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– ¡Oh, Bedelia, deberías perdonarla! -suplicó Agnes-. ¡Aquello fue hace cuarenta años! Ahora Maude ya no está. ¡Y es Navidad!

– ¡No seas tan débil! -la acusó Bedelia-. El mal no se convierte de repente en bien porque sea Navidad.

Agnes se sonrojó hasta adquirir un tono escarlata.

– Claro que no -coincidió Mariah con vehemencia-. Algunas deudas deben ser perdonadas, pero otras deben pagarse, de un modo u otro.

– Su opinión no me importa, señora Ellison -dijo Bedelia con frialdad.

– No hay motivo para que le importe. -Mariah volvió a estar de acuerdo con ella-. Pero las opiniones de su familia sí le importan. Al final es lo único que tiene. Eso y lo que usted sabe, claro. Tal vez por eso Maude era feliz, en el sentido más profundo de la palabra. Sabía que la amaban, y no le importaba el precio; había hecho lo correcto.

– ¡No tengo ni idea de qué está usted hablando!

– Sí la tiene. Probablemente es usted la única que sabe de qué estoy hablando. -Nada conseguiría detener a Mariah-. Cuando era joven, e incluso más hermosa de lo que es ahora, señora Harcourt… -Echó un vistazo a Zachary y añadió-: Este hombre se enamoró de usted. Y como muchos jóvenes, no se negaron el placer del amor.

Bedelía resoplaba en lugar de respirar, pero la cara avergonzada de Zachary hacía imposible negarlo.

– Pero entonces apareció el señor Harcourt, y era mejor partido, así que fue usted tras él -prosiguió Mariah de modo implacable-. Y lo pescó, o al menos despertó en él la admiración por su belleza y cierto deseo físico. Ustedes tampoco se negaron nada. A fin de cuentas, tenía toda la intención de casarse con él. Y todo habría salido bien si Maude no hubiera regresado a casa, y el señor Harcourt no se hubiera enamorado de ella.

Los ojos de Bedelia se clavaban en ella como puñales.

Mariah hizo caso omiso, pero el corazón casi se le atragantaba. Si se equivocaba, de una manera catastrófica y desquiciada, se quedaría destrozada para siempre. Tenía la boca seca y la voz ronca.

– Usted estaba furiosa con Maude porque ella, entre todas las mujeres de la tierra, le había quitado a su amante, pero lo peor estaba por venir. Usted sabía que estaba esperando un hijo. Del señor Sullivan, claro, pero para el caso, podía haber sido del señor Harcourt. Eso le daba el arma perfecta para recuperarlo todo. Se lo dijo. Como, a pesar de su falta de autocontrol, era un hombre de honor, rompió sus relaciones con Maude, a la que amaba de verdad igual que ella lo amaba a él, y se casó con usted. Pagó un alto precio por ser indulgente consigo mismo. Y también su hermana, que prefirió evitarle a usted el deshonor.

Hubo exclamaciones, tintineo de cubiertos e incluso se rompió el pie de una copa.

– Eso es lo que usted no puede perdonar: haber sido injusta con ella -prosiguió de manera implacable-. Y Maude sacrificó su felicidad por la de usted, y quizá por el honor del señor Harcourt. Aunque creo que en realidad fue por el del señor Sullivan.

Arthur miró a Bedelía con una mirada atónita y terrible en los ojos.

– ¿Randolph no es mi hijo, y tú lo sabes? -preguntó con calma.

– ¿Está… está usted segura? -preguntó Agnes. Luego miró con atención a Bedelía, y no volvió a preguntárselo.

– ¿Qué significa eso de que no puedes perdonar? -preguntó Arthur a Bedelía.

– ¡No tengo ni idea! -respondió Bedelia-. Es una vieja fisgona y entrometida que escucha detrás de las puertas e intercambia medias verdades y chismorreos con otras viejas que deberían ser más juiciosas, y parece ser que escuchó también los delirios románticos de juventud de Maude.

– No era un delirio -dijo Arthur con mucha calma-. Yo amaba a Maude como nunca he amado a nadie en mi vida, antes o después. Pero no me casé con ella porque me dijiste que estabas embarazada de mí. No te culpo por eso… fue culpa mía tanto como tuya. Ni puedo culpar a Zachary. No es peor que yo y, por el amor de Dios, eras tan hermosa… Pero Maude era alegre y buena. Era valiente, cariñosa, sincera, y era generosa con la vida, con su propio espíritu. Su belleza habría durado eternamente y se habría acrecentado con el tiempo en lugar de apagarse. Lo supe entonces y me convencí de que tenía razón cuando ella volvió, aunque hubieran pasado cuarenta años, que fueron toda una vida mientras estuvo fuera, pero se convirtieron en nada cuando regresó.

– ¡Oh, Arthur! -resopló Agnes-. ¡Debe de haber sido terrible para ti!

Zachary la miraba con asombro, como si no la reconociese.

– Encontré el resto del pipermín -dijo Mariah rompiendo el silencio.

– ¿Qué? -Arthur frunció el ceño.

Mariah vaciló un instante. ¿Tenía que contarlo o aquello ya era suficiente? ¿Pero duraría? No tendría otra oportunidad. Se volvió hacia Bedelia y vio la ira en sus ojos.

– Cuando dio las nueces de macadamia a Maude, le dijo que eran muy indigestas para algunos de nosotros y que le quedaba un poco de pipermín, solo el resto de una botella, suficiente para una dosis. Pero en realidad le quedaba mucho. Hay en mi habitación, y también en las demás habitaciones de invitados. Es un bonito gesto de cortesía, sobre todo en las fiestas de Navidad, cuando todos comemos demasiado.

– ¿Qué tiene eso que ver? -exigió saber Clara-. ¿Por qué ha mencionado el pipermín? ¿Está usted loca de remate?

– ¡Ojalá lo estuviera! -respondió Mariah-. Sería una explicación menos horrible que la verdad. Yo no puedo comer nueces de macadamia; me sientan mal.

Zachary la miraba como si no pudiera dar crédito a lo que oía.

Agnes parecía consternada.

– Pero el pipermín favorece la digestión -prosiguió Mariah-. A menos, claro está, que se le añada unas hojas de dedalera. En ese caso resulta mortal. Muchos de los que hemos preparado alguna vez un ramo de flores lo sabemos. Se debe tener cuidado con algunas: la lluvia de oro, el acónito, la belladona y, por supuesto, la digitalis. Las flores son hermosas, pero su jugo destilado puede provocar un fallo cardíaco. En medicina se usa para ralentizar el corazón, pero solo en pequeñas dosis, claro.

– ¡Es perverso hacer semejante insinuación! -Clara estaba horrorizada-. ¿Cómo… cómo se atreve?

Randolph le dio unos cariñosos golpecitos.

– No temas nada, querida. No puede demostrarlo. -Tragó saliva-. ¿O sí?

Mariah le miró y se percató de que era una pregunta.

– No lo sé -respondió-. No pensaba intentarlo, aunque no me costaría demasiado. No creo que eso importe. Lo que importa es conocer la verdad. Te da la libertad de elegir, al distinguir el bien del mal.

Se volvió hacia Arthur y esperó a que dijera algo. Pero él no la miraba; no le quitaba ojo a Bedelia, y en su rostro leía el miedo y el odio que la traicionaba. Dijera lo que dijese, sabía que ella lo había hecho.

Randolph miraba a su madre con una expresión de horror y compasión, y también con una repulsión que no podía disimular. Entonces se volvió rápidamente hacia Zachary, nuevamente avergonzado. Zachary lo miraba maravillado y con una intensidad que se traslucía en los ojos.

Arthur suspiró. Habló a Mariah como si Bedelía hubiera dejado de existir.

– Usted habló de un jardín en Persia que Maude le describió como si le encantara. ¿Tiene usted idea de dónde estaba exactamente?

– No, pero creo que la señora Dowson lo sabe -respondió Mariah-. Maude le escribía con bastante regularidad. Imagino que se alegrará de contárselo.

– Bien. Me gustaría mucho verlo, sabiendo que ella lo amaba tanto. Usted también lo ha descrito de un modo maravilloso, señora Ellison, y por eso siempre le estaré agradecido. Nos ha revelado usted una terrible verdad, pero por muy profunda que sea, es una herida limpia y se curará con el tiempo.

– Tú… tú no puedes irte a Persia ahora, papá… quiero decir… -Randolph tartamudeó y se quedó callado.