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– Después de todo lo que has sufrido, te mereces ser feliz.

– No, papá -dijo Trevor ásperamente por encima del hombro de su padre-. Ella es la que se merece ser feliz, ella es la que más ha sufrido.

Al cabo de unos instantes, se dieron las buenas noches y George se dirigió a la habitación de invitados, donde Trevor había dejado su maleta.

Éste fue hacia la puerta del dormitorio con pasos apenas perceptibles, como un niño al que hubieran mandado al despacho del director. Tenía el estómago contraído y el corazón le brincaba dentro del pecho.

¿Qué le ocurría? ¿Estaba emocionado con la idea de que ella fuera a darle la bienvenida a su cama? ¿O temía que fuera a rechazarlo?

¿Asustado? ¿De una mujer que no pesaría más de cincuenta kilos?

«Entonces ¿qué haces ahí parado como un imbécil, mirando la puerta con un nudo en el estómago, el corazón desbocado, las palmas de las manos sudorosas y la entrepierna…?».

«Mejor no pensar en la entrepierna…».

¿De verdad le estaban temblando las rodillas? ¿Por qué, por amor de Dios?

Aquélla era su casa, ¿no? Tenía derecho a dormir en la habitación que quisiera.

Ella era su mujer, ¿cierto? Y sí, llevaba dos semanas mimándola, haciendo y diciendo todo lo que pudiera gustarle y nada que fuera a molestarla.

Había estado intentando ganar su aprobación, merodeando a su alrededor con el rabo entre las piernas hasta que empezaba a resultar francamente incómodo. Ya era hora de hacerle saber que él también tenía algunos derechos.

Abrió la puerta bruscamente y la cerró de un portazo. Kyla dio un brinco en la cama y se tapó con la sábana hasta el cuello.

– ¿Trevor? ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

– No pasa nada. Bueno, te diré lo que pasa -gruñó, lleno de indignación, avanzando por la habitación-. Mi padre está en la habitación de invitados así que, por esta noche, señora Rule, vamos a compartir cama.

Doce

– De acuerdo.

Aquella concesión lo desarmó. Su indignación se desinfló como si hubiera pinchado un soufflé. Hizo girar sus hombros sobre sí mismos para recobrar la compostura.

– Bien -se limitó a decir-. Me alegra que lo veas de ese modo.

Por alguna razón, sin embargo, el tono conciliador de Kyla lo puso más furioso. No necesitaba que lo tratara con condescendencia. ¡No, señor!

Se desvistió con gestos bruscos y descuidados, dando tirones. Iba tirando al suelo cada prenda que se quitaba. La ropa fue cayendo, desperdigada. Cuando se quedó en calzoncillos, retiró la sábana e introdujo los pies debajo. Después de darle unos puñetazos a la almohada, enterró la cabeza en ella.

– Buenas noches.

– Buenas noches, Trevor.

Él le dio la espalda y toda la cama se movió mientras cambiaba de postura buscando una que le resultara cómoda.

«¡Eso es! Así se hace, se lo estoy dejando claro».

Entonces ¿por qué era su cuerpo el que estaba rígido y lleno de deseo? ¿Por qué era su corazón el que no hallaba reposo?

Kyla se despertó y vio que él la estaba mirando. De lado, con la cabeza en la almohada, la cual reposaba sobre un codo doblado. Callado y tenso, la única parte de él que se movía era su ojo, verde, que recorría la cara y el pelo de Kyla como si estuviera haciendo un inventario de sus rasgos.

Ella no se dio cuenta de que había levantado una mano hasta que ésta entró en su campo de visión y tocó suavemente el parche negro.

– Nunca te lo quitas.

– No quiero que lo veas.

– ¿Por qué?

– Es muy feo.

– A mí no me importa.

– ¿Sientes curiosidad?

– No. Tristeza. Estaba pensando lo bonito que es tu ojo, y que es una pena que perdieras el otro.

– Yo doy gracias por que me haya quedado uno.

– Eso se da por supuesto.

– Aunque sólo sea por este momento, por nada en el mundo cambiaría poder mirarte a la cara ahora mismo -tenía la voz ronca de la emoción.

A Kyla le dolía la garganta, tenía ganas de llorar. Su mano bajó desde el parche hasta el bigote. Luego le acarició levemente el labio superior.

Trevor se quedó sin aliento. Su sexo se llenó de calor.

Kyla nunca le había tocado la cara. Ahora no deseaba hacer otra cosa. Los huesos eran pronunciados. La frente, las cejas espesas y lisas, bien dibujadas. Una barba incipiente cubría la mitad inferior del rostro. El bigote, que sus dedos no podían dejar en paz, era sorprendentemente suave. Recorrió con la uña el contorno del labio inferior.

– Ten cuidado, Kyla.

Ella retiró el dedo un momento.

– ¿Por qué?

– Porque llevo siete horas aquí tumbado deseándote. ¿Me entiendes? -ella asintió-. No creo que sea muy inteligente por tu parte tocarme. A menos…

Dejó la frase en suspenso, pero los dos sabían cómo terminaba.

Fuera, la luz del sol se filtraba por las copas de los árboles y proyectaba sombras cambiantes en los postigos cerrados de las ventanas. Los pájaros piaban, las ardillas se perseguían por las ramas y las mariposas iban de flor en flor. Los petirrojos parecían flechas con plumas de colores disparadas de un árbol a otro.

La actividad en el dormitorio era considerablemente menos obvia, pero no menos enérgica. Las emociones brotaban entre ellos como las grandes olas del Atlántico. El deseo era palpable, se respiraba el anhelo que sentían el uno por otro. De haber podido visualizar sus auras, el aire que los rodeaba se habría teñido del rojo de la pasión.

El cuerpo de Kyla no mostraba su deseo tan abiertamente como el de Trevor, pero sufría la misma aflicción. En aquel instante ella sólo podía pensar en satisfacer su necesidad de que la acariciara, la cubriera, la completara.

Volvió a tocarle el labio inferior.

Con un movimiento fluido, él la atrajo hacia sí, se colocó encima de ella y capturó su boca con un beso ardiente. Su sexo buscaba el corazón de la feminidad de Kyla. Lo encontró y lo estimuló con caricias.

– Dios, te deseo -con movimientos frenéticos Trevor le levantó el camisón.

Las manos de Kyla tiraron de la cintura elástica de los calzoncillos para bajárselos. Una mano se deslizó dentro y rodeó la curva firme de las nalgas de Trevor.

Gimiendo, la boca de Trevor atrapó un pezón y se cerró en torno a él mientras disfrutaba del tacto sedoso de la braga y las curvas que escondía. Ella suspiró su nombre y levantó las rodillas. Los dedos de él se deslizaron bajo la seda de la braga.

La puerta del dormitorio se abrió y Aaron entró con el ímpetu de un ciclón en miniatura, parloteando sin parar, como los pájaros del árbol.

Trevor dejó escapar la respiración en un silbido lento y constante, aliviando de ese modo la tensión de su pecho. Pegó su frente a la de Kyla y deseó poder aliviar con la misma facilidad la presión que sentía en los ijares. La risa acudió a sus labios y salió en forma de aire entre sus labios, que todavía estaban sobre la boca de ella.

– Recuérdame que luego lo estrangule.

Kyla también sufría la agonía de tener que sojuzgar forzosamente su pasión. Suspirando, enterró la cara en el cuello cálido de Trevor.

– Si primero no lo he estrangulado yo.

Trevor se retiró de encima de ella pero sin dejar de abrazarla. Ambos concentraron su atención en Aaron.

– Debe haber convencido a su indulgente abuelo de que lo sacara de la cuna -aventuró Trevor.

Encantado con la atención que se le prestaba, Aaron se adueñó del escenario y empezó a realizar algunos de sus mejores números. Las risas de Trevor y Kyla lo animaron aún más. Con una sonrisa tontuela, empezó a dar vueltas en redondo sobre sí mismo. Desoyendo las advertencias que le hacían, continuó haciendo lo mismo hasta que se mareó y alzó los brazos para intentar agarrarse a algo.

Lo que sus manos alcanzaron fue el tirador decorativo del cajón de la mesilla. La gravedad impuso su ley y Aaron estaba demasiado mareado para resistirse a ella. Su trasero aterrizó en el suelo enmoquetado y el cajón salió del hueco y cayó sobre su regazo.