Era un cielo inmenso y salvaje: un doloroso vacío azul interrumpido solo por unas cuantas nubes, como colas de caballo deshilachadas, al este, en el horizonte, sobre el mar. Las gaviotas, un destello blanco en el sol del invierno, trazaban giros y planeaban en el aire, profiriendo sus agudos gritos como niños bulliciosos. El viento ondulaba la hierba sin flores, y todo olía a sal.
– ¡Esto es maravilloso! -dijo Maude rebosando felicidad-. Nunca había olido nada tan limpio y tan ferozmente vital. Es como si el mundo estuviera colmado de risas. Me alegro tanto de volver a estar en Inglaterra… Había olvidado que el espíritu de la tierra es todavía indómito, a pesar de todo lo que le hemos hecho. ¡Estuve en Snave tan poco tiempo que no tuve oportunidad de salir de casa!
Esta mujer no está en su sano juicio, pensó Mariah con pesar. ¡No le extrañaba que su familia quisiera librarse de ella!
Subieron la colina y el paisaje del canal de la Mancha se abrió ante ellas: la larga franja de arena, el viento y el agua que palidecía hasta resplandecer de blancura con la luz. Las olas rompían en hileras blancas, elevando su rumor y rasgando en la orilla un encaje de espuma, consumiéndose antes de retirarse otra vez a toda prisa. Luego, al cabo de un momento, rugían y volvían a subir unos centímetros, sin cansarse jamás del juego. La superficie fría y azul, sin sombras, se extendía hacia el infinito hasta mezclarse con el cielo. Ambas sabían que Francia estaba a poco más de treinta kilómetros de distancia, pero aquel día el horizonte estaba borroso y difuminado por una bruma que desdibujaba la línea.
Maude se detuvo allí con la cabeza muy alta; el viento le enredaba el cabello que escapaba de las horquillas y a punto estuvo de llevarse también su chal.
– ¿No es sublime? -preguntó-. Hasta este momento había olvidado cuánto me gusta el mar, su inmensidad, su resplandor, sus posibilidades infinitas. Nunca es el mismo que hace un instante.
– A mí siempre me parece el mismo -dijo Mariah en un tono más bien desabrido. ¿Cómo podía alguien estar tan contento sin ningún motivo? ¡Estaba medio loca!-. Frío, húmedo y muy contento de ahogarte si eres lo bastante estúpida para darle la oportunidad -concluyó.
Maude rompió a reír. Se quedó allí de pie en la orilla con los ojos cerrados y la cara hacia arriba, sonriendo, mientras el viento le hinchaba el chal y las faldas.
Mariah dio media vuelta y, pisoteando con fuerza, se sacudió las matas de hierba, o lo que quiera que fuese que se enredaban en sus pies, y tomó el sendero de regreso. ¡Aquella mujer estaba como una cabra! Era insoportable. ¿Cómo podía esperarse que alguien la aguantara?
La cena no transcurrió de mejor manera. Maude les obsequió con relatos de su paseo en barco por el Nilo, de los búfalos bañándose en sus aguas, de los innombrables insectos y ¡de las tumbas de reyes que adoraban animales! Todo eso sería muy moderno, pero absolutamente repugnante. Tanto Caroline como Joshua habían llevado demasiado lejos su sentido de la hospitalidad y fingían estar totalmente absortos, incluso alentaban a su invitada haciéndole preguntas.
Claro que la desdichada siempre estaba dispuesta, y durante toda la cena -el rosbif, el pudin de Yorkshire y las verduras, y luego la Charlotte de manzana y crema- tuvieron que escuchar las descripciones de los jardines en ruinas de Persia.
– Me quedé allí junto a la orilla del arroyo que salpicaba los azulejos de cerámica azules, en su mayoría rotos -dijo Maude, sonriendo pero con los ojos húmedos por el recuerdo-. Estábamos muy arriba y miré a través de los viejos árboles hacia la llana planicie marrón. Cuando vi los caminos que parten al este hacia Samarcanda, al oeste hacia Bagdad, y al sur hacia Ispahán, mi imaginación echó a volar. Los nombres eran ya como un encantamiento. Mientras me envolvía el crepúsculo, los blancos se convertían en oro y en fuego y en la extraña suntuosidad del pórfido… en mi mente oigo aún las campanillas de los camellos y veo sus peculiares andares mientras avanzan en silencio, como sueños que atraviesan la noche inminente, incitando a las aventuras del alma.
– ¿No es difícil a veces? -preguntó Caroline, no como crítica sino tal vez incluso con lástima.
– ¡Oh, sí! A menudo -admitió Maude-. Estás sedienta, te duele todo el cuerpo y estás tan cansada que venderías todo lo que posees por dormir bien una noche. Pero sabes que vale la pena. Siempre vale la pena. El dolor solo dura un momento, la alegría dura siempre.
Y así siguió la historia. De vez en cuando picaba una nuez de macadamia de las que ella había aportado a la mesa para compartir, diciendo que se las había dado su familia, pues sabían que sentía debilidad por ellas.
Solo Joshua aceptó.
– Demasiado indigestas -dijo Mariah, a quien aquella situación cada vez la irritaba más.
– Lo sé -reconoció Maude-. Me atrevería a decir que esta noche lo lamentaré. Pero con un poco de pipermín se aliviará.
– Yo prefiero no cometer la tontería de comerlas -dijo con mucha frialdad Mariah.
– ¿Quiere pipermín? -preguntó Caroline-. Puedo ofrecerle pipermín, si desea.
– Antes prefiero demostrar un poco de autocontrol -respondió Mariah, como si la oferta fuera dirigida a ella.
Maude sonrió.
– Gracias, pero me queda una dosis y estoy segura de que será suficiente. Hay tantas nueces que no puedo resistirme.
Volvió a ofrecer el plato a Joshua, quien tomó dos más y le pidió que continuara con sus relatos de Persia.
Mariah intentó ignorarla.
Parecía como si mañana, tarde y noche estuvieran obligados a hablar o escuchar relatos de un lugar extraño, y fingir que los encontraban interesantes. Había estado en lo cierto en su primera apreciación: aquella sería la peor Navidad de su vida. Nunca perdonaría a Emily por desterrarla a ese lugar. Era monstruoso.
Mariah se despertó a la mañana siguiente cuando oyó a una de las doncellas arañando y golpeando la puerta. ¿Es que la falta de consideración no tenía límites en aquella casa? Se sentó en la cama justo cuando la estúpida muchacha irrumpía en la habitación, blanca como el papel, con la boca abierta y los ojos como dos agujeros en medio de la cara.
– ¡Cálmate, muchacha! -le espetó Mariah-. ¿Qué demonios te ocurre? Ponte derecha y deja de lloriquear. ¡A ver, explícate!
La chica hizo un esfuerzo descomunal, tragó saliva, respiró hondo y habló entre sollozos.
– Por favor, señora, ha pasado algo terrible. La señorita Barrington está tiesa como una muerta en su cama.
– ¡Tonterías! -respondió Mariah-. Estaba perfectamente bien ayer por la noche durante la cena. Lo más seguro es que esté profundamente dormida.
– No, señora, no está dormida. Sé cuando alguien está muerto nada más verlo… y tocarlo. Está muerta, tiesa como la mojama, sí señora.
– ¡No seas impertinente! ¡Ni irrespetuosa! -Mariah bajó de la cama y el aire frío la agredió a través del camisón. Agarró una bata y lanzó una mirada iracunda a la muchacha-. No hables a tus superiores en ese lenguaje tabernario. -Y añadió-: Iré yo misma a despertar a la señorita Barrington. ¿Dónde está Tilly?
– Por favor, señora, Tilly ha pillado un resfriado terrible.
– Entonces déjala en paz. Ve a buscar el té de la señorita Barrington. Y el mío también. Recién hecho, recuerda. No lo quiero recalentado.
– Sí, señora.
La muchacha se alegró de que le dispensaran de la responsabilidad de tener que contárselo al señor y a la señora. No le gustaba la vieja dama, a los demás criados tampoco… ¡miserable vieja! ¡Que se la encontrara y lo contara ella!