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– Indescriptibles -contestó Kyla con sinceridad-. Ahora ¿podemos cambiar de tema, por favor?

– Una última cosa.

Dando un suspiro, Kyla se cruzó de brazos y puso cara de aburrida.

– ¿Qué?

– Desnudo… ¿es de los que te corta la respiración?

Kyla tragó saliva. Luego, como no quería ni imaginar cuál sería la reacción de su amiga si le dijera que no lo sabía, se limitó a contestar.

– ¿Tú qué crees?

Y Babs tuvo que sacar sus propias conclusiones.

Once

Estaban aprendiendo a vivir juntos. Kyla descubrió que su marido dormía muy poco. Le gustaba acostarse tarde pero era madrugador y se levantaba de buen humor. A ella siempre le costaba levantarse por las mañanas hubiera dormido tres horas o trece. Trevor se habituó a evitarla por las mañanas, al menos hasta que se hubiera tomado la primera taza de café.

Él era propenso a dejar la ropa encima del mueble que tuviera más a mano cuando se desvestía, y a ir dejando olvidadas las páginas del periódico según iba acabando de leerlas, o a dejar vasos vacíos por las mesas. Pero luego recogía todo lo que había ido dejando desperdigado y la ayudaba con las tareas de la casa sin que ella tuviera que pedírselo.

La primera semana Kyla acabó agotada tratando de que Aaron estuviera tranquilo y se portara bien. Trevor no estaba acostumbrado a tener niños pequeños alrededor. Ella temía que la constante actividad de Aaron y su parloteo incesante lo molestaran.

Pero Trevor nunca daba señales de irritación, ni siquiera cuando Aaron se portaba peor. Pasaba con el niño mucho de lo que los psicólogos denominan «tiempo de calidad», haciendo de todo, desde jugar con él en el porche mientras Kyla preparaba la cena hasta leerle libros o bañarlo si ella tenía ambas manos ocupadas. No podría haber encontrado un padre mejor para Aaron que Trevor Rule.

Y tampoco podía quejarse de él como marido. Era considerado y tenía buena disposición. Todas las noches, después de dejarla en el dormitorio, se iba a dormir a la habitación de invitados. No tenía pudor en cambiarse de ropa delante de ella. A menudo, el uno sorprendía al otro medio desnudo por abrir la puerta en el momento inoportuno. Ese tipo de situaciones no dejaban de desconcertar a Kyla, pero Trevor se lo tomaba con tranquilidad.

No escatimaba besos y abrazos. Cualquiera pensaría que estaban felizmente casados. A menudo la abrazaba por detrás y le revolvía el pelo de la nuca con la nariz, le alababa el peinado, el color del cutis o su figura. Con frecuencia, su beso de buenas noches era tan seductor que cuando se encerraba en el dormitorio, Kyla se decía que era una estúpida.

– Es mi marido. Tiene derecho a esperar que me acueste con él. Y si haciéndolo consigo aliviar estos nervios, ¿por qué no?

Entonces abría el cajón de la mesilla donde había guardado la foto de Richard. Cuando contemplaba su rostro, se prometía de nuevo que lo mantendría para siempre vivo en su corazón, que nunca traicionaría su memoria enamorándose de otro hombre y que siempre sería su verdadero marido.

Pero no era tan fácil convencer a su cuerpo. Tumbada en la enorme cama vacía, no era la cara de Richard la que se le aparecía, sino la de Trevor. Su sonrisa. Su pelo. Sus rasgos bronceados. Su beso. Vividamente.

A medida que pasaban los días y las semanas, aquella agitación interna continuó creciendo en su interior hasta que, como en una olla a presión, empezó a salir el vapor.

Fue después de un día particularmente arduo. Había discutido con un proveedor de Dallas que les había facturado un cargamento de rosas que nunca habían recibido. Para colmo, se había peleado con Babs, la cual se había ofrecido a quedarse con Aaron el fin de semana para que Kyla y Trevor se marcharan a uno de esos hoteles de Dallas que ofrecían precios especiales para el fin de semana.

– Creo que necesitas un descanso. Pareces un funámbulo al que se le hubiera olvidado el truco para andar en la cuerda floja -observó Babs importunándola-. Estoy esperando a ver cuándo vas a perder el equilibrio y te vas a caer.

– Estoy bien.

– Algo te pasa, y pienso averiguar de qué se trata, aunque tenga que preguntar a Trevor.

– ¡Ni se te ocurra! -gritó Kyla, dándose la vuelta rápidamente para encararse con su amiga-. No te metas en mi vida, Babs.

Lamentó haber dicho aquello en cuanto las palabras salieron de sus labios y se disculpó inmediatamente, pero el resto del día Babs se mostró resentida. Trevor se había ofrecido a recoger a Aaron en la guardería, pero a ella le tocó ir al supermercado. No encontró todo lo que necesitaba porque habían cambiado la distribución de los productos. Había muchísima gente y los dependientes que pesaban y etiquetaban iban muy lentos. Varias veces estuvo tentada de dejar la fruta y la verdura en la cesta y marcharse sin ellas.

Para cuando llegó a casa, estaba física y emocionalmente agotada. Para ahorrarse varios viajes del coche a la cocina intentó llevar tres bolsas a la vez. Subió al porche y se dirigió hacia la puerta trasera haciendo malabarismos con las tres bolsas de papel marrón.

Lo que vio no contribuyó a mejorar su humor. Trevor estaba repantingado en el jacuzzi con una cerveza fría al alcance de la mano. Y Aaron…

– ¡Aaron! -gritó enfadada-. ¿Se puede saber que es eso?

Trevor sonrió, ajeno todavía a su mal humor.

– Está explorando -respondió- las posibilidades artísticas de la comida. La maestra dice que es una de las cosas que más le gusta, así que he pensado que también lo hiciera aquí en casa.

Su hijo, sentado en una mesita que Trevor le había comprado, estaba en la parte sombreada del porche, cubierto de pies a cabeza por una sustancia pegajosa, la cual, Kyla se sintió aliviada al enterarse, eran natillas de chocolate.

Afortunadamente, sólo llevaba el pañal. La mano gordinflona sacó un pegote de natillas del bol y lo arrojó encima de una hoja de papel de estraza que le había proporcionado Trevor. Lo esparció y lo untó en todas direcciones y luego se llevó la mano a la cara y lamió el chocolate que tenía ente los dedos. Al parecer no era la primera vez que su estómago ganaba preferencia sobre sus tentativas artísticas. Tenía la cara cubierta de chocolate. Le sonrió y balbuceó algo.

– Me parece que ha dicho «pájaro» -explicó Trevor-. Al menos eso es lo que le he sugerido que pinte.

– ¡Está hecho un asco! -gritó Kyla.

Notaba cómo la ira crecía dentro de ella. Sabía que no era razonable enfadarse tanto por una nadería como ésa; sin embargo, era incapaz de controlar el estallido de cólera.

– Luego se lavará -dijo Trevor, pero había fruncido el entrecejo-. La maestra dice que es una actividad muy creativa para él.

– La maestra no tiene que limpiar luego toda esta guarrería -replicó ella sarcásticamente-. Ni tú tampoco. Me tocará a mí. ¿O de eso no habéis hablado la maestra y tú en vuestra amigable conversación?

Avanzó hasta la puerta corredera de cristal e intentó meter el pie en el hueco para empujarla y abrirla más. Pero no se movía y, con las manos ocupadas sujetando las bolsas llenas de comida, se sentía impotente.

Finalmente, rechinando los dientes, miró a su marido.

– No sabes cómo siento interrumpir tu baño de burbujas, Trevor -dijo con fingida dulzura-, pero creo que lo menos que podrías hacer es salir de ese jacuzzi y ayudarme.

– En cualquier otro momento, Kyla, pero…

– ¡No te preocupes entonces! -gritó ella-. Ya me las arreglaré.

Él salió disparado del jacuzzi, enfadado… y desnudo.

Fue hacia ella. Sus pisadas dejaban huellas mojadas en el suelo de madera rojiza. Kyla se quedó paralizada y no se movió ni siquiera cuando él llegó hasta donde estaba, le arrebató las tres bolsas marrones y, sujetándolas con un solo brazo, usó el otro para empujar la puerta de corredera que daba acceso a la cocina, con tanto ímpetu que rodó hasta el final y chocó contra el marco. Sin importarle su desnudez ni estar chorreando agua, entró en la cocina y arrojó las tres bolsas encima de la encimera.