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Mariah tuvo la desagradable sensación de que en su familia ese miembro había sido ella. Aunque Caroline era una seria competidora, ¡después de casarse con un actor mucho más joven que ella! ¡Por no hablar de Charlotte y su policía!

Un poco más tarde, las damas se retiraron al salón, y Mariah averiguó pocas cosas interesantes. Pensó en indagar sobre la salud de la gente, pero no se le ocurría el modo de enfocar el tema sin una catastrófica falta de sutileza. Estaba muy cansada. Había sido uno de los días más largos de su vida, que había empezado con la tragedia y el horror y acabado con el misterio, y la creciente certidumbre que se iba formando en su mente de que alguien en aquella casa había envenenado la medicina de Maude. Aún tenía que determinar cómo lo había hecho y con qué. Y lo más importante, por qué. Maude había sido enviada a casa de Joshua con éxito. Lord Woollard se había alojado allí y ya se había marchado. ¿Cuál era entonces el motivo tan precioso, o tan terrible, por el que valía la pena matar?

Mariah se excusó, volvió a dar las gracias a sus anfitriones por su hospitalidad y subió a su habitación. Rogaba al cielo por que aquella noche nevase, o por cualquier otra cosa que le impidiese marcharse. Quedaba mucho por descubrir. Su investigación estaba resultando más difícil de lo que suponía, y la había metido de pleno, contra su voluntad, en la vida de otras personas. Apreciaba a Maude, no tenía sentido seguir negándolo. Le desagradaba Bedelía y había notado cuan fuerte era su poder. Sentía lástima por Agnes sin saber por qué. Arthur le intrigaba. A pesar de todo lo que se decía de él -su éxito y su bondad con los demás-, sentía una emoción incalificable que la perturbaba. Había algo que no encajaba.

Randolph y Clara aún quedaban demasiado indefinidos, salvo las grandes ambiciones sociales de esta última. ¿Bastaba eso para inspirar un asesinato?

Mientras se ponía el camisón del ama de llaves, todo daba vueltas en su cabeza; tenía la intención de sopesarlo con más cuidado, pero se quedó dormida casi al instante.

A la mañana siguiente, Mariah seguía durmiendo, y cuando la despertó la camarera, a los pies de la cama con la bandeja del té, y le preguntó qué quería para desayunar, se sintió avergonzada.

– ¿Podría traerme dos huevos poco pasados por agua y tostadas?

– Claro que sí, será un placer.

Después de saborearlos, a pesar de las circunstancias y de los pensamientos que ocupaban su mente, se levantó y se aseó. Se puso el otro vestido negro del ama de llaves, con la ayuda de la camarera, y le pareció bastante agradable hablar con ella. Luego bajó.

En el vestíbulo se encontró con Agnes. Por la forma en que iba vestida se disponía a salir.

– Buenos días, señora Ellison -se apresuró a decir-. Espero que haya dormido bien. Deben de ser unos momentos muy penosos para usted. Espero que haya estado cómoda, y no haya pasado frío.

– Nunca me había sentido tan cómoda -respondió Mariah con sinceridad-. Son ustedes muy generosos. Creo que no me he movido en toda la noche. ¿Va usted a salir?

– Sí. Tengo que llevar unos tarros de mermelada y chutney a unos amigos. De los pueblos vecinos,

¿sabe? Me temo que el tiempo no parece muy prometedor.

Mariah tuvo otra iluminación, que le permitiría matar dos pájaros de un tiro. Le resultaría más fácil ganarse a Agnes mientras estaba sola, sin la custodia de Bedelía, y si el tiempo no se ponía de su lado para dejarla bloqueada por la nieve, podía fingir haber cogido un ligero resfriado y evitar de ese modo volver a Saint Mary in the Marsh al día siguiente, o lo que era peor, esa misma tarde.

– ¿Puedo ir con usted? -preguntó con entusiasmo-. Como solo voy a quedarme estos días de Navidad, me gustaría mucho ver un poco los alrededores. Esto es muy distinto a Londres. Mucho más amplio… y limpio. La ciudad siempre parece sucia cuando se pisa la nieve, y todo está manchado por el humo de tantas chimeneas.

– ¡Por supuesto! -dijo Agnes con satisfacción-. Será muy agradable disfrutar de su compañía, pero hará frío. Debe llevar su capa, y le traeré otra manta de viaje.

Mariah se lo agradeció sinceramente, y al cabo de diez minutos estaban sentadas, una al lado de la otra, en la calesa que conducía un joven cochero. Tal como Agnes le había prevenido, hacía un frío horrible. El viento parecía un beso de hielo. Las nubes fluían desde el mar y las hierbas del pantano se curvaban y se ondulaban como acariciadas por una mano invisible.

Aunque la calesa tenía una buena suspensión y el caballo hacía gala de un entusiasmo inexplicable, aquel no fue el más cómodo de los viajes. Dejaron atrás el pueblo de Snargate y se dirigieron a toda velocidad en dirección oeste, y un poco hacia el sur, o al menos eso era lo que suponía Mariah a juzgar por el viento y el olor a mar. Agnes empezó hablándole con mucha cordialidad del pueblo de Snargate y de sus habitantes, y luego le explicó que desde Snargate continuarían hacia Appledore. Más tarde, si tenían tiempo, irían también a la isla de Oxney, que no era una isla sino un simple promontorio en la llana línea de la costa. Solo cuando había inundaciones, el pueblo hacía honor a su nombre.

Mariah pensó que la historia de aquellos viejos pueblos era muy interesante, pero en aquel momento era la de las hermanas Barrington la que exigía toda su atención. Debía reconducir a Agnes hacia ella y no perder un tiempo precioso y escaso.

– Habla de esta tierra con mucho conocimiento de causa. -Empezó por adularla; eso siempre funciona-. ¿Su familia tiene sus raíces aquí? ¿Son ustedes de aquí?

La gente siempre quiere ser de algún lugar. Nadie quiere ser un extraño, como Maude debió de sentirse durante la mayor parte de su vida adulta.

– ¡Oh, sí! -dijo Agnes con cariño-. Mi tatarabuelo heredó la casa y la amplió hace ciento cincuenta años. Es de Bedelía, claro. Por desgracia, no tuvimos ningún hermano. Y luego será de Randolph. Pero habría sido de él de todos modos porque yo no tengo hijos.

Volvió el rostro hacia delante, de manera que Mariah no pudo ver su expresión más que un fugaz instante, y las lágrimas de sus ojos podían deberse al viento del este; hacía mucho frío.

– Es usted afortunada al tener hermanas -le dijo Mariah-. Yo crecí solo entre hermanos, y eran mucho mayores que yo. Demasiado para ser mis amigos -Mariah volvió a mentir.

– Lo siento.

El rostro de Agnes se mantuvo inexpresivo, sin ningún rastro de recuerdos que pudieran provocarle una sonrisa.

– ¿Debe de tener recuerdos de las Navidades y de las tradiciones familiares? -Mariah miró las cestas de tarros, tapados con delicadas telas atadas con cintas-. Las ha preparado muy bien.

Más adulación, aunque esta vez sincera.

– Siempre preparamos -respondió Agnes con voz inexpresiva.

Mariah siguió sondeando y por fin obtuvo una respuesta más concreta. ¡Pero, Dios bendito, menudo trabajo! ¿A Pitt siempre le costaba tanto? Era peor que sacar una muela. Sin embargo, estaba decidida. De ello dependía que se hiciera justicia.

– Imagino que las prepararían juntas cuando eran niñas -comentó sabiendo que era una falta de tacto-. ¿O tal vez tenía usted a alguien que la cortejaba? No se me ocurre nada más romántico.

¿Habría ido demasiado lejos?

– Zachary era quien cortejaba, a Bedelía -respondió Agnes-. Era por esta época y hacía un frío terrible. Recuerdo que aquel año se congelaron varios ríos.

Siguió mirando hacia delante, con expresión ausente, mientras el viento hacía volar mechones de su cabello y azotaba su rostro con ellos.

Por un instante, Mariah perdió el hilo. Zachary era el marido de Agnes. Era evidente que tenía muchas ganas de hacer aquel comentario. Notó el dolor en la voz de Agnes, pero las viejas penas no eran asunto suyo. Sin embargo Maude estaba muerta. No podía percibir el intenso olor a sal en el aire ni ver el vuelo salvaje de las aves marinas que planeaban en el aire y remontaban otra vez hacia las vastas alturas, volando muy lejos de la tierra.