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— Mi queridísimo Richard — dijo —, ¿en ese futuro en que bombardearás Kiev y tu amigo, el piloto ruso, bombardeará Los Angeles? El estudio de la Twentieth Century-Fox, donde yo estaré trabajando, está a menos de un kilómetro y medio con respecto al punto de detonación. Un segundo después de que caiga la primera bomba, yo habré muerto.

Se volvió hacia mí, con un destello de terror en los ojos, perdida la finalidad de nuestra vida en pareja. Ese otro yo gritaba: «¡Hay algunos futuros en que…! ¡Las almas gemelas no siempre se encuentran!»

Estuve a su lado de inmediato, rodeándola con un brazo, abrazándola hasta que el terror pasó.

— No podemos alterar eso— le dije.

Ella asintió, desaparecida la angustia; lo sabía antes que yo.

— Tienes razón— dijo con tristeza. Y se volvió hacia el teniente — No nos toca a nosotros elegir, sino a ti.

Lo mejor que podíamos decir estaba dicho. Lo mejor que sabíamos, también él lo sabía.

En algún punto de nuestro futuro simultáneo, Leslie hizo lo que Pye nos había indicado. Era tiempo de partir; cerrando los ojos, imaginando el mundo del diseño, impulsó hacia adelante el acelerador del Ave-marina.

El cielo nocturno, los aviones de combate, la base aérea se estremecieron a nuestro alrededor. El teniente también, diciendo: «¡Esperad…!»

Y desapareció.

Buen Dios, pensé. Mujeres, niños y hombres, amantes y panaderos, actrices, músicos, comediantes, médicos y bibliotecarios, el teniente los mataría a todos sin misericordia cuando algún presidente así se lo ordenara. Cachorritos, pájaros, árboles, flores y fuentes, libros, museos y cuadros; quemaría viva a su propia alma gemela y nada de cuanto dijéramos podría impedirlo. ¡El es yo y no puedo impedírselo!

Leslie, que me leía la mente, me tomó de la mano.

— Escucha, Richard, querido. Tal vez no pudimos impedírselo — dijo — Pero tal vez sí.

8

Leslie mantuvo el acelerador hacia adelante y llevó el Avemarina rumbo al cielo. A treinta metros por encima del diseño volvió a velocidad de crucero y niveló el aparato.

Aunque volábamos a través de un cielo luminoso y por sobre el agua brillante, la desesperación pendía oscura y densa en la cabina, junto con la estupefacción por el hecho de que seres humanos inteligentes se dejaran arrastrar a la guerra. Era como si la idea nos resultara nueva, flamante; nuestra sombría aceptación de esa posibilidad en la vida diaria se había hecho añicos con una nueva mirada a la demencia que eso representaba.

— Pye — dije, por fin —, de todos los sitios en que pudimos descender, en un diseño que se extiende hasta el infinito, ¿por qué elegimos estos pasados? ¿Por qué Leslie ante el piano y Richard junto a su avión de combate?

— ¿No lo adivináis? — preguntó ella, reflejándonos la pregunta a ambos.

Estudié uno y otro hecho. ¿Qué tenían en común?

— ¿Los dos eran jóvenes y estaban perdidos?

— ¡Por perspectiva? — sugirió Leslie —. Ambos habían llegado al momento en que necesitaban recordar el poder de las elecciones…

Pye asintió.

— Los dos estáis en lo cierto.

— Y la finalidad de este viaje — dije —, ¿es aprender perspectiva?

— No — respondió —, no hubo finalidad. Caísteis aquí por casualidad.

— ¡Oh, Pye! — protesté.

— ¿No crees en las casualidades? Entonces debes creer que tú eres responsable, que tú fijaste rumbo hasta ese lugar.

— Bueno, no era yo el que fijaba rumbos… — dije. Las palabras se asentaron en mí. Me volví a mirar a Leslie.

Era motivo de bromas entre los dos: Leslie, que no tiene sentido de orientación en tierra, se orienta mejor que yo cuando estamos en el aire.

— La navegante soy yo — aclaró ella, sonriendo.

— Cree estar bromeando — dijo Pye —, pero tú no habrías podido llegar sin su ayuda, Richard. ¿Lo sabías?

— Sí — respondí — A mí me fascinan las percepciones extrasensoriales, los viajes astrales y las experiencias próximas a la muerte. Yo leo los libros, los estudio página a página hasta bien entrada la noche. Leslie rara vez los hojea, pero lee la mente, ve nuestro futuro…

— ¡No es cierto, Richard! ¡Soy escéptica y bien lo sabes! Siempre he sido escéptica con respecto a tus alter-mundos…

— ¿Siempre? — observó Pye.

— Bueno… he descubierto que a veces él tiene razón — confesó Leslie— Aparece con alguna idea descabellada y a la mañana siguiente, al año siguiente, la ciencia descubre lo mismo. Así he aprendido a tratar con cierto respeto esas ideas suyas, por ridículas que parezcan. Y aunque la ciencia no le diera la razón, aun así me encantarían esos extraños giros que describe su mente, porque tiene un punto de vista fascinante. Pero yo siempre he sido la práctica…

— ¿Siempre? — apunté yo.

— Oh, eso no cuenta — replicó Leslie, leyéndome la mente —. Era muy pequeña. Y como no me gustaba ese tipo de cosas, las interrumpí.

— Leslie se refiere a que estaba dotada de una intuición tan intensa que se asustaba — intervino Pye — Por eso bloqueó su don y hace lo posible por mantenerlo bloqueado. Los escépticos prácticos no gustan de asustarse con poderes extraños.

— Mi querida navegadora — dije —, ¡no me extraña! No fuiste tú la que quiso volver cuando desapareció Los Angeles. ¡Fui yo! No soy yo quien puede operar el acelerador en un hidroavión que no se ve. ¡Eres tú!

— No seas tonto — protestó Leslie— No estaría piloteando este hidroavión, no estaría siquiera volando si no fuera por ti. Y el viaje a Los Angeles fue idea tuya.

Eso era cierto. Había sido yo quien tentara a Leslie a abandonar la casa y las flores con esa invitación a Spring Hill. Pero para nosotros las ideas son vida: desarrollo y goce, tensión y alivio. De la nada surgen preguntas tentadoras, excitantes respuestas que danzan allá adelante, instándonos a resolver el acertijo, a expresarlo de algún modo, a ir allá, hacer esto, ayudar aquí. Ninguno de los dos se resiste a las ideas.

De inmediato me pregunté si podríamos descubrir por qué.

— ¿De dónde vienen las ideas, Pye? — pregunté.

— Diez grados a la izquierda— dijo ella.

— ¿Cómo? — me extrañé — No… las ideas. Se…

aparecen en los momentos más extraños. ¿Por qué?

— La respuesta a cualquier pregunta que puedas formular está en el diseño — respondió— Gira veinte grados a la izquierda, ahora, y acuatiza.

Nuestra avanzada amiga me despertaba la misma sensación que, en otros tiempos, los instructores de vuelo: mientras estuvieran conmigo en el avión, yo ejecutaba sin miedo cualquier acrobacia que me indicaran.

— ¿Te parece bien, wookie? — pregunté a mi esposa— ¿Estás dispuesta a seguir en esto?

Ella asintió, ansiosa de otra aventura.

Giré el anfibio como Pye me lo había indicado; verifiqué que las ruedas estuvieran subidas y los flaps abajo, disminuí la potencia.

— Dos grados a la derecha, busca esa banda de color amarillo intenso, allá adelante, bajo el agua… Toca la potencia un poquito — indicó nuestra guía— ¡Así! ¡Perfecto!

El lugar donde nos detuvimos parecía el infierno en horas extra. En las calderas bramaban las llamas, monstruosos hervidores de cosas fundidas forcejeaban arriba, en grúas móviles, y giraban poderosamente a través de una atestada planicie de acero: una hectárea y media bajo techo.

— Oh, caramba… — exclamé.

Un vagón eléctrico, del tamaño de un carrito de golf, rodó hasta el corredor más próximo a nosotros. De él descendió una joven esbelta, vestida de mono y con casco, y se encaminó en nuestra dirección. Si saludó, sus palabras se perdieron entre el estruendo y los rugidos de hierro y fuego. Se inclinó una caldera, un alarido-tornado de chispas azules reventó entre las lingoteras que estaban detrás de ella, convirtiéndola en una silueta a contraluz, en tanto se acercaba con celeridad.