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Guardaron silencio por un momento, pensativas ambas.

— ¿Y cómo quejarme de las cosas buenas que me estaban pasando? No podía decir nada a nadie. Me sentía sola. — Leslie suspiró. — Y bien. Cuando abandoné la música obtuve tanto éxito como pude tolerar. Tuve aventuras, desafíos, entusiasmo, un tremendo aprendizaje…

— No parece tan malo… — comentó la jovencita. Mi esposa asintió.

— Lo sé. Por eso resultaba tan difícil comprender, tan difícil dejarlo. Pero años después me di cuenta de que, al abandonar la música, abandoné mi oportunidad de llevar una vida apacible y gozosa, haciendo lo que realmente me gustaba. La abandoné por largo tiempo, cuanto menos.

Yo escuchaba, sorprendido. Apenas comenzaba a comprender lo que aquello debía de haber sido, lo que mi esposa había descartado al pasar de la música al hielo de su carrera cinematográfica.

La muchacha parecía totalmente confundida.

— Bueno, eso fue cierto en tu caso, pero ¿sería cierto en el mío? ¿Qué debería hacer yo?

— Tú eres la única en el mundo que puede responder a esa pregunta. Averigua qué quieres en realidad y hazlo. No te pases veinte años viviendo por abandono, si puedes decidir ahora mismo seguir la dirección de tu amor. ¿Qué es lo que quieres, en realidad?

Ella lo supo de inmediato.

— Quiero aprender. Quiero ser excelente en lo mío — dijo — Quiero dar algo bello al mundo.

— Lo harás. ¿Qué más?

— Quiero ser feliz. No quiero ser pobre.

— Sí. ¿Qué más?

La muchacha iba entusiasmándose con el juego.

— Quiero creer que hay un motivo que da sentido al vivir, un principio que me ayude a pasar los malos ratos y también los buenos. No es la religión, porque ya lo he intentado, de veras, y en vez de darme respuestas sólo me dicen: «Ten fe, hija mía».

Leslie frunció el ceño al recordar. La joven prosiguió, súbitamente intimidada:

— Quiero creer que en el mundo hay alguien tan solo como yo. Quiero creer que vamos a encontrarnos y… a amarnos, y que nunca volveremos a estar solos.

— Escucha — dijo mi esposa —: todo cuanto has dicho, todo cuanto quieres creer ya es cierto. Quizá tardes algún tiempo en encontrar algunas de esas cosas; otras tardarán mucho más. Pero eso no quita que sean verdad en este mismo instante.

— ¿También ese alguien a quien amar? ¿Hay realmente alguien para mí? ¿El también existe?

— Se llama Richard. ¿Quieres conocerlo?

— ¿Conocerlo ahora? — exclamó ella, con los ojos maravillados.

Mi esposa alargó una mano hacia mí. Salí de tras la muchacha, feliz de que ese aspecto de alguien tan querido quisiera conocerme.

Ella me miró sin decir palabra.

— Hola — dije, yo también algo abrumado. ¡Qué extraño, mirar aquella cara, tan diferente de la mujer que yo amaba, tan la misma cosa!

— Pareces… demasiado… muy adulto para mí.—Por fin había hallado una forma diplomática de decir «viejo»

— Por la época en que vas a conocerme te encantarán los hombres mayores — le aseguré.

— ¡A mí no me encantan los hombres mayores! — protestó mi esposa, echándome los brazos a la cintura— Me encanta este hombre mayor.

La muchacha nos observaba.

— ¿Puedo preguntar… si vosotros sois realmente felices como pareja? — Lo dijo como si le costara creerlo.

— Más felices de lo que puedas imaginar— le dije. — ¿Cuándo te conoceré? ¿Dónde? ¿En el conservatorio?

¿Debía decirle la verdad? ¿Qué aún pasaría por otros veinticinco años, un matrimonio fracasado, otros hombres? ¿Que faltaban una vida y media a partir del momento en que estaba, junto a su maltrecho piano, para que nos conociéramos?

Miré la pregunta a mi esposa.

— Pasará bastante tiempo — dijo ella, con suavidad.

— Oh…

Pasará bastante tiempo parecía haberla hecho sentir más sola que nunca. Se volvió hacia mí.

— Y tú, ¿qué decidiste ser? — preguntó —. ¿Tú también eres pianista?

— No — dije —. Soy piloto de aviones.

Ella miró a Leslie, desilusionada.

— …pero estoy aprendiendo a tocar la flauta.

Me di cuenta de que no le impresionaban los flautistas aficionados. Lo dejó pasar, decidida a descubrir mi aspecto más interesante, y se inclinó hacia mí, muy seria.

— ¿Qué puedes enseñarme? — preguntó —. ¿Qué sabes?

— Sé que todos estamos en la escuela — dije —. Y tenemos algunos cursos obligatorios: Sobrevivencia, Alimentación y Techo— enumeré con intención. Ella sonrió con aire culpable, comprendiendo que yo había oído de sus secretos para ahorrar dinero —. ¿Sabes qué otra cosa sé?

— ¿Qué?

— Que ni las discusiones, ni los hechos ni los argumentos te harán cambiar de idea. A nosotros nos es fácil ver la solución de tus problemas; todo problema es fácil cuando ya lo has solucionado. Pero ni siquiera tu propio yo futuro, materializado de la nada frente a ti para decirte, palabra por palabra, lo que te pasará en los próximos treinta y cinco años, podrá hacerte cambiar de idea. Lo único que te hará cambiar es tu propia comprensión individual, personal.

— ¿Quieres que aprenda eso de ti? — La muchacha rió.— Toda mi familia me cree terca y extraña. Te odiarían si escucharan cómo me alientas:

— ¿Por qué crees que hemos venido a verte? — preguntó Leslie.

— ¿Porque pensasteis que me mataría? — sugirió la jovencita —. ¿Por que a ti te habría gustado que algún yo futuro se hubiera presentado ante ti a esta edad para decirte: «No te preocupes, sobrevivirás»? ¿No es así?

Leslie asintió.

— Prometo sobrevivir— dijo la muchacha —. Más aún, prometo que te alegrarás de que yo viva; prometo que te sentirás orgullosa de mí.

— Ya lo estoy — aseguró Leslie— ¡Los dos estamos orgullosos de ti! Mi vida estaba en tus manos y no me dejaste morir; no abandonaste, pese a que a tu alrededor todo era desesperación. Tal vez no hemos venido a salvarte; tal vez vinimos para agradecerte que abrieras el camino, que posibilitaras el encuentro entre Richard y yo, para que pudiéramos ser felices. Tal vez vinimos a decirte que te amamos.

El mundo empezó a estremecerse a nuestro alrededor. El triste escenario se borroneó. Se nos estaba arrancando de allí.

Ella, al comprender que nos íbamos, se enjugó las lágrimas de los ojos.

— ¿Volveré a veros?

— Eso esperamos… — dijo Leslie, también entre lágrimas.

— ¡Gracias por venir! — gritó aún —. ¡Gracias!

Debemos de haber desaparecido para ella, pues a través de la niebla la vimos reclinarse contra el piano, con la cabeza gacha por un momento. Luego se sentó en la vieja silla y sus dedos comenzaron a moverse sobre el teclado.

7

El severo cuarto desapareció en llovizna arremolinada y el motor rugió allá arriba.

Pye apartó la mano del acelerador y se acomodó en el asiento trasero para observarnos, cálido apoyo.

— ¡Llevaba una vida tan dura! — comentó Leslie, secándose las lágrimas —. ¡Estaba tan sola! ¿Es justo que nosotros recibamos las recompensas de su valor y sus esfuerzos?

— Recuerda que ella escogió esa vida — dijo Pye — También escogió las recompensas.

— ¿Qué recompensas? — preguntó Leslie.

— ¿Acaso no es ahora parte de ti?

Por supuesto, me dije. Su amor por la música, su mente empecinada y firme, hasta su cuerpo, pulido y modelado por años de decisiones, ¿no estaban con nosotros en ese mismo instante, mientras volábamos?