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Era una cosita delicada: rizos rubios bajo el casco, ojos azules atentos.

— Qué lugar éste, ¿verdad? — dijo, a modo de presentación, gritando para hacerse oír. Hablaba como si estuviera orgullosa de ese sitio. Nos entregó sendos cascos— No creo que los necesitéis — dijo —, pero si la gerencia nos sorprende sin ellos…

Con una gran sonrisa, se cruzó el cuello con un dedo, perversa.

— Pero no podemos tocar — comencé.

Ella sacudió la cabeza.

— No importa. Aquí podéis.

En efecto: no sólo pudimos tocar los cascos, sino que nos sentaban bien. Ella nos indicó que la siguiéramos.

¿Quién es ésta? miré a Leslie. Ella comprendió mi pensamiento, se encogió de hombros y meneó la cabeza.

— Oye, ¿cómo te llamas? — grité.

La joven se detuvo por un segundo, sorprendida.

— ¡Me dais tantos nombres, todos tan formales! — Se encogió de hombros con una sonrisa. — Podéis llamarme Tink.

Enérgica, nos condujo hacia una rampa, en el costado más próximo de ese lugar gigantesco; era una guía de turismo en funciones.

— Ahora bien — dijo —, el material baja por las cintas móviles hasta los cernidores de afuera. Después se lo lava en el trayecto hacia la tolva principal…

Leslie y yo nos hacíamos preguntas con los ojos. ¿Acaso debíamos saber de qué trataba todo aquello?

— …se lo arroja en uno de los crisoles (en esta planta hay veinticinco) y se lo calienta a mil quinientos grados. Después, una grúa lo levanta y lo trae hasta aquí.

— ¿De qué estás hablando? — pregunté.

— Si reservas tus preguntas para después — fue su réplica —, probablemente responderé casi todas en el trayecto.

— Pero nosotros no…

Ella señaló.

En el puente grúa — continuó —, se inyecta gas xenón a la fusión; después se la vierte en estos moldes, que están recubiertos con veinte micrones de un material que facilita el retiro de los lingotes de sus moldes.

Los lingotes no eran de acero, sino de una especie de vidrio; a medida que se enfriaban pasaban del anaranjado a un blanco traslúcido.

A lo largo del costado había equipos en rayos, cubos y romboides, tal como los tallistas cortan los diamantes en ángulos y facetas.

— Aquí se facetan y se energizan los bloques — dijo Tink, mientras pasábamos apresuradamente— Cada uno es diferente de los otros, por supuesto.

Nuestra guía del misterio nos hizo marchar por una rampa curva hasta una escotilla.

— Y ésta es la planta de acabado — nos mostró, más orgullosa que nunca— Esto es lo que deseabais ver.

Las puertas se abrieron deslizándose en cuanto nos acercamos y se cerraron en cuanto hubimos pasado.

El estruendo desapareció; aquel lugar estaba silencioso como el destino e igualmente ordenado y limpio. Desde una enorme pared hasta la otra había bancos de trabajo cubiertos de fieltro; en cada mesa descansaba una forma de cristal pulido, más arte silente que industria pesada. La gente trabajaba con cuidado, sin decir palabra, ante las mesas. ¿La pulcra sala de Ensamblado de Naves Espaciales?

Aminoramos el paso y nos detuvimos junto a una mesa donde un joven corpulento, sentado en una silla giratoria frente a algo que parecía un torno revólver ultramoderno, inspeccionaba un bloque de cristal más grande que yo. La masa era tan transparente que resultaba apenas visible, una sugerencia en el espacio. Sin embargo, sus planos y ángulos chisporroteaban fascinación. Dentro del cristal vimos una intrincada estructura de luz coloreada, miniláseres embutidos, una delicada red de filamentos refulgentes. El hombre presionó algunas teclas en la máquina y en el cristal se produjeron cambios sutiles.

Toqué a Leslie, señalando el bloque con un gesto de perplejidad. Trataba de recordar. ¿Dónde había visto algo así?

— Está comprobando que todas las conexiones estén terminadas — informó Tink, reduciendo la voz a un murmullo— Basta un filamento suelto para que toda la unidad falle.

Ante esas palabras, el hombre se volvió y nos sorprendió observando.

— ¡Hola! — saludó, cálido como un viejo amigo — ¡Bienvenidos!

— Hola — respondimos.

— ¿Te conocemos? — La pregunta fue mía.

El sonrió. De inmediato me cayó simpático.

— Conocerme, sí. Recordarme, probablemente no. Me llamo Atkin. Una vez fui tu montador aeronáutico. En otra oportunidad, tu maestro de Zen… Oh, no creo que te acuerdes.

Se encogió de hombros, sin preocuparse en absoluto. Yo busqué a tientas las palabras.

— ¿Y qué… qué haces aquí?

— Echa un vistazo. — Señaló una mirilla binocular montada cerca del cristal.

Leslie se asomó a mirar.

— ¡Oh, caramba! — exclamó.

— ¿Qué?

— Es… ¡No es vidrio, Richie! ¡Es ideas! ¡Es como una telaraña! ¡Están todas conectadas!

— Cuéntame.

No está en palabras — replicó ella— Supongo que es preciso expresarlas como se pueda.

— ¿Qué palabras usarías? Prueba conmigo.

— Oh — susurró ella, fascinada— ¡Mira eso!

— Habla — pedí —, por favor.

— Bueno, haré el intento. Es acerca de… lo difícil que resulta tomar las decisiones correctas y lo importante que es aferrarse a lo mejor que sabemos… ¡y que en realidad sabemos qué es lo mejor! — Se disculpó ante Atkin. — Ya sé que no le hago justicia. ¿Nos leerías esta sección plateada?

Atkin volvió a sonreír.

— Lo estás haciendo muy bien — aseguró, acercando los ojos a otra mirilla— Dice: Un diminuto cambio hoy nos lleva a un mañana dramáticamente distinto. Hay grandiosas recompensas para quienes escogen las rutas altas y difíciles, pero esas recompensas están ocultas por años. Toda elección se hace en la despreocupada ceguera, sin garantías del mundo que nos rodea. Y junto a ésa, ¿ves? La única manera de evitar todas las elecciones que nos asustan es abandonar la sociedad y volverse ermitaño, y ésa es una elección que nos asusta. Y ésa está conectada con: El carácter se gesta siguiendo nuestro más elevado sentido de lo conecto y confiando en los ideales sin estar seguro de que funcionen. Uno de los desafíos de nuestra aventura en la tierra consiste en elevarnos por encima de los sistemas muertos (guerras, religiones, naciones, destrucciones), negamos a formar parte de ellos y expresar, en cambio, el yo más alto que sepamos ser.

— ¡Es maravilloso! — dijo Leslie, siempre contemplando el cristal— ¡Oh, Richie, escucha éste! Nadie puede resolver los problemas de alguien cuyo problema consiste en que no quiere tener los problemas resueltos. ¿Lo expresé bien? — preguntó a Atkin.

— ¡A la perfección! — aseguró él.

Leslie volvió a mirar el interior del cristal, complacida de ver que empezaba a comprender.

— Por muy calificados que estemos, por mucho que lo merezcamos, jamás alcanzaremos una vida mejor mientras no podamos imaginarla y nos permitamos alcanzarla. ¡Sabe Dios si eso es verdad! ¡Así son las ideas cuando una cierra los ojos! — Sonrió a Atkin su gran admiración. — Todo está allí, todas las conexiones, todas las respuestas a cualquier pregunta que puedas formular al respecto. Puedes seguir todas las conexiones en la dirección que prefieras. ¡Qué bello es!

— Gracias — dijo Atkin.

Me volví hacia nuestra guía.

— ¿Tink?

— ¿Sí?

— ¿Las ideas provienen de una fundición? ¿de una acería?

— No pueden ser aire, Richard — replicó, severa — ¡No podemos usar algodón de azúcar! Una persona confía su vida a lo que cree. Sus ideas tienen que sostenerla; tienen que resistir el peso de sus propios cuestionamientos y el peso de cien, de mil, de diez mil críticos, cínicos y destructores. ¡Sus ideas deben resistir la tensión de todas las consecuencias que acarrean!