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– La cocina es toda suya, señora. Si no me necesita, volveré a mi periódico.

Al cabo de unos minutos, ella le puso delante un vaso de zumo de naranja. Él bajó una de las esquinas del periódico.

– Gracias.

Ella sonrió.

– De nada.

– Huele bien.

– Está casi listo.

Él dobló el periódico y lo dejó a un lado para contemplar la mesa. Al parecer lo había encontrado todo. Había sacado unos manteles individuales y la vajilla de diario. Trevor miró sus manos mientras, con pericia, doblaban las servilletas y las ponían formando un círculo encima de los platos. Antes de que ella pudiera darse la vuelta, le agarró una mano, se la llevó a la boca y le besó el dorso.

– Uno se acostumbra enseguida a que lo mimen. Creo que ya me he acostumbrado a que mi mujer me prepare el desayuno.

La miró de un modo que hizo que ella sintiera que se derretía por dentro, como si una ola de placer la arrastrara. Sintió que un calor le subía por el pecho y la cara.

Trató de cerrarse el cuello de la bata.

– Eh, no quiero que empieces a arder -le soltó la mano y ella se escabulló. Volvió al cabo de unos instantes con una fuente en las manos. La puso en la mesa y esperó, nerviosa, su reacción-. ¡Huevos a la benedictina! -exclamó Trevor encantado. La fuente estaba adornada con rodajas de naranja y un poco de perejil.

– ¿Te gustan?

– Comería cualquier cosa que no se mueva del plato, excepto colinabos. Nunca intentes que coma colinabos.

Ella se echó a reír.

– Debe ser lo único que no había en el cajón de verdura del frigorífico.

Mientras hablaban, ella llevó la cafetera a la mesa, volvió a servirle café a Trevor y la dejó encima de un salvamanteles. Él se levantó y le retiró una silla para que se sentara. Ella lo miró sorprendida y él le dio un beso en la nariz.

– Gracias por el desayuno.

– De nada -se sentó. Las manos le temblaban un poco, pero se las arregló para servirle y servirse ella.

– ¡Buenísimo! -aseguró Trevor después de engullir un gran bocado-. ¿Cuándo aprendiste a cocinar así?

– Mi madre me enseñó las nociones básicas. Y fui a unas clases de cocina mientras… -se detuvo en seco.

Trevor levantó la cabeza con expresión inquisitiva.

– ¿Mientras? -repitió.

– Mientras mi ma… mientras Richard estaba destinado en el extranjero.

Él se preguntó por qué ella no habría mencionado nunca las clases de cocina en sus cartas.

– ¿Le dijiste que estabas tomando clases? -¿sería que no tenía todas las cartas? De repente estaba celoso, tremendamente celoso de cualquier cosa que pudiera haberle escrito a su marido y que él, Trevor, ignorara. ¿Qué otras cosas ignoraba?

– No se lo dije.

Los dedos de Trevor se relajaron alrededor de los cubiertos.

– ¿Por qué?

Ella tomó un sorbo de zumo de naranja y se limpió la boca con la servilleta antes de responder.

– Porque quería sorprenderlo cuando volviera a casa -respondió, y cortó un trozo de beicon-. Babs y yo íbamos juntas a clase. Era muy divertido. Babs era la peor del grupo, todo le salía mal, pero el curso no fue una pérdida de tiempo para ella. Al final logró salir con el cocinero que nos enseñaba.

Estaba charlando así porque estaba nerviosa. Trevor se daba cuenta porque no lo miraba nunca a los ojos, clavaba los ojos en un punto en el vacío, justo encima de su hombro. Ni siquiera habían llegado al punto en que ella pudiera mencionar el nombre de Trevor sin ponerse nerviosa.

– Apuesto a que eras la primera de la clase. Esto está buenísimo.

Ella alzó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa que derritió el corazón de Trevor y la redimió por la noche infernal que había pasado en el cuarto de invitados.

– Yo siempre me burlaba de los deportistas que se casaban y engordaban. Ahora entiendo cómo -le guiñó un ojo.

– ¿Hacías deporte?

– En la escuela.

– ¿Qué deporte?

– Mmm, veamos -dio un sorbo de café-. Baloncesto, remo…

– ¿Remo?

– Me temo que en Texas no tenéis remo.

– Por eso tienes los hombros y los muslos tan desarrollados -bajó la vista hacia sus piernas y se fijó en las cicatrices. Allí estaban, la piel atravesada de costuras rosas, brillantes. Se entrecruzaban y formaban una malla que le bajaba por toda la pierna.

Trevor dejó el cuchillo en el plato y la observó. Apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos delante de la boca y se preparó para la mirada de repulsión que esperaba ver en sus ojos. Pero ésta nunca llegó. Cuando ella levantó la vista, en sus ojos marrones sólo había compasión.

– Te advertí que no era agradable -dijo él con voz afilada.

– No es tan terrible, Trevor.

– Ni bonito tampoco.

Ella volvió a mirarle la pierna.

– Debe haberte dolido mucho.

– Mucho.

– Nunca me has contado qué te pasó.

Él parecía azorado y ella lo atribuyó a la timidez.

– No tiene importancia.

– Una vez me dijiste que te sentías incómodo llevando pantalón corto… Pues no tienes por qué.

Una sonrisa curvó su bigote.

– ¿No crees que en la playa las mujeres se taparán los ojos y saldrán corriendo horrorizadas?

– Nada de eso. Eres demasiado atractivo.

Él se puso serio al instante. Se inclinó hacia delante y la atravesó con su único ojo verde.

– ¿De verdad lo crees?

– Sí

Durante unos instantes, Kyla quedó paralizada por la intensidad ronca de su voz y el poder hipnótico de su mirada.

Ella hizo acopio de toda su voluntad para salir del trance y se levantó tan bruscamente que dio un golpe a la mesa y los vasos del zumo se tambalearon.

– Si has terminado, retiraré los platos.

Se giró, pero no fue muy lejos. Sin levantarse de la silla, Trevor metió los dedos bajo el cinturón de su bata y la obligó a detenerse. Luego la hizo volverse hacia él, tiró de ella y la atrapó entre los muslos abiertos, de modo que la cara de éste quedó a la altura de sus pechos.

– Gracias por el desayuno -murmuró.

– Era lo menos que podía hacer.

Kyla bajó la mirada hacia la coronilla de Trevor. Allí se le formaba un remolino. No resultaba fácil, pero resistió el impulso de enredar sus dedos en los mechones de ébano para comprobar si eran tan sedosos como parecían.

Le resultó difícil mantener los ojos abiertos cuando un pómulo áspero rozó uno de sus senos. Finalmente sus ojos perdieron la partida y sus párpados se cerraron. Notaba el aliento de Trevor mientras la nariz de éste se hundía entre sus pechos.

– Te has dado un baño esta mañana -no era una pregunta.

– Sí.

– Hueles bien. A jabón. A polvos. A mujer.

Exploró la zona con la boca y, finalmente, localizó su pezón por encima de la tela de la bata. No lo besó, ni lo chupó. Se limitó a frotarlo una y otra vez con los labios separados hasta que notó que se endurecía, y entonces lo tocó con la lengua.

– El desayuno estaba delicioso -murmuró. La piel de Kyla estaba húmeda allí donde la respiración de Trevor se filtraba a través de la tela-. ¿Hay postre? -hundió más la cara en su cuerpo, en dulce abandono. Pero casi inmediatamente se retiró y miró hacia arriba-. ¿Mmm? -cuando vio la expresión trémula de Kyla, sonrió, se puso de pie y la hizo retroceder un poco-. No importa. Vístete y vamos a buscar a ese niño antes de que tus padres lo echen a perder con tanto mimo -miró el reloj del horno-. Cuando lleguemos a su casa, estarán saliendo para la iglesia. Me gustaría llevaros a todos a comer al bufé del Club del Petróleo.

– No somos socios -consiguió decir Kyla. Todavía sentía las oleadas de placer que había provocado la boca de Trevor en su pecho.

– Pero yo sí -le pellizcó la nariz-. Recogeré la cocina mientras te arreglas. Quiero presumir de esposa -la besó deprisa y le dio una palmadita en el trasero.