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– ¿Es que no nos vas a contar nada? -había preguntado Babs con la boca llena.

– No hay nada que contar -había respondido Kyla-. Y ¿queréis hacer el favor de dejar de mirarme los tres? No me va a crecer la nariz como si fuera Pinocho.

– Puedes estar mintiendo por omisión -sermoneó Babs-. No es muy deportivo por tu parte dejarnos in albis.

Kyla dejó el cuchillo en el plato, contó hasta diez sin apartar la vista de él y luego levantó la cabeza.

– De acuerdo. Me llevó al bosque, aparcamos, me arrancó la ropa e hicimos el amor desenfrenadamente y con pasión en el asiento trasero. Éramos como animales en celo, nos consumía la lujuria.

Cuando terminó, ella era la única que sonreía.

– No tiene gracia -dijo Meg severamente-. Llevamos meses diciéndote que eres demasiado joven para quedarte encerrada, que debes seguir viviendo. Te hemos estado animando a que salgas con chicos, y el señor Rule es el primero del que no has salido huyendo. Simplemente, estamos contentos por ti.

Kyla los miró con cansancio.

– De eso se trata, mamá. No hay nada de lo que estar contento. Mi marido se llamaba Richard Stroud y se murió. Seguirá siendo mi marido hasta el día de mi muerte. No voy a enamorarme otra vez de nadie que no sea Richard, y tampoco lo estoy buscando.

– Amor, amor, amor -exclamó Babs, exasperada-. ¿Por qué siempre tienes que sacar el amor a colación? ¿Por qué no puedes salir, sencillamente, a divertirte? Disfruta. No tienes que estar enamorada de un chico para pasarlo bien con él.

– A lo mejor tú no, pero yo sí. Y lo sabes muy bien, Babs. Y también sabes perfectamente que los hombres no salen con las mujeres sólo para divertirse un rato, sino que, a cambio, esperan irse con ellas a la cama. Lo siento, mamá; lo siento, papá -se disculpó al ver que éstos palidecían-, pero así son ahora las cosas. Y no quiero volver a oír hablar de Trevor Rule ni de ningún otro. No estoy en el mercado. ¿Está claro?

Los tres se habían plegado a sus deseos y habían cambiado de tema, aunque ella sabía que Trevor Rule estaba lejos de ser un asunto cerrado. El lunes, cada vez que sonaba el teléfono sus padres corrían a contestar, esperando que fuera Trevor. Y en la tienda, Babs hacía lo mismo. Kyla se alegraba de que ninguna de las llamadas hubiera sido de quien obviamente esperaban.

Se alegraba, aunque estaba una pizca decepcionada. Al menos podría haber intentado ponerse en contacto con ella y darle así la satisfacción de decirle que no quería volver a verlo. A pesar de sus buenas intenciones, se encontraba a menudo pensando en él.

Y al verlo ahora allí, en la trastienda, se le revolvió el estómago. Un murmullo sordo, como el del océano, le llenaba los oídos.

– Hola, Trevor.

Alguna agencia de publicidad debería proponerle hacer de modelo de pantalones vaqueros, pensó. Le sentaban de miedo. Llevaba una camisa de algodón que rellenaba a la perfección: pecho, brazos… El viento le había revuelto el pelo. El parche le daba un aire peligroso, como de mercenario, de hombre que vivía más allá de las leyes, con el que había que tener cuidado. Mucho cuidado.

Desmintiendo su imagen de macho, Trevor se acuclilló para hablar con Aaron, que estaba delante de una gran cámara frigorífica donde se guardaban las flores.

– Hola, scout.

El niño estaba golpeando el cristal con las dos manitas, lleno de entusiasmo. Trevor le dio una palmadita en el trasero y Aaron gorjeó encantado a modo de saludo. Dedicó al inesperado visitante una gran sonrisa que dejó ver sus dientes.

– Tengo trabajo, perdonad -dijo Babs, y desapareció.

Sin razón, Kyla se puso de pie. Luego, cuando también Trevor se incorporó, volvió a sentarse. Si hubiera podido ver el lado cómico de aquel sube y baja, se habría echado a reír.

– Estás muy guapa -dijo él.

Ella se miró el vestido, muy normalito. Era de color champán, sabía que ese tono le sentaba bien, pero no era nada especial y se preguntó a qué vendría ese comentario. Luego se dio cuenta de que él nunca la había visto arreglada.

– Gracias.

¿Se suponía que ella también debía decirle que estaba guapo? Pues no estaba guapo. Su aspecto era… sexy. Desde luego, no iba a decírselo, estaba segura de que ya lo sabía.

– Huele bien aquí.

Las manos de Kyla se aferraban al bolígrafo. Se obligó a relajarlas.

– Es una de las ventajas de trabajar en una floristería. Siempre huele bien.

– Pensaba que eras tú. Tu perfume.

Volvió a aferrarse al bolígrafo. Su mirada se apartó de la cara de Trevor y fue a recaer en Aaron.

– Aaron, no.

Se levantó de la silla y rodeó el escritorio en un intento por salvar los claveles. Estaban en un cubo de agua, listos para los centros de flores que les habían encargado por la mañana. Se acuclilló y apartó al niño de los claveles e intentó distraerlo con sus juguetes.

– Anda, juega un poco con el osito Pooh.

Cuando se puso de pie, se encontró a tan sólo unos centímetros de Trevor. Se apresuró a retroceder.

– Se mete en todo -nerviosa, se llevó una mano a la cadena de oro que llevaba al cuello, la cual parecía atraer la atención de Trevor. Ni el conde Drácula habría estudiado su cuello con tanto interés.

– ¿Traes siempre a Aaron al trabajo?

– No.

Le contó que su madre tenía hora en el dentista. En ese momento no sabía si deseaba que su madre apareciera y la salvara de estar a solas con Trevor… o si más bien prefería que no llegara a enterarse de que él había ido a verla a la tienda.

Pero ¿por qué le estaba dando tanta importancia? Era un cliente más.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– Ah, sí -contestó él, concentrándose de nuevo-. Quería hacer un encargo.

– Muy bien.

Varios pensamientos acudieron a su mente. El principal era para quién serían las flores. Si no quería nada más que eso, ¿por qué no lo había resuelto con Babs? Dios mío, tal vez no quería verla y había sido Babs la que lo había empujado hasta allí, cuando todo lo que él pretendía era hacer un encargo.

– Yo…, vamos a ver, sí, aquí está el cuaderno de pedidos -lo agarró y escribió el nombre de Trevor-. ¿Qué tenías en mente?

– No sé muy bien. ¿Qué puedes sugerirme? -él se colocó tras ella cuando Kyla se inclinó sobre el escritorio para rellenar la hoja de pedido. Ella notaba el roce de las piernas de Trevor contra su falda y se acordó de una película francesa que Babs le había llevado a ver unos meses atrás. Cerró los ojos un instante, hasta que la imagen pornográfica desapareció.

Tomó aire y preguntó:

– ¿Es para una fiesta, para obsequiar a alguien…?

– Para un cena de negocios, pero no formal.

¿Una cena de negocios? ¿Dónde? ¿Para quién serían las flores?

– Una cena de negocios, de acuerdo

– Me gustan las orquídeas -dijo él.

– ¿Orquídeas?

– Sí. Ésas que son grandes, blancas, como esponjosas.

No te imaginas lo que encontré el otro día en una caja. La primera orquídea que me regalaste para el bailé de primavera Chi Omega. ¿Te acuerdas? En ese baile me enamoré de ti y de las orquídeas de campana.

Kyla miró a Trevor, asombrada.

– ¿De campana?

– ¿Cómo?

– Orquídeas de campana. Son las flores que has descrito. Es un híbrido -como él no decía nada, Kyla prosiguió-. Son muy bonitas. Tienen pétalos blancos grandes y rizados, y la garganta es muy dorada -él no dejaba de mirarle los labios mientras hablaba. Ella se preguntó cómo, en sólo unos segundos, la palabra «garganta» podía de repente sonar tan provocativa.

– A ésas me refería.

– Tengo… tengo que encargarlas a Dallas. ¿Para cuándo las necesitas? -¿por qué la miraba como si quisiera comérsela y por qué lo permitía ella?