ya nos alcanzarán.

– Pero…

– Hasta que no se te dé mejor actuar, no vamos a quedarnos parados delante de la prensa.

– Pero si estoy sonriendo.

– A mí me parece más una mueca que otra cosa.

– Es por el dolor.

– ¿Te estoy haciendo daño? -preguntó él, soltándola de inmediato.

– Me refiero a la angustia mental que estoy sufriendo.

– ¡Por favor! -repuso él, agarrándole de nuevo la cintura.

– Buenas noches, señor Garrison -les dijo el hombre de la entrada.

– Buenas noches, Maxim, te presento a mi novia, Emma McKinley.

Su voz se suavizó cuando dijo su nombre, y a ella no se le escapó ese detalle.

– Maxim es el director de la Fundación Teddybear -le dijo.

– Encantada de conocerlo -repuso ella con una sonrisa de verdad.

Su fundación financiaba muchos proyectos para mejorar la calidad de vida de niños enfermos.

– Las bebidas se sirven en la terraza, os sugiero que empecéis jugando al blackjack. El año pasado no se le dio muy bien a Alex, pero seguro que tú le traes suerte -les dijo Maxim.

Alex tomó su mano y le dio un rápido beso en los nudillos mientras entraban en el casino. Emma sufría para mantener la cabeza fría y no dejar que nada la afectara.

– ¿Te apetece tomar algo?

– Un vino blanco.

– Vamos por aquí, entonces -le dijo él, llevándola hasta el pabellón de cristal.

Atrajeron al instante las miradas de los otros invitados. Emma se preguntó si los reconocían. Buscó a su hermana con la mirada, pero sin suerte.

– Creo que hemos perdido a Katie y a David.

– No necesitamos carabinas. Esta noche es para nosotros dos -le dijo con una sonrisa.

Llegaron al bar, y Alex encargó las bebidas.

– Deberías intentar relajarte y disfrutar de la velada. Ella no creía que le fuera posible relajarse en compañía de ese hombre.

– Dentro de unos minutos podrás empezar a gastar mi dinero.

– Nunca he jugado.

– No me sorprende.

– ¿Qué quieres decir?

– Que eres demasiado conservadora.

– No es verdad.

– Sí es verdad -repuso él mientras se alejaban del bar con sus copas-. Pero siempre puedes probar que estoy equivocado. Gástate todo mi dinero jugando al blackjack.

– Ya te he dicho que no sé jugar.

– Es fácil.

Se acercaron a una mesa de juego rodeada de taburetes.

– Súbete -le dijo él al oído.

Ella intentó no reaccionar al tenerlo tan cerca, pero él le rozó de manera casual su espalda desnuda y no pudo evitar que se le pusiera la carne de gallina.

– ¡Ahí estáis! -exclamó Katie, acercándose a ellos-. ¡Esto es genial!

– Genial -repitió Emma, aliviada por la llegada de su hermana.

Katie se sentó en el taburete al lado del suyo y le pidió a David que le comprara fichas para jugar. El crupier dejó cuatro montones de fichas frente a Emma.

– ¿Qué hago ahora? -le susurró Emma a Alex.

Estaba tan cerca, que podía inhalar su aroma y sentir su traje contra su espalda desnuda.

– Haz una apuesta y colócala en el cuadrado blanco.

– ¿Por qué tienen distintos colores las fichas?

– No te preocupes por eso.

Hizo su apuesta, y el crupier les entregó una carta a cada uno, colocándola boca arriba.

– Pero pueden ver mis…

– No pasa nada. Sólo juegas contra el crupier -la tranquilizó Alex.

– Pero el crupier también me ve las cartas. No es justo…

– Confia en mí.

Emma se dio la vuelta. No podía creerse que le dijera que confiara en él. Alex había dejado muy claro la noche anterior que sólo le preocupaban sus propios intereses.

– Emma.

– ¿Sí?

– Mira tus cartas.

Tenía una reina y un as.

– Has ganado.

Sólo se trataba de suerte, pero no pudo evitar sentirse orgullosa de lo que había logrado.

– Apuesta más esta vez -le dijo él.

Hizo lo que le decía y colocó tres fichas en vez de dos.

– Va a ser una noche muy larga si apuestas así…

– Entonces, ¿por qué no lo haces tú?

El se acercó y le tocó el hombro.

– Porque queremos que todo el mundo vea cómo gastas mi dinero, ¿recuerdas?

Se giró y su nariz rozó la mejilla de Alex. Su especiado aroma la rodeaba e intoxicaba, igual que el contacto de su mano acariciando su hombro.

Decidió hacer lo que le decía y colocó un montón de fichas en el cuadrado blanco.

– Así me gusta -le dijo él.

– ¡Dios mío, Emma! -exclamó su hermana-. Acabas de apostar diez mil dólares.

– ¿Qué?

Se le encogió el estómago. Alargó la mano para quitar algunas fichas, pero él la detuvo.

– Demasiado tarde. Juega.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Decirte el qué?

– ¡Alex!

– Juega.

– ¡De eso nada!

Intentó levantarse, pero él la sujetaba.

– Has ganado. Has vuelto a ganar -le dijo, señalando las cartas-. Deberías jugar más a menudo.

– Esto es divertido, ¿verdad, Emma? -le preguntó Katie.

– Yo me estoy divirtiendo -contestó Alex. El crupier volvió a darles cartas.

– ¿Sabes que acabas de apostar otros quince mil? -le dijo su hermana.

– ¿Qué?

Después de un tenso minuto de incertidumbre, Emma volvió a ganar.

– No puedo aguantar esto. No puedo más.

Pero él le sujetaba el taburete para evitar que se levantara.

– Si estás ganando…

– Voy a sufrir un infarto -repuso ella, levantándose. Pero perdió el equilibrio y acabó en sus brazos. Estaban tan cerca, que podría besarlo con sólo inclinar la cabeza. O podría lamer su cuello para ver si sabía tan bien como olía. Por supuesto, no hizo ninguna de las dos cosas, pero la tentación era muy fuerte.

– Bueno, ¿has jugado a los dados alguna vez?

– No. Pero si vamos a jugar, ¿podemos hacerlo con fichas de diez dólares?

– No.

– No puedo apostar quinientos dólares cada vez.

– Pero si ya has ganado varios miles. Si no empiezas pronto a perder dinero, vas a hacer que la Fundación Teddybear se declare en bancarrota.