Выбрать главу

– Lo siento mucho -se deshizo en excusas, sorprendiéndose de que eran ciertas y no las fingía-. Fui a pasear por el jardín y me distraje con su belleza.

– Es precioso, ¿verdad? -coincidió la señora Ward-. Es obra de la señora Harcourt. La señora Sullivan puede pintar un cuadro de una flor que sea bonito y fiel al modelo, pero es la señora Harcourt la que proyecta el jardín.

– ¡Qué don! -dijo Mariah-. Y todo el mundo se beneficia de él. Pero me temo que sin querer he embarrado mis botas y el bajo de su vestido. Ha sido una falta de consideración por mi parte y ahora lo lamento.

– ¡Oh, no se preocupe! ¡Suele pasar! -La señora Ward le restó importancia-. Su vestido ya está limpió y seco, y Nora puede limpiarle este en un abrir y cerrar de ojos.

– Estoy segura de que esto no le pasa a todo el mundo -le dijo Mariah-. No me imagino a la señora Harcourt siendo tan poco elegante o descuidada. ¡Ni debe usted de acordarse de la última vez que lo hizo!

La señora Ward sonrió.

– ¡Claro que me acuerdo! El mismo día que Maude volvió a casa. Fue a buscar unas ramas bonitas para añadir a las flores del recibidor. Las ramas quedan de lo más elegante en un jarrón. Por favor, no le dé más vueltas, señora Ellison.

– ¿De verdad? -A Mariah se le aceleró el corazón. De modo que había sido Bedelía. Pero tenía que estar segura-. Supongo que la señora y el señor Harcourt debían de estar muy nerviosos, esperando a lord Woollard.

– Sí. La señora Harcourt salió a hacer un recado y volvió tan embarrada como usted. La pobre Nora estaba a su lado. Luego, a la señora Sullivan le pasó otro tanto el día después. Al menos eso creo recordar. Iré a buscar a Nora y se la enviaré.

– Muchas gracias. Es usted muy amable.

Mariah se marchó dando vueltas a un montón de ideas en su cabeza. Así que todas salieron. ¿Quién había hervido las hojas? ¿Dónde? ¿Cómo podía descubrirlo? Quizá simplemente las machacaron y las dejaron en infusión, como si se preparasen una taza de té. Podía haber sido cualquiera. Tenía que pensar más, prestar atención. ¡Y ser prudente!

Por la tarde Mariah se ofreció para ayudar a Bedelia en los preparativos de última hora. Por supuesto la cocinera se ocupaba de la comida y de muchas otras tareas que requerían el uso de la cocina. Pero aún quedaba mucho que coser, bolsitas de lavanda que terminar, rosas decorativas que confeccionar y otros motivos ornamentales para el gran árbol de la entrada.

– ¡Habría jurado que había más el año pasado! -exclamó Bedelia mirándolo consternada-. Parece casi desnudo. ¿No cree, señora Ellison?

Mariah miró el inmenso árbol; sus agujas verde oscuro aún estaban frescas y perfumadas de olor a tierra y a abeto. Estaba decorado de manera pródiga con cintas y ornamentos, debajo de él había una bonita montaña de paquetes y otros más pequeños con encajes y flores colgaban de sus ramas. Distaba mucho de parecer desnudo, pero en efecto quedaba algún hueco donde podía colgarse algo más. Era importante que la consideraran necesaria.

– Es maravilloso -respondió con diplomacia-. Pero tiene usted razón. Aún hay uno o dos sitios que se pueden adornar. Estoy segura de que no será difícil encontrar telas para fabricar un par de docenas de adornos. Solo se necesita una pelota de niño, mejor dos de diferentes tamaños, pegamento y papeles de cuantos más colores mejor, abalorios, flores secas, cintas, encaje, lo que sea para hacer bonito. A veces un vestido viejo puede proporcionar telas y retales diversos. Fabricar muñequitas o ángeles no es difícil.

Habría preferido huir, pero todo fuera por la investigación. En su mente empezaban a cristalizar ideas muy definidas, pero ¡necesitaba más tiempo!

Se suponía que la Navidad era una época de perdón, pero lo más seguro es que no hubiera curación sin honor, ni auténtica paz sin que el corazón experimentase un cambio. Y no habría cambio sin verdad.

– No es por falta de telas -le aclaró Bedelía-. Lo que me falta es tiempo, y dudo que las doncellas sepan hacerlo.

– Me encantaría que me permitiera ayudarla, si no le importa -se ofreció Mariah.

Hacía años que no era tan cortés, y a pesar de que tenía ganas de reírse de sí misma, empezaba a disfrutar de serlo. Era como dar un paso fuera de su propia vida, como gozar de una curiosa libertad con respecto a las expectativas de los demás o liberarse de las cadenas de los fracasos pasados.

– Estaría encantada de contribuir en alguna medida a este soberbio árbol -prosiguió con entusiasmo-. Y sería también una suerte de tradición familiar. Los Barrington llevan tantas generaciones en este pueblo que deben de venir decenas de personas a felicitarles y a compartir su hospitalidad.

Eso era seguro. Los comerciantes siempre presentaban sus respetos en esa época del año y compartían pastelillos, fruta confitada y frutos secos, y, cómo no, una taza de ponche.

Bedelia aceptó, y al cabo de media hora estaban sentadas en el salón de costura una frente a otra, desmontando un viejo vestido de noche, quitándole la pedrería, los galones, las tiras de seda fina y terciopelo, y también las cintas y los encajes de dos viejas enaguas que habían encontrado.

– Predomina demasiado el rojo oscuro -criticó Bedelia-. Toda la seda y el terciopelo son del mismo tono.

– Eso es cierto -coincidió Mariah-. Lo que de verdad necesitamos es algo más vivo de otro color. -Miró a Bedelia frunciendo el ceño-. Se me ha ocurrido una idea muy atrevida. Tal vez le parezca ofensiva, pero tengo que preguntárselo. Si le causa pena, me disculpo por adelantado.

– ¡Santo cielo! -Bedelia estaba intrigada-. No soy de las que se espantan con facilidad. ¿Qué idea ha tenido?

– Maude dijo que había viajado a muchos lugares extraños y exóticos.

Un fugaz desagrado cruzó por los ojos de Bedelía, pero lo disimuló.

– ¿Y de qué nos sirve eso?

– Sin duda debía de llevar… ropas extrañas -probó Mariah-. Posiblemente de colores que nosotras no elegiríamos.

Bedelía lo comprendió al instante y su rostro se encendió de satisfacción.

– ¡Ah! ¡Pero claro! ¡Qué lista es usted! Sí, sin duda podríamos cortar algunas de ellas y hacer perfectos ornamentos navideños.

Mariah sintió un escalofrío ante la idea de cortar las ropas de Maude, prendas que había vestido en lugares tan lejanos y que tanto había amado. Debió de ponérselas durante la puesta de sol en algún jardín persa y oler el perfume de extraños árboles y el viento que soplaba del desierto, y levantar la vista hacia estrellas inimaginables. O tal vez serían los pañuelos de seda que se habría comprado en un bullicioso y abarrotado bazar de Marrakech, o de otra ciudad por el estilo. Todos debían ser tratados con ternura, doblados para conservar el olor a especias y a frutas extrañas, a aceites y pieles, y al humo de las hogueras de campamento.

– Es usted muy lista, señora Ellison -decía Bedelía-. La mayoría de sus cosas están aquí y solo tenemos que deshacer las maletas. Y es poco probable que encontremos algo que otra persona se atreva a ponerse. En realidad no me importa regalarlas, incluso a los pobres. Sería…

– Poco respetuoso. -Mariah acabó la frase, lo decía en serio, y al mismo tiempo disfrutó obligando a Bedelia a estar de acuerdo con ella. Se odiaba a sí misma por hacer aquello, pero la verdad requería extraños sacrificios-. De este modo pasarán desapercibidas y contribuirán a la felicidad de los años venideros.

Perdóneme, Maude, pensó para sí. Pero no es fácil llevar a cabo una investigación, y me niego a fracasar. Se puso en pie.

– Supongo que deberíamos empezar. A ver qué encontramos.

Aquello era de mal gusto. Nadie la había invitado a fisgonear entre los efectos personales de Maude, pero sentía curiosidad por si encontraba algo útil. Nadie más, sabiendo que había sido asesinada, dispondría nunca de semejante oportunidad.