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Pero era una monstruosidad que se la impusieran a Joshua y a Caroline, ¡y mucho más a su invitada!

Oyó voces en el zaguán, y luego pasos en la escalera. Sin duda a la hora del almuerzo se encontraría con aquella pobre mujer y tendría que ser educada con ella.

Y eso fue lo que pasó. En aquellas circunstancias era de esperar que la desdichada criatura permaneciera callada y hablara solo cuando la invitaran a hacerlo. Pero sucedió todo lo contrario: se enzarzaba en una conversación tras la menor pregunta, cuando habría bastado una palabra o dos.

– Tengo entendido que acaba de regresar del extranjero -dijo Caroline de manera cortés-. Espero que haya sido una agradable estancia.

Dejó la frase abierta para que Maude pudiera guardar silencio si no quería hablar del tema.

Pero aparentemente sí quería hablar. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Maude, contagiando de vida a sus ojos, e incluso de pasión.

– ¡Ha sido maravilloso! -dijo con voz vibrante-. El mundo es más terrible y hermoso de lo que podemos imaginar, o creer, incluso después de haber visto grandes extensiones del mismo. Siempre hay nuevas impresiones y nuevos milagros a la vuelta de cualquier esquina.

– ¿Ha estado fuera mucho tiempo? -preguntó Caroline. Parecía haber olvidado lo que Joshua le había dicho. Tal vez no quería que Maude pensara que habían estado hablando de ella.

Maude sonrió mostrando una dentadura excelente, a pesar de que su boca era demasiado grande.

– Cuarenta años -respondió-. Me enamoré.

Era evidente que Caroline no sabía cómo interpretar sus palabras. Las manos de Maude estaban vírgenes de anillos y se había presentado por su nombre de soltera. La única postura decente habría sido evitar el tema, pero ya no era factible. A Mariah no le extrañaba que no hubieran tolerado acogerla en su propia casa. En serio, ¡aquella imposición era demasiado!

Maude miró a Mariah y le fue imposible no percibir la desaprobación escrita en su rostro.

– Me enamoré del desierto -explicó sin alardes-. Y de ciudades como Marrakech. ¿Ha estado alguna vez en una ciudad musulmana de África, señora Ellison?

Mariah estaba escandalizada.

– ¡Claro que no! -le espetó. La pregunta era ridícula. ¿Qué inglesa decente haría tal cosa?

Maude no se detuvo. Se inclinó sobre la mesa, olvidando la sopa.

– Marrakech es una ciudad llana, un oasis que mira hacia las montañas del Atlas, y se extiende desde el minarete de Kutubia hasta la franja de palmeras azules y allende las arenas. Los príncipes almorávides que la fundaron llegaron con sus hordas desde el desierto negro de Senegal y construyeron palacios de una belleza sin rival en esta tierra.

Caroline y Joshua también olvidaron la sopa.

– Hicieron llamar a los mejores maestros del yeso cincelado, del cedro dorado y de los mosaicos de cerámica -prosiguió Maude-. Crearon un jardín tras otro, con patios que llevaban a otros patios y estancias, algunos altos hacia la luz del sol, otros hundidos entre muros sombríos y húmedos. -Sonrió al recordar cierta dicha secreta-. Se puede pasear por la verde penumbra de un jardín de cipreses o respirar la fresca dulzura de un túnel de jazmines, donde la luz es tenue y casi susurra con el rumor del agua y el arrullo de las palomas cuando se acicalan las plumas con el pico. Hay urnas de alabastro, de cristal ricamente decorado, y puertas bermellones pintadas con arabescos de oro.

Se quedó en silencio un instante para recobrar el aliento.

Mariah se sentía excluida de la magia que Maude había visto, y también de la mesa en torno a la que Joshua y Caroline se embebían de sus palabras. Ella tenía la sensación de que sobraba. Y aunque quería rechazar todo aquello por extranjero y completamente vulgar, en su fuero interno estaba fascinada. Pero naturalmente no lo admitiría jamás.

– ¿Y le permitieron ver todas esas cosas? -dijo Caroline con asombro.

– Viví allí una temporada -respondió Maude con los ojos centelleantes al recordarlo-. Fue una época soberbia; cada semana pasaba algo maravilloso o terrible. ¡Nunca me había sentido viva con tanta intensidad! El mundo es tan hermoso a veces que me da la impresión de no poder soportarlo. Una ve cosas de tal belleza que resulta dolorosa. -Sonrió, pero sus ojos estaban anegados en lágrimas-. El crepúsculo en un jardín persa, el fuego del sol muriendo en las montañas púrpura, ambarinas y rosadas; la llamada de los pequeños búhos en el frescor de la noche; el agua que circunda las piedras antiguas, el perfume del jazmín en el claro de luna, rico como la esencia dulce y relumbrante como las estrellas; la luz de la hoguera reflejada en un tambor de cobre.

Apartó la sopa, demasiado embargada por la emoción para comer.

– Podría seguir así indefinidamente. No consigo ni imaginar qué es el aburrimiento. Sin duda ha de ser peor que morir, como alguna terrible enfermedad que te va corroyendo y no te deja ni la alegría, ni el ansia de vida, ni la liberación de la muerte. Aunque el corazón se te encoja porque sabes que no puedes retener esa luz para siempre, es mejor que no haber visto o amado todo eso.

¡Mariah no tenía ni la más remota idea de qué demonios estaba farfullando! Solo una afilada sospecha, como una herida demasiado profunda para notarla al principio, fina como la daga de la envidia, que te traspasa sin que te des cuenta.

¿Qué se podía responder a semejantes cosas? Debía de haber algo que estuviera a la altura, pero ¿qué decir ante tantas emociones desnudas? Era tan indecoroso como desnudarse en público. No era de buen gusto. Eso era lo que pasaba cuando se viajaba a países extranjeros… y no solo extranjeros, sino también paganos. Sería mejor olvidar todo el episodio.

Pero claro, era del todo imposible. La tarde era fría pero muy clara y soleada, aunque el viento era cortante. La única solución era huir.

– Saldré a dar un paseo -anunció Mariah cuando acabó la comida-. Tal vez me haga bien respirar un poco de aire marino.

– ¡Excelente idea! -dijo Maude con entusiasmo-. Es un día perfecto. ¿Le importa si la acompaño?

¿Qué iba a decir? No podía negarse.

– Me temo que no habrá flores de jazmín ni búhos, ni puestas de sol en el desierto -respondió fríamente-. Y me atrevería a decir que lo encontrará frío… y… ordinario.

Una sombra cruzó el rostro de Maude, pero era imposible asegurar si se debió a la idea de la marisma solitaria y el viento marino, o a la negativa implícita en la respuesta de Mariah.

Mariah sintió una punzada de culpa. A la mujer se le había negado el consuelo y el refugio de su propio hogar. Merecía al menos un poco de cortesía.

– Pero por supuesto será bienvenida -añadió a regañadientes. Condenada mujer, que la ponía en la situación de tener que decir eso.

Maude sonrió.

– Gracias.

Salieron juntas, bien abrigadas con capas y chales, y, por supuesto, unas resistentes botas de invierno. Mariah cerró la verja y de inmediato tomó el sendero que llevaba hacia el mar. En verano debía de estar flanqueado de brotes y flores de espino. Ahora estaba desnudo y húmedo. Después de haber vivido todo aquel tiempo en el desierto y en lugares por el estilo, si el viento era lo bastante frío, la humedad bastaría para que Maude desistiera de la idea en media hora como mucho.

Pero Maude era una mujer indecentemente sana y estaba acostumbrada a caminar. Mariah tuvo que hacer acopio de aliento y de todas sus fuerzas para seguirle el paso. Había un kilómetro y medio hasta la costa, y Maude no flaqueó ni una sola vez. Parecía dar por sentado que la vieja dama no tendría dificultad en seguir su ritmo, lo cual era muy irritante y bastante desconsiderado por su parte. Mariah era como mínimo quince años mayor que ella, o más, y, claro, era una dama, no una criatura que iba a pie por el mundo, como si no tuviera carruaje propio.