– Creía que en Oriente Medio las mujeres eran mucho más púdicas que aquí en Inglaterra -dijo Mariah pensativa-. Al menos esa era la impresión que me dio Maude. Viven en sus propias dependencias y no hablan con más hombres que los de su familia. Visten siempre con mucho decoro.
Agnes frunció el ceño.
– Pero Maude se fue sin un acompañante, se paseaba por todas partes como… ¡como si fuese un hombre! -exclamó-. ¿Quién sabe qué le pasaría? Su gusto es muy cuestionable. Incluso su virtud, me temo.
– ¿Cómo dice? -exclamó Mariah con enojo e incredulidad, antes de darse cuenta de que había ido demasiado lejos. Debía encontrar una escapatoria cuanto antes-. Lo siento mucho -se disculpó, aunque las palabras se le atragantaban-. Me sentí tan cerca de Maude, porque ella confiaba en mí y yo en ella, que me ofende la idea de que alguien que no la conocía pueda poner en cuestión su virtud. Ya sé que no tengo derecho a enfadarme. Resulta muy poco razonable e incluso una impertinencia por mi parte. Por favor, perdóneme. Maude era su hermana, no la mía, y es su derecho defenderla. No pretendía ser presuntuosa. -Observó el rostro de Agnes con atención, como si estuviera ávida de conseguir su perdón, aunque en realidad estaba ávida por ver cuál era su reacción.
Las manos de Agnes se congelaron en las riendas y fijó la vista hacia delante, aunque en aquel momento estaban muy cerca de Appledore y tendría que frenar el caballo.
– No hay presunción en ello -dijo con la cara arrebolada. Luego volvió a guardar silencio, como si dudara si debía seguir hablando-. Estoy segura de que lo ha dicho de buena fe. Quizá vivimos demasiado en el pasado y tenemos demasiada imaginación.
– ¿Con respecto a Maude? -no tuvo más remedio que preguntar Mariah.
Era muy consciente del dolor de Agnes, y de que ella sabía que siempre sería el premio de consolación. Sentía lástima por Agnes, incluso la comprendía, pero eso no excusaba las mentiras, ni era óbice para reclamar justicia. Al pasar por delante de la iglesia del pueblo vio las coronas festivas colgadas en las puertas y a un grupo de niños que pasaron corriendo y las saludaron. Qué le pasa a la gente para volverse amargada, y por qué no confiaban en los demás y les pedían ayuda, se preguntó Mariah. Todos recorremos el mismo camino, desde la cuna hasta la tumba, se dijo, solo que tropezamos con distintas piedras, y caemos en distintos hoyos o nos ahogamos en diferentes charcos.
Agnes no le había contestado.
– Lo comprendo -dijo Mariah de modo impulsivo-. Ustedes albergaban viejos recuerdos de cuando Maude robó el cariño de Arthur y temían que pudiera decir o hacer algo infame. Tal vez incluso malograra la posibilidad de que Arthur recibiera un título nobiliario. Así que se aseguraron de que no estuviera en casa cuando llegara lord Woollard. Pero ahora que ha muerto se siente culpable y, claro, ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto.
Agnes se volvió hacia ella con los ojos muy abiertos y expresión de dolor. No dijo nada, pero el silencio era tan evidente como si lo hubiera reconocido con un torrente de palabras.
Entregaron la mermelada y el chutney en Appledore y se dirigieron a la isla de Oxney. Se había levantado un viento infernal. El horizonte estaba enturbiado por una congregación de nubes y el aire olía a nieve. Quizá, a fin de cuentas, Mariah no tuviera que fingir un resfriado. Aunque no sabía cuánto tendría que nevar para que el viaje de regreso fuera desaconsejable. Saint Mary in the Marsh estaba solo a ocho kilómetros de distancia, no llegaba a una hora de viaje. Bastaría con unos cuantos estornudos y quejarse de dolor de garganta. Apenas había arañado la superficie de lo que tenía que descubrir. Se apelotonaban las emociones, antiguos amores y celos, viejos errores, pero ¿qué los había hecho aflorar entonces? Pitt había dicho que siempre había un motivo por el que la violencia estallaba en un momento concreto, un hecho que desencadenaba el acto definitivo.
¿Por qué había regresado Maude a casa? ¿Por qué no antes, en aquellos cuarenta años de exilio? ¿O el año siguiente? ¿Por qué en Navidad y no en verano, cuando el tiempo era muchísimo más agradable? ¿A qué muerte había estado refiriéndose? Seguramente no sería a la suya.
En el trayecto de regreso a Snave, Mariah decidió hablar solo de los preparativos de Navidad con Agnes. ¿Qué iban a comer? Oca, por supuesto, con muchas verduras a la brasa, hervidas, asadas y con un montón de salsas. Y después habría un pudin de Navidad, colmado de frutos secos y cubierto de mantequilla al coñac, y flambeado en el momento de servirlo. ¡Y que no faltase la crema!
Pero antes tenían que pensar y preparar docenas de cosas: pasteles, tartaletas, pastelillos de frutos secos, dulces, galletas de jengibre y todo tipo de bebidas, alcohólicas y no alcohólicas. Y naturalmente, la decoración: coronas y ramas, guirnaldas, ángeles dorados, lazos de colores, flores de seda con cintas, pinas pintadas de dorado, muñequitas para regalar después a los pobres del pueblo. Se tenían que hacer regalos: bolos pintados como si fueran soldaditos de madera, alfileteros, ornamentos hechos a manos y decorados con encajes y abalorios y galones de colores. Las horas de trabajo eran tantas que apenas se podían contar. Hablaron de ellas y recordaron las Navidades de su niñez, cuando aún no existían las postales de adviento ni los árboles ni esas ideas modernas que tanto contribuían a la felicidad general.
Después del almuerzo, Mariah dio un breve paseo por el jardín entre dos aguaceros. Necesitaba estar un tiempo sola para pensar. La investigación requería orden mental. Debía tener en cuenta y sopesar ciertos hechos.
En el jardín había poco que observar, salvo un cuidado impecable y una gracia y un arte arquitectónico notables. Había cenadores, caminos de gravilla, arriates cuidadosamente desbrozados, árboles perennes limpios de las hojas muertas, una escalera curva que subía hasta una pérgola cubierta de nervaduras de rosales y, por último, un bosque silvestre que dominaba la marisma.
El suelo era muy húmedo bajo los pies y estaba bastante embarrado. Las altas matas mojaban los bajos de su falda, pero era inevitable. En primavera debía de estar radiante de flores: campanillas, prímulas y flores por el estilo, anémonas de los bosques y, cómo no, jacintos, margaritas silvestres, conejeras. Quizá también narcisos con su penetrante aroma dulzón. Mariah vio dos o tres coronas de hojas de dedalera. Le encantaban las elegantes agujas de color púrpura o blanco. Una de ellas parecía un poco estropeada, como si un animal la hubiera mordisqueado. Pero ningún animal se comería una hoja de dedalera: era venenosa. Los animales parecen saberlo. Frena el ritmo cardíaco. Los médicos lo dan a las personas a las que se les acelera el corazón. Digitalis. Se quedó helada. El corazón se aceleraba… se ralentizaba… ¡se detenía!
¿Era esa la respuesta que andaba buscando? Se agachó y volvió a mirar las hojas. No había modo humano de demostrarlo, pero estaba completamente segura de que alguien había cogido dos o tres hojas. Los extremos cortados eran bien visibles.
Se irguió despacio. ¿Cómo podía averiguar quién había sido? Tuvo que ser el día que Maude estuvo allí. ¿Llovió o no llovió? En invierno ese bosque nunca debía de secarse, pero si había helado, el hielo habría evitado que alguien se empapase como ella y se llenara tanto de barro.
El día antes Joshua había recibido la carta de Bedelía. ¡Piensa! Había sido un día ventoso; Mariah recordaba con claridad el aullido del viento en el alero.
Le había irritado de una manera insoportable. Y no había hecho mucho frío. ¿Quién había entrado en la casa con las botas embarradas y un vestido con el bajo empapado? La primera doncella lo sabría, pero ¿cómo iba a hacerle semejante pregunta?
Mariah dio media vuelta, caminó a buen paso hasta la casa y fue a buscar a la señora Ward.