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— Supongo que sí — dijo Leslie —. Pero me gustaría saber qué le pasó después.

— Le pasó de todo — dijo Pye — Siguió con su música y la abandonó, fue a Nueva York y no fue, es una famosa concertista de piano, se suicidó, es profesora de matemáticas, es una estrella de cine, es activista política, es embajadora ante Argentina. A cada giro que tomas en tu vida, con cada decisión que tomas, te conviertes en madre de todos tus yos alternativos. Tú eres sólo una de sus hijas.

Nivelé el hidroavión a unos cien metros por sobre el agua y llevé el acelerador hacia atrás, hasta lograr potencia de crucero. No hay necesidad de altitud cuando el mundo entero es apto para aterrizar.

Allá abajo seguían pasando los diseños, infinitos senderos y colores bajo el agua.

— Complicado, ¿no? — dije.

— Es como un tapiz — observó Pye —. Hebra por hebra, es simple. Trata de tejer por metro y se enreda un poco.

— ¿No echas de menos a tus yos anteriores? — pregunté a nuestra guía —. ¿No nos extrañas a nosotros?

Ella sonrió.

— ¿Cómo extrañaros, si nunca estamos separados? Aunque no vivo en el espacio-tiempo, estoy siempre con vosotros.

— Pero Pye — observé —, tú tienes cuerpo. Quizá no sea igual al nuestro, pero tiene cierto tamaño, cierto aspecto.

— No, no tengo cuerpo. Percibes mi presencia y escoges percibirla como cuerpo. Podrías haber elegido entre un amplio espectro de otras percepciones, todas ellas útiles, ninguna cierta.

Leslie se volvió a mirarla.

— ¿Cuál es la percepción más elevada que podríamos haber escogido?

Yo también me volví. Y vi una estrella blanquiazulada de luz pura, un arco de carbono en la cabina. El mundo se volvió incandescente.

Nos apartamos con brusquedad. Cerré los ojos con fuerza, pero ese esplendor seguía rugiendo. Por fin el fuego desapareció. Pye nos tocó en el hombro y volvimos a ver.

— Lo siento — dijo —. ¡Qué desconsiderada he sido! No podéis verme tal como soy; no podéis tocarme tal como soy. No podemos hablar en palabras y decir toda la verdad, porque el lenguaje no puede describir… Cuando digo yo y no expreso nosotros-vosotros-todo-espíritu-Uno, estoy diciendo una mentira; pero no hablar con palabras es perder esta oportunidad de conversar. Más vale una mentira bien intencionada que el silencio, o que la falta de toda conversación.

Mis ojos aún estaban en llamas por aquella luz. — Dios mío, Pye, ¿cuándo aprenderemos a hacer eso?

Ella se echó a reír.

— Ya lo sabéis. Lo que debéis aprender, en el espacio-tiempo, es a mantener vuestras luces apagadas.

Quedé más intrigado que nunca; me ponía nervioso necesitar de esa persona. Por muy amable que pareciera, era ella quien manejaba nuestra vida.

— Pye, cuando queramos volver de esos yos alternativos en los que aterrizamos, ¿cómo debemos hacer para que el avión nos lleve?

— No necesitáis el avión, en absoluto. Ni tampoco el diseño. Los formáis con vuestra imaginación y hacéis con ellos lo que os place. Y tal como lo imagináis, así parece ser vuestro mundo.

— ¿Imagino que pongo la mano en el acelerador? ¿Cómo puedo poner la mano en el acelerador si estoy en otro mundo? ¿Cómo puedo estar en dos lugares al mismo tiempo? ¡Si tú no nos hubieras sacado de allí, estaríamos atrapados en 1952!

— No estáis en dos lugares al mismo tiempo, sino en todas partes al mismo tiempo. Y sois vosotros los que gobernáis vuestros mundos, no a la inversa. ¿Os gustaría probar otra vez?

Leslie me tocó la rodilla y tomó los mandos.

— Prueba, queridito — dijo — Dime hacia dónde ir.

Me arrellané en el asiento, con los ojos cerrados.

— Recto hacia adelante — dije; me sentía tonto. Con la misma facilidad habría podido decir: «Recto hacia arriba».

El motor nos acunó por un rato. De pronto, aunque no veía nada, percibí una súbita sensación de voluntad en lo oscuro.

— Gira a la derecha — dije —. Bien a la derecha.

Sentí que el avión se inclinaba al girar. Entonces vi líneas luminosas: una fina hebra de niebla extendida verticalmente; otra horizontal. Estábamos a la izquierda del punto donde se cruzaban, cerca del centro.

— Está bien. Recto.

La cruz bajó un poco más y empezó a centrarse.

— Empieza a descender. Un poquito a la izquierda…

Ahora la imagen mental era tan clara como las agujas de un instrumento para el aterrizaje e igualmente exacta. ¡Qué real parece nuestra imaginación!

— Abajo un poquito — dije —. Estamos en trayectoria de planeo, en línea central. Un poquito más a la izquierda. Deberíamos de estar a punto de tocar agua, ¿no?

— Uno o dos metros más — dijo Leslie.

— Bien. Ahora, cierra la potencia — dije.

Oí que las olas rozaban la quilla de nuestro barco volador; al abrir los ojos vi que el mundo desaparecía, envuelto en llovizna. Después todo se convirtió en negrura móvil, en difusas formas plateadas que se estremecían en la oscuridad. Por fin nos detuvimos.

Estábamos de pie en una ancha explanada de cemento… ¡Una base aérea! Luces azules para pistas de circulación en los bordes, pistas a la distancia, aviones de combate a chorro en tierra, plata bajo el claro de luna.

— ¿Dónde estamos? — susurró Leslie.

Los aviones de combate, de los que había filas y más filas, eran Sabrejets F-86F norteamericanos. De inmediato adiviné dónde estábamos.

— En la base Williams de la Fuerza Aérea, en Arizona. Escuela para pilotos de combate. Es 1957 — murmuré — Yo solía caminar por aquí a la noche, sólo para estar con los aviones.

— ¿Por qué hablamos en susurros? — preguntó ella.

En ese momento apareció un jeep de la Policía Aérea por el extremo de una pista; venía patrullando y avanzó hacia nosotros. Aminoró la marcha, giró alrededor de un avión aparcado a nuestra derecha y se detuvo.

Aunque no podíamos ver al policía, sí oímos su voz.

— Disculpe, señor — dijo —, ¿podría mostrarme su documento de identidad?

Respondió una voz baja, con unas cuantas sílabas que no captamos.

— Está hablando conmigo — dije a Leslie —. Recuerdo esto.

— Por cierto, señor. — La voz del policía. — Sólo es una verificación. No hay problema.

Un momento después, el jeep retrocedió para esquivar el ala; su conductor puso la primera, apretó el acelerador y viró alrededor del avión. Si nos vio, no dio señales de que así fuera. Antes de que pudiéramos hacernos a un lado, los fanales delanteros eran soles deslumbrantes que estallaban hacia nosotros.

— ¡CUIDADO! — grité, demasiado tarde.

Leslie lanzó un alarido.

El jeep siguió en línea recta hacia nosotros, pasó a través de nuestros cuerpos sin pensarlo dos veces y continuó su marcha, siempre acelerando.

— Oh — dije — Disculpa. Me había olvidado.

— ¡Cuesta acostumbrarse! — reconoció ella, sin aliento.

Ante el morro del avión apareció una silueta.

— ¿Quién anda por allí? ¿Estáis bien?

Usaba un traje de piloto de nylon oscuro y una chaqueta; lo mismo era un difuso fantasma a la luz de la luna. En la chaqueta, bordadas en blanco, las alas de piloto y las barras amarillas de teniente segundo.

— Ve tú —susurró Leslie — Estaré esperándote allí.

Asentí y le di un abrazo.

— Estoy bien — dije —. ¿Autorización para reunirme con usted?

Sonreí ante mi propia expresión; después de tantos años, volvía a hablar como los cadetes.

— ¿Quién es? ¿Por qué tenía que hacer preguntas difíciles?

— Teniente segundo Bach, Richard D., señor — respondí —. A-O-tres-cero-ocho-cero-siete-siete-cuatro, señor.