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Trevor, mientras ella daba explicaciones a sus padres, continuaba mirándola fijamente con su único ojo, aquel ojo verde que compensaba de sobra la ausencia del otro. Ella, evitando encontrarse con su mirada, lo acompañó a la puerta y dijo el buenas noche de rigor antes de que Clif y Meg pudieran subir a acostarse y la dejaran de nuevo a solas con él. Incluso cuando estaba ya cerrando la puerta, él seguía mirándola fijamente. En ese momento Kyla se había prometido que no volvería a verlo.

A la luz del día, con el recuerdo del beso de la noche anterior todavía ardiendo en su memoria, se repitió la promesa.

– No puedo ni debo volver a verlo.

Pero no iba a ser fácil. Llamó a la hora del desayuno.

– Kyla -dijo en cuanto ella contestó-, siento llamar tan temprano, pero tengo que hablar contigo. Anoche…

– Ahora no puedo, Trevor. Estoy dando de desayunar a Aaron y está tirándolo todo.

– ¿Quieres que comamos juntos, los tres?

– Gracias, pero no podemos. Papá y yo vamos a pintar hoy mi antiguo balancín.

– ¿Cuándo? Puedo ir a echaros una mano.

– No, no, mejor no vengas -se apresuró a decir-. No sé exactamente cuándo nos pondremos a ello y no quiero que desperdicies el día.

– No me importa. Quiero…

– Tengo que colgar, Trevor. Adiós.

Él se presentó de todas maneras a media tarde. Ella fingió que tenía dolor de cabeza y ni siquiera bajó a saludar. Sus padres la miraron con desaprobación una vez que Trevor se hubo marchado, pero no dijeron nada.

Babs no se anduvo con tantas contemplaciones. Kyla hizo caso omiso de sus nada sutiles miradas y gruñidos despreciativos, pero hacia finales de semana Babs ya articulaba sus pensamientos con palabras.

– Ese tipo lleva cinco días llamando varias veces al día.

– Es su problema.

– Y el mío. Me he quedado sin disculpas para justificar por qué no puedes ponerte al teléfono.

– Con la imaginación que te caracteriza, Babs, estoy segura de que se te ocurrirán otras. Si es que vuelve a llamar.

– Llamará. No es un cobarde como tú.

Kyla se giró hacia ella.

– No soy ninguna cobarde.

– ¿Ah, no? ¿Entonces por qué te complicas tanto la vida para no hablar con él? ¿Qué hizo, algo tan despreciable como intentar agarrarte la mano?

– No soporto tu sarcasmo.

– ¿Quieres saber lo que pienso?

– No.

– Me parece que hicisteis algo más que agarraros de la mano.

Kyla se giró para que Babs no viera el rubor que cubría sus mejillas.

– Como ya te he dicho antes, tienes una imaginación muy calenturienta.

– Si no, no estarías tratando de huir de él de esta manera. Si Trevor Rule no hubiera conseguido ya algo de ti, te reirías de su empeño en verte.

– No tiene gracia.

– Exacto. Es muy serio.

– ¡No!

De pronto, en aquel ambiente ya tenso, hizo aparición el sujeto de su disputa. La campanilla que había en la puerta de Traficantes de pétalos sonó cuando Trevor entró en la tienda. Simultáneamente, las dos mujeres volvieron la cabeza en esa dirección. Él sólo miró a una, aquella cuyo rostro palideció repentinamente, la que se humedeció, nerviosa, el labio inferior, la que entrelazó las manos a la altura de la cintura porque no sabía qué hacer con ellas.

– Perdonadme -dijo Babs. Se escurrió por la puerta de batiente y desapareció en la trastienda, murmurando por lo bajo algo sobre Mahoma y una montaña.

Kyla tenía la vista fija en la franja de suelo que los separaba. Quizá hubiera ido para encargar unas flores, o para hablar del tiempo. Por cualquier razón excepto aquella que más temía.

Las palabras de Trevor disiparon rápidamente sus esperanzas.

– ¿Por qué me estás evitando?

¿Quería jugar fuerte? Pues jugarían fuerte, se dijo Kyla. Levantó la cabeza con orgullo y lo miró.

– ¿Tú por qué crees?

– ¿Por lo que te dije el viernes por la noche?

– Has acertado.

– ¿Te ofendí?

– Tergiversar de ese modo la palabra«amor» es ofensivo.

– No la estaba tergiversando. Siento lo que te dije, no te estaba mintiendo.

– Me resulta imposible creerlo.

– ¿Por qué?

Ella lo miró fijamente, pasmada.

– ¿Cómo puede ser? Sólo nos hemos visto cuatro veces y tú me dices que estás enamorado de mí…

– ¿Llevas la cuenta? -una sonrisa burlona curvó las comisuras de los labios de Trevor y el bigote se elevó y dejó ver los dientes blancos, brillantes.

– La única razón de que recuerde cuántas veces nos hemos visto es que me dijeras algo tan fuera de lugar -malditos fueran esa sonrisa y ese bigote, y su estómago por retorcerse de ese modo, pensó Kyla.

– Algunas veces pasa.

– A mí no.

– Pero a mí sí. Me he enamorado de ti, Kyla.

Ella le dio la espalda y se abrazó, apoyada contra el mostrador.

– No vuelvas a decir eso, por favor.

Él fue hacia ella. Kyla sintió su presencia antes incluso de que le pusiera las manos sobre los hombros. Era como si el sol calentara su espalda en la playa al atardecer.

– ¿De qué tienes miedo, Kyla?

– De nada.

– ¿De mí?

– No.

– ¿Te da miedo lo que puedas sentir?

– No siento nada.

– Algo sientes -le retiró el pelo hacia un lado y le pasó los dedos por la nuca-. Tú también me besabas.

Ella inclinó la cabeza hacia delante. La barbilla casi le llegaba al pecho.

– Eso no quiere decir nada.

– ¿No?

– Sólo que llevaba mucho tiempo sin besar a nadie.

– ¿Y te gustó?

– Sí… No… Por favor, no puedo hablar de esto contigo.

– A mí me gustó, Kyla. Me encantó. Y me pareció que así debían ser las cosas.

Ella se dio la vuelta para encararlo, atrapada entre Trevor y el mostrador.

– Pues no estuvo bien, Trevor -declaró con énfasis.

– Dime por qué.

– Porque yo quiero a mi marido.

– ¡Pero si murió!

– En mi corazón, no -respondió ella, enfadada, llevándose una mano al pecho-. Allí sigue vivo, y pretendo que continúe siendo así.

– Es una locura. Es antinatural.

– ¡Y no es asunto suyo, señor Rule! -ella lo empujó y se apartó de él. Cuando volvió a mirarlo, el pecho le subía y le bajaba con agitación. Respiraba con dificultad-. No te he engañado. He sido sincera desde el principio. El segundo día que nos vimos te dije que no quería salir con nadie, que no quería enamorarme. Ya estoy enamorada, y es un amor que durará para siempre, el resto de mi vida. Ninguno podrá igualarlo y no me resignaré a menos.

Impaciente, se secó con el dorso de la mano las lágrimas que afloraron a sus ojos.

– Yo te lo dejé muy claro y tú insististe en verme. Lo siento si te ha dado por enamorarte de mí, pero tendrás que aguantarte. No quiero volver a verte, Trevor. Ahora, por favor, déjame sola.

La mandíbula de Trevor estaba muy rígida. Los músculos del cuello, en tensión, señal de que estaba enfadado. Debajo del bigote, los labios formaban una línea delgada. Los puños, apretados a la altura de las caderas. Kyla no sabía si quería pegarle o besarla, y tampoco sabía qué le daba más miedo a ella.

Finalmente, Trevor giró sobre sus talones y salió dando un portazo. La campanilla bailó con fuerza sin dejar de sonar.

Kyla se derrumbó sobre el mostrador. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo agotador que había resultado físicamente ese encuentro. Le dolían todos los músculos del cuerpo, como si hubieran experimentado una tensión extrema. Un dolor insoportable le perforaba la frente entre las cejas.

Cuando por fin recuperó un poco la compostura, se irguió sobre el mostrador y se encontró a Babs delante de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y expresión amarga.

– Ni se te ocurra decir ni una palabra -le advirtió Kyla. Y lo decía en serio.

– No se me ocurriría -dijo Babs airadamente-. Tú ya has dicho todo lo necesario, y con mucha claridad. Cualquier hombre en su lugar, daría media vuelta y desaparecería. Pero el señor Rule no hará tal cosa. No durante mucho tiempo.