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– Que si vas a volver a salir con él.

– No. Y se acabó la discusión.

Babs apuntó a su amiga con el dedo y la miró con los ojos entrecerrados.

– Te lo pasaste bien -la acusó-. Sé perfectamente que lo pasaste bien.

«Demasiado bien», pensó Kyla..

– Lo hice para devolverle el favor. Ahora estamos en paz. Además -añadió mientras empujaba la puerta mosquitera-, probablemente no vuelva a invitarme a salir.

Lo hizo. El jueves. No había sabido nada de él hasta que sonó el teléfono de Traficantes de pétalos. Como Babs estaba ocupada atendiendo a un cliente, Kyla contestó.

– Traficantes de pétalos.

– ¿Kyla? Hola.

– Hola.

– Soy Trevor.

¡Cómo si hiciera falta que se identificara! Kyla había reconocido su voz inmediatamente. Al oírla, una deliciosa flojera se apoderó de su cuerpo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó ella, deseando que su voz no sonara sin aliento.

– Yo bien. ¿Y tú?

– Bien. Ocupada. Esta semana no he parado. Los días se han ido volando -no quería que pensara que había estado pegada al teléfono esperando su llamada. La razón por la cual pensaba que era necesario seguir aquellas reglas de cortejo se le escapaba.

– ¿Qué tal Aaron?

– Bastante gruñón. Me parece que le está saliendo un diente.

La risa profunda de Trevor llenó el oído de Kyla antes de que le llegara su respuesta.

– Entonces tiene derecho a estar gruñón.

Los dedos nerviosos de ella retorcieron el cable del teléfono. ¿Debería darle de nuevo las gracias por haberla invitado el sábado por la noche? No, eso sería recordarle la cita. Y el beso.

– Te llamo porque…

– ¿Sí?

– Ya sé que es un poco precipitado, pero los Haskell…, ¿te acuerdas de Ted y de Lynn?

– Claro.

– Pues me han invitado a cenar en su casa mañana por la noche. Una barbacoa, en el patio. ¿Te gustaría venir?

– No creo que pueda.

– Ha sido idea de Lynn -se apresuró a añadir él~. Quiero decir, me preguntó si quería ir con alguien y cuando le dije que contigo, se alegró mucho. Parece que os caísteis bien.

– Sí, la verdad es que sí. Me cayó muy bien. Pero el viernes por la noche no puedo. Aaron…

– También está invitado. Lynn dijo que tienen una piscina hinchable y que los niños, ellos tienen dos, podrían jugar en la piscina -volvió a reírse y Kyla se dio cuenta de cuánto le empezaba a gustar aquella risa-. Ya sabemos que a Aaron le gusta el agua…

– No sé, Trevor.

– Por favor.

La indecisión carcomía a Kyla. ¿Debía aceptar? No, no quería que Trevor se llevara una impresión equivocada. Sin embargo, ¿cómo iba a llevarse una impresión equivocada si el niño también estaba invitado? No parecía plausible que la velada acabara por transformarse en una cena romántica.

Y ¿no resultaría descortés rehusar la invitación de los Haskell? La pareja le había caído realmente bien. Y nunca venía mal cultivar la amistad de un banquero. En tanto que mujer al frente de un negocio, aquel contacto podía resultar de ayuda en el futuro. A lo mejor, algún día, Babs y ella podían llegar a necesitar un crédito para ampliar el negocio…

Dios santo, ¿a quién estaba tratando de convencer?

La verdad era que quería ir, aunque sólo fuera para probar que lo del sábado por la noche, y en especial el beso, no habían significado nada. Trevor acababa de instalarse en Chandler y no conocía mucha gente. Buscaba su compañía, eso era todo.

La culpa de que ella recordara aquel beso cargado de erotismo era de Babs, que desde hacía poco había empezado a llevarla a ver películas con escenas eróticas. Y también tenía la culpa el hecho de que, desde hacía casi dos años, ningún hombre la hubiera besado en los labios.

Aquel beso no había significado nada. ¿Por qué le daba tanta importancia? ¿Por qué no limitarse a disfrutar de la hospitalidad de los Haskell?

– Suena divertido, Trevor. Gracias por invitarme. Bueno, por invitarnos. Estaremos encantados de ir. ¿A qué hora?

– Siete en punto, hora oficial.

– La verdad es que el reloj digital indica seis y cincuenta y ocho, pero estamos listos.

Kyla se hizo a un lado y Trevor entró en la casa. Cada vez que lo veía se admiraba de lo alto que era. ¿O más bien era corpulento y por eso parecía tan alto? Unos bíceps impresionantes asomaban debajo del polo blanco de manga corta. Si Babs hubiera andado por allí, seguro que habría hecho algún comentario sobre lo bien que le quedaba el pantalón.

– ¿Están en casa tus padres?

– No, te mandan saludos. La mayoría de los viernes por la noche se van a jugar a las cartas y al dominó a casa de amigos. Cada viernes a una casa distinta, van rotando dentro del grupo.

– ¿Por eso no sabías si podías venir conmigo esta noche?

Ésa era una de las razones, pensó Kyla. Una de las menos importantes.

– Sí. Encontrar una canguro buena es difícil. Cuando empiezan a tener edad para poder confiar en ellas, comienzan a pensar en los chicos.

– ¿A ti te pasó lo mismo?

– ¿Qué?, ¿pensar en chicos? Pues claro -dijo, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa. A él le encantó el modo como el pelo bailaba sobre sus hombros-. Con una amiga como Babs, no tenía elección. En el instituto éramos unas degeneradas, locas por los chicos.

– Veo que las degeneradas han estado tomando el sol.

El vestido blanco de verano resaltaba el bronceado. Había dudado en ponérselo porque dejaba al descubierto los hombros y la mayor parte de la espalda, sólo cubierta por unas tiras entrecruzadas. Después de ducharse, se había aplicado una loción para conservar el bronceado. Se había dado polvos en los hombros y también se había pasado la brocha por la nariz, los pómulos y la frente. Tenía las puntasdel cabello aclaradas por el sol; su aspecto era veraniego, dorado.

– Por las tardes -respondió con timidez, consciente de que la mirada de Trevor la estaba recorriendo de arriba abajo-. Cuando volvemos a casa todavía hay media hora de sol.

– Te queda fenomenal -la voz de Trevor sonaba un poco ronca. Igual que cuando la había besado la otra noche.

Ella se apresuró a moverse.

– Aaron está arriba.

– Te ayudaré a traerlo.

– No hace falta.

– Cuatro manos son mejor que dos -dijo mientras la seguía escaleras arriba-. Y con Aaron ni siquiera estoy seguro de que cuatro sean suficientes.

Cuando entraron en el cuarto, el niño estaba de pie dentro de la cuna, agarrado a los barrotes. En cuanto vio a Trevor, lo señaló con el índice y empezó a mover el brazo arriba y abajo balbuceando algo que sólo él podía entender.

– Creo que me ha reconocido -dijo Trevor, complacido. Sacó al niño de la cuna, alzó los brazos y lo agitó por encima de su cabeza-. ¿Has sido el terror de la casa esta semana? ¿Has comido más claveles?

Cuando levantó al niño en el aire, Kyla se fijó en la cicatriz que recorría su brazo izquierdo. Empezaba en la muñeca, giraba en el codo y desaparecía bajo la manga del polo. Cuando Trevor se dio la vuelta, riendo, para hacerle un comentario, se dio cuenta de lo que estaba mirando.

Se puso serio.

– Te dije que era feo.

Kyla llevó los ojos hasta su cara.

– Debes haber sufrido muchísimo.

Él se encogió de hombros.

– No tanto. ¿Preparada?

Se encargó de Aaron mientras Kyla se echaba al hombro la bolsa con las cosas del niño. Trevor miró la bolsa con asombro.

– Parece como si nos fuéramos de viaje, ¿eh? -comentó ella riéndose-, pero es mejor ir preparada. Seguro que Lynn me entiende.

Trevor la ayudó a cerrar puertas y ventanas en la planta baja.

– Tenemos que poner la sillita de Aaron en mi coche -dijo Trevor cuando estaban bajando las escaleras del porche.

– ¿Vamos muy lejos? Puedo llevarlo en brazos.