Pero le reconfortaba pensar que Maude la habría comprendido y compadecido en lugar de despreciarla por cobarde, como se despreciaba ella misma. Nada habría sido más precioso en el mundo que una amiga que la comprendiera. ¡Pero aquello era una idiotez! Maude nunca se habría sometido a semejante trato. ¡Lo más probable es que hubiera conseguido un arma y hubiera disparado al hombre antes de permitirle hacerle eso a ella!
– Entonces llore su muerte con nosotros -dijo Arthur con amabilidad, interrumpiendo la secuencia de sus pensamientos-. Por favor, siéntase bienvenida aquí, y no piense en volver a Saint Mary esta noche. Se hará oscuro muy pronto y debe de estar usted cansada y afligida. Estoy seguro de que podemos proporcionarle todo cuanto necesite, como un camisón y artículos de aseo. Y, por supuesto, tenemos mucho espacio.
– Desde que lord Woollard se fue, la habitación de invitados está disponible -precisó rápidamente Clara.
– ¡Oh, sí!, el invitado que se alojaba en su casa cuando la pobre Maude llegó -observó Mariah-. ¡Son ustedes muy amables! En realidad les estaré muy agradecida. ¿Puedo informar a mi cochero de su generosidad, para que él regrese a Saint Mary? Es posible que el señor y la señora Fielding necesiten el coche mañana. Y claro, si no tienen noticias mías, pueden temer que me haya sucedido algo.
– Claro que sí-dijo Arthur-. ¿Quiere decírselo usted misma, o prefiere que le diga al mayordomo que le informe él?
– Eso sería muy amable por su parte -aceptó-. Y pídale que le hable a la señora Fielding de su amabilidad y que le diga que estoy bien… solo… solo un poco apenada.
– Claro.
La suerte estaba echada. ¿En qué demonios estaba pensando? Tenía retortijones y la boca seca.
Bebió el excelente jerez que le habían ofrecido y se permitió disfrutar durante un momento de su deliciosa calidez. Se había embarcado en una aventura. Debía verlo de ese modo. Aún estaba furiosa por el trato deplorable que habían brindado a Maude, incluyera o no ese trato el asesinato, ¡aunque ella creía que sí! Y estaba cansada y triste, triste de verdad. Maude estaba demasiado llena de vida para morir, demasiado contenta al probar nuevas experiencias para rendirse tan pronto. Y nadie merecía ser rechazado por los suyos, daba igual por qué motivo.
¿Cuál era el motivo? ¿Quién de aquella cómoda habitación, donde rugía el fuego, donde tomaban el té en bandeja de plata sentados en mullidos sofás, no había querido a Maude en aquella casa? ¿Y por qué el resto lo había permitido? ¿Eran todos culpables de algo? ¿Eran tan terribles los secretos que guardaban que estarían dispuestos a matar por ocultarlos? Parecían perfectamente inofensivos, incluso corrientes. ¡Santo cielo, qué perversidad podía ocultarse tras una apariencia amable y buena como un pedazo de pan!
Más tarde, una doncella guió a Mariah hasta el dormitorio que estaba libre. Era un cuarto agradablemente amueblado, con una cama con dosel, pesados cortinajes de brocado granate, otra alfombra turca roja y muchos muebles de roble tallado. Un precioso aguamanil con flores pintadas contenía agua fresca. Había un barreño a juego para lavarse y en el estante, junto a ellos, un montón de toallas para secarse. No había modo de saber si lord Woollard o quien fuera había ocupado recientemente la habitación. Pero aprovecharía la oportunidad para ver cuántas habitaciones de invitados tenían, con el fin de saber si Maude se habría podido alojar en la casa, si su hermana hubiese querido.
Mariah caminó de puntillas por el pasillo, con la sensación de ser una ladrona furtiva, y abrió con cuidado las puertas de las otras dos habitaciones. Ambas eran dormitorios y en aquel momento estaban libres. La falta de espacio había sido una flagrante mentira.
Regresó a su propia habitación con manos algo temblorosas y las rodillas flojas. Se sentó y entonces se le ocurrió otra idea. Abrió el armarito que estaba junto a la cama, donde encontró agua de lavanda, un frasco con un par de dosis de láudano, ¡y una botella llena de pipermín! El tapón estaba fuertemente encajado, pero más revelador que eso era la película de polvo que la recubría. ¡Era evidente que la habían comprado antes de que Maude se fuera de la casa! ¡Aquello daba otro cariz a la única dosis de Maude! ¿Habría contenido alguna otra sustancia, enmascarada por el fuerte sabor de la menta? ¿Y las nueces de macadamia se las dieron para que Maude sintiera la necesidad de bebería?
Mariah cerró la puerta del armario y se dejó caer pesadamente en la cama. Hasta el momento todo había salido a las mil maravillas… ¡quizá demasiado! Pero quedaba mucho por hacer. Debía confirmar que Maude había sido asesinada, y en ese caso por quién, y para ser más precisos de qué manera, ¡y su investigación no estaría completa si no averiguaba el móvil! ¿Cómo podría hacer todo aquello antes de que la enviaran educadamente a su casa? ¡Pitt no tenía que resolver sus casos en cuestión de horas! ¡Trabajaba durante días! ¡A veces semanas! Y tenía autoridad para plantear preguntas y exigir respuestas, aunque no por fuerza verdaderas, claro. ¡Ella tendría que ser mucho más lista que él! Tal vez no fuera tan fácil como había supuesto.
Hasta el momento todo iba bien. Y estaba demasiado furiosa para rendirse.
Sin embargo, más tarde, cuando en circunstancias normales habría estado cambiándose para cenar, le sobrecogió la extrañeza de su entorno y todos los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos días. La semana anterior a esa misma hora, Mariah estaba en Londres con Emily y Jack, como de costumbre. Luego había sufrido el trastorno de tener que ir a Saint Mary in the Marsh. Apenas había tenido tiempo para asumir todos aquellos cambios cuando llegó Maude Barrington. Casi se había acostumbrado, y entonces Maude murió, ¡sin la menor advertencia previa!
Mariah era la única que sospechaba que la muerte de Maude podía no ser debida a causas naturales, sino tratarse de un crimen, el más espantoso de todos los crímenes, y ninguna otra persona reclamaría que se hiciera justicia. Y allí estaba ella, sentada sola en una casa llena de extraños, convencida de que al menos uno de ellos era un asesino. Además, no tenía ni ropa interior limpia ni un camisón con el que dormir. Se habían ofrecido a prestarle algo, ¡pero todas las mujeres de la familia eran al menos nueve o diez centímetros más altas que ella y bastantes tallas más delgadas! Debía de haber perdido el juicio. ¡Aunque jamás lo reconocería ante Caroline, ni ante nadie! La tenían atada de pies y manos.
Llamaron a la puerta y le provocaron un sobresalto tan violento que le entró hipo.
– ¡Adelante! -dijo volviendo a hipar.
A juzgar por su vestido negro, su sombrerito de encaje y el manojo de llaves que colgaba de su cintura, era el ama de llaves, una mujer bajita y bastante corpulenta, exactamente de la constitución de Mariah.
– Buenas noches, señora -dijo de modo muy cordial-. Soy la señora Ward, el ama de llaves. Es usted muy amable al venir a traer en persona la triste noticia. Se ha tomado usted muchas molestias.
– La muerte de Maude me ha apenado -confesó Mariah con toda franqueza, aliviada de hablar con un criado y no con un miembro de la familia-. Venir a contárselo en persona me parecía lo menos que podía hacer. Ella murió entre extraños, aunque fueron personas que la quisieron enseguida, y mucho.
La señora Ward se sonrojó como si sintiera tanta emoción que se viera obligada a disimularla.
– Me alegro mucho de que haya actuado de ese modo -dijo con un temblor en la voz y pestañeando rápido.
– Usted la conocía -dedujo Mariah forzándose a esbozar una sonrisa-. También usted debe de haberlo sentido mucho.