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– ¡Maldita sea!

El pie pisó el freno de la ranchera mientras la sacaba de la carretera y se detenía en el arcén de grava. Las ruedas levantaron una nube de polvo alrededor del vehículo, que se fue asentando poco a poco. Trevor encendió las luces de avería y puso los brazos sobre el volante. Apoyó la frente en las manos.

– Bueno, ¿y qué esperabas?

¿Es que creía que podía irrumpir en la vida de Kyla tranquilamente y que, sin mucho tiempo ni esfuerzo, ésta iba a caer rendida a sus pies?

Sí, eso había creído, tenía que admitirlo. Eso era lo que inconscientemente había esperado. Al hijo de George Rule las cosas siempre le habían resultado fáciles. Los estudios, los deportes, las mujeres… Ningún problema para relacionarse, al contrario: tenía madera de líder.

Para él, la vida había sido un banquete en bandeja de plata. Incluso había desbaratado los planes que su padre tenía para su futuro. Siempre había hecho lo que había querido. A excepción del revés de El Cairo, había llevado una vida regalada. Y ni siquiera entonces la suerte le había dado la espalda. El atentado lo había dejado maltrecho, pero no tan incapacitado como habría podido.

Trevor levantó la cabeza; esa vez apoyó la barbilla en las manos y miró a través del polvoriento parabrisas. Mirara hacia donde mirara, las llanuras de Texas se extendían hasta el horizonte, hasta el infinito.

¿Hacia allí iba su vida, hacia ninguna parte?

El rechazo de Kyla era difícil de tragar, una pildora demasiado amarga.

El vacío que lo carcomía por dentro ¿era tan sólo la reacción natural de un chico mimado para quien la vida había sido fácil hasta entonces? La única cosa verdaderamente importante en su vida se le negaba. Los dioses estarían riéndose de él. Se le negaba el privilegio de realizar el único gesto noble que había tenido en su vida.

Era más que eso. El honor y el sentido del deber tenían poco o nada que ver con su comportamiento con Kyla.

La amaba.

Kyla ya no se reducía a unas palabras escritas en hojas de papel barato, palabras que lo habían acompañado en sus horas de soledad, que habían aliviado su dolor y le habían dado fuerzas para continuar cuando las cosas se habían puesto más negras.

Era una persona, una voz, un olor, una sonrisa.

– Y sigue enamorada de su marido -se recordó amargamente.

Richard Stroud era un tipo maravilloso. Ahora era un fantasma maravilloso. Y los fantasmas solían ser cada vez más mejores y más encantadores que las personas que habían sido. Uno olvidaba los defectos de los que se habían ido y recordaba sólo sus virtudes.

Pero Richard Stroud no era su enemigo, no debía pensar en él en esos términos. Tal vez debería dejar de lado toda aquella locura. Kyla amaba el recuerdo de su esposo. Se lo había dejado bien claro.

«Retírate mientras todavía puedas, chico. No te quiere».

Entonces se acordó de lo apasionadamente que lo había besado, del sabor de su boca, del olor de su pelo y el tacto de su piel, y se dio cuenta de que no tenía intención de retirarse.

– Todavía no.

Cada uno de los movimientos de su mano sobre la palanca de marchas mostraba su determinación de no rendirse. Volvió a incorporarse a la carretera.

Le daría tiempo, espacio para respirar, más tiempo. Tenía derecho a ello.

Entre tanto él estaría ocupado: Tenía muchas cosas que hacer. Y por la noche, en la cama, cuando su cuerpo anhelara el alivio que sólo ella podía proporcionarle, se conformaría con releer sus cartas. Era como si la voz de Kyla le susurrara sus secretos más íntimos en la oscuridad.

– ¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Kyla cuando entró en la cocina.

– Esto…, eh, nada -respondió rápidamente Clif Powers, y se apresuró a reunir los papeles esparcidos sobre la mesa.

– Algo es -no se le había pasado por alto la premura con la que su padre había apartado aquellos papeles de su vista, ni la mirada que había intercambiado con su madre. Las expresiones de ambos eran de culpabilidad, como cuando había sorprendido a Aaron arrancando su yedra preferida en el jardín.

Kyla puso los brazos en jarras.

– Vamos, confesad los dos. ¿De qué se trata?

– ¿Por qué no te sientas y bebes algo, cariño? -sugirió Meg.

– No quiero beber nada. Quiero que me digáis que era lo que tratabais de esconder.

Clif suspiró.

– Deberíamos decírselo, Meg.

Kyla se sentó al otro lado de la mesa, frente a su padre y cruzó los brazos encima del mantel.

– Os escucho.

– El ayuntamiento ha aceptado una propuesta para que esta calle pase a ser zona comercial en vez de residencial. Tu madre y yo nos hemos opuesto, pero hemos sido los únicos. Todos los demás vecinos querían el cambio. El ayuntamiento aprobó ayer la propuesta.

Kyla asimiló la noticia, e inmediatamente pensó en lo que aquello podía representar para el futuro de sus padres.

– ¿Y por qué os oponíais vosotros?, ¿esto no incrementará el precio de la casa?

– Bueno, sí, claro, pero nosotros no queremos marcharnos de aquí -respondió Meg-. No es que nos obliguen todavía, claro. Aún queda un tiempo, pero…

– La causa de que no queráis vender somos Aaron y yo -dijo Kyla con calma. Ahora se daba cuenta de por qué tanto secretismo-. Podemos arreglárnoslas, siempre os lo he dicho.

– Ya lo sabemos, pero no queríamos vender la casa mientras estés aquí.

– Bueno, pues parece que el ayuntamiento ha tomado la decisión en vuestro lugar. Me alegro. Es lo que queríais, vender esta casa, comprar una caravana y viajar.

– Pero Aaron y tú…

– Soy una adulta, mamá. Aaron es un niño sano. Nos compraremos una casa. Será bueno para ambos.

– Pero cuando murió Richard te prometimos que nunca te dejaríamos sola -argumentó Clif.

Kyla puso una mano encima de la de su padre.

– Me conmueve que te preocupes así por mí, papá. Sois maravillosos. Pero mamá y tú tenéis vuestras propias vidas; Os merecéis pasar estos años juntos, ahora que te has jubilado, y no estar pendientes de mí -miró los papeles que había en la carpeta-. Ya os han hecho una oferta por la casa, ¿no?

– Bueno, sí -admitió finalmente Clif-. Pero todavía tenemos dieciocho meses. No hay que aceptar la primera oferta que se presente…

– Pero ¿quién sabe lo que puede pasar en estos dieciocho meses? Una oportunidad así no se presenta todos los días. Si es una buena oferta, debéis aceptarla.

– No -replicó Meg con obstinación, sacudiendo la cabeza-. Te prometimos que no te dejaríamos sola.

– Pero, mamá…

– Hasta que Aaron y tú no estéis bien instalados en alguna parte, ni siquiera empezaremos a pensar en vender la casa. Y no se hable más, jovencita -Meg se levantó dando por concluida la discusión-. ¿Quieres beber algo o no?

Varias horas después, Kyla estaba tumbada en su cama y contemplaba las sombras que la luz de la luna proyectaba en el techo de su dormitorio.

La preocupaba la reticencia de sus padres a vender la casa. La venta les proporcionaría una seguridad económica para el resto de sus vidas. No quería que la pospusieran hasta que quizá estuvieran demasiado mayores como para disfrutar de ese dinero.

Ella era la causa de que vacilaran ante aquella oportunidad. ¿No se daban cuenta de lo culpable que la hacía sentir el sacrificio que hacían por ella? Ya habían pospuesto su sueño dos años a causa de la muerte de Richard. Claro que iba a echarlos de menos. Le daría mucha tristeza ver cómo derribaban la casa para levantar un complejo de oficinas y estaciones de servicio. Sería doloroso, pero sería para bien.

Ya era hora de que ella saliera adelante por su cuenta. Vendieran o no sus padres, ya era hora de que creara un hogar para Aaron y para ella. El problema era cómo convencer a Clif y a Meg.