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De inmediato me sentí rígido y tenso. No es miedo, pensé. Es cautela, la simple tensión de cualquier humano del siglo XX.

Aspiré hondo, cerré los ojos, me relajé por un instante y de pronto me atacó la desesperación por descender.

— ¡Corta la potencia! ¡Ahora! ¡Acuatiza!

Nos detuvimos bajo el claro de luna, a pocos metros de una tosca tienda de múltiples ángulos. Su techo era de cuero cosido; a lo largo de las costuras chorreaba la pez; las paredes, de pesado color de tierra, adquirían reflejos de cereza a la luz de las antorchas de centinela. Desde el desierto, a nuestro alrededor, provenía el resplandor de cien fogatas encendidas en la arena, voces alcohólicas, rudas y fuertes, pataleos y relinchos de caballos.

A la entrada de la tienda había dos guardias a los que habríamos tomado por centuriones, si no hubieran estado tan harapientos. Cubiertos de cicatrices, maltrechos, eran hombres bajos, vestidos con túnicas que les sentaban mal, ceñidas con bronce; llevaban cascos y botas de cuero y hierro para protegerse del frío, espadas cortas y dagas al costado.

Fuego y oscuridad, me estremecí. ¿En qué habíamos caído por mi culpa?

Sin dejar de observar a los guardias, giré la cabeza hacia Leslie y la tomé de la mano. Los hombres no la veían; de lo contrario, ¡qué bocado habría sido para ellos!

— ¿Tienes alguna idea de lo que hacemos aquí? — susurré.

— No, querido — respondió ella, también susurrando— El aterrizaje corrió por tu cuenta.

A poca distancia estalló una riña; los hombres bramaban y se debatían. Nadie nos prestó atención.

— Supongo que la persona a quien debemos ver está en la tienda — dije.

Ella le echó una mirada aprensiva.

— Si es un tú alternativo no hay de qué preocuparse, ¿verdad?

— Tal vez no hace falta que conozcamos a éste. Creo que ha habido un error. Vámonos.

— Richie, tal vez esto es lo que importa más. Tiene que haber una razón para que estemos aquí, algo que debemos aprender. ¿No sientes curiosidad por saber qué es?

— No — dije. Sentía tanta curiosidad por el ocupante dé la tienda como por conocer la araña de una tela de treinta metros — Esto me da mala espina.

Ella vaciló un momento y echó una mirada en derredor, preocupada.

— Tienes razón. Un vistazo y nos vamos. Sólo quiero ver quién…

Antes de que pudiera detenerla, se deslizó a través de la pared de la tienda. Un segundo después oí su alarido.

Corrí detrás de ella y vi que una silueta bestial le buscaba el cuello, con un cuchillo centelleante en la mano.

— ¡NO!

Salté hacia adelante en el momento mismo en que el atacante de Leslie caía a través de ella, sorprendido; el puñal repiqueteó suavemente en la alfombra.

El hombre era bajo, cuadrado y muy veloz. Recuperó su arma antes de que cesara de rodar y se levantó como el rayo para arrojarse hacia mí, sin un ruido. Me hice a un lado lo mejor que pude, pero él captó mi movimiento y me golpeó directamente en el vientre.

Me mantuve allí y lo dejé pasar a través de mi cuerpo, como una roca a través de la llama, hasta que se estrelló contra uno de los postes que sostenían la tienda. La madera crujió, mientras el techo se curvaba hacia adentro.

Perdido el puñal en el choque, el hombre se apartó del poste girando como un torbellino. Después de sacudir la cabeza, sacó una segunda daga de su bota y se lanzó al ataque de un salto. Voló a través de mí, a la altura del hombro, y aterrizó sobre un escabel de madera, de esquina afilada, haciendo trizas un candelero.

Un momento después estaba nuevamente de pie, con los ojos reducidos a ranuras de cólera, los brazos curvados hacia nosotros como los de un luchador y la daga siempre en la mano. Se arrastró hacia adelante, alerta, inspeccionándome. Apenas llegaba al hombro de Leslie, pero esos ojos expresaban el asesinato.

De pronto se volvió. Aferró el cuello de la blusa de Leslie y tiró de él hacia abajo con la celeridad de relámpago. Después se quedó mirando, atontado, la mano vacía.

— ¡Bueno, basta! — le dije. Giró en redondo y me apuntó una puñalada a la cabeza.

— ¡BASTA DE VIOLENCIA! — grité.

Se detuvo, fulminándome con la mirada. Lo que asustaba en esos ojos no era su crueldad, sino su inteligencia. Cuando ese hombre destruía no era por casualidad.

— ¿Sabes hablar? — pregunté, aunque no esperaba que dominara nuestro idioma— ¿Quién eres?

Frunció el ceño, respirando con dificultad. Y entonces, para asombro mío, respondió. Cualquiera fuera su idioma, nos comprendíamos. Se tocó el hecho.

— At-Elah — dijo, orgulloso — ¡At-Elah, el Azote Divino!

— ¿At-Elah? — repitió Leslie — ¿Atila?

— ¡Atila el huno?

El guerrero sonrió ferozmente ante mi asombro. Luego volvió a entornar los ojos.

— ¡Guardia! — ladró.

Uno de los rufianes apostados afuera entró de inmediato, golpeándose el pecho con el puño a manera de saludo.

Atila nos señaló con un gesto.

— No me advertiste que tenía visitas — dijo, con suavidad.

El soldado, con expresión aterrorizada, recorrió el ambiente con la mirada.

— ¡Pero si no tienes visitas, oh, Grande!

— ¿No hay ningún hombre en este cuarto? ¿No hay ninguna mujer?

— ¡No hay nadie!

— Eso es todo. Lárgate.

El guardia hizo nuevamente el saludo, giró en redondo y marchó apresuradamente hacia la abertura de la tienda.

Atila fue más veloz. Su mano describió una turbulencia, como la de una cobra al atacar, y sepultó la daga en la espalda del guardia, con un ruido sordo.

El efecto fue asombroso, como si el golpe, en vez de matar al hombre, lo hubiera partido en dos. El cuerpo cayó a la entrada, casi sin hacer ruido, mientras el fantasma del hombre marchaba hasta su puesto, sin saber que había muerto.

Leslie me miró, horrorizada.

El asesino arrancó su daga del cadáver.

— ¡Guardia! — llamó. Apareció el otro soldado maltrecho — Llévate esto.

Oímos el golpe del saludo y el ruido del cuerpo, llevado a la rastra.

Atila volvió hacia nosotros, deslizando el cuchillo húmedo en la vaina de la bota.

— ¿Por qué? — dije.

El se encogió de hombros y levantó la cabeza, desdeñoso.

— Si mi guardia no ve lo que yo veo en mi propia tienda…

— No — dije— ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué tanto asesinato, tanta destrucción? No sólo la de este hombre; ¡destruyes ciudades completas, pueblos enteros, sin motivo alguno!

Estaba lleno de desprecio.

— ¡Cobarde! ¿Preferirías que yo ignorara las agresiones de un imperio maligno? ¿A los imperialistas romanos y sus títeres lacayos? ¡Infieles! ¡Dios me dice que limpie de infieles la tierra y yo obedezco la palabra de Dios! — Sus ojos refulgían. — Llorad y lamentaos, tierras del Poniente, porque contra vosotros descargaré mi azote; sí, el azote de Dios matará a vuestros hombres; bajo la rueda de mi carruaje caerán vuestras mujeres, y vuestros hijos bajo los cascos de mi caballo.

— La palabra de Dios — dije— Sílabas vacuas, más poderosas que las flechas, porque nadie se atreve a enfrentárseles. ¿Con qué simplicidad roban los astutos el poder a los tontos!

Me miró con los ojos muy abiertos.

— ¡Has pronunciado mis palabras!

— Primero vuélvete inmisericorde — proseguí, horrorizado de lo que yo mismo estaba diciendo— Después proclama que eres el Azote de Dios; tus ejércitos se henchirán con aquellos que son demasiado obtusos, para imaginar a un Dios amante, demasiado asustadizos para desafiar a uno malvado. Grita que Dios promete mujeres, naranjas, vino, todo el oro de Persia cuando mueran con la sangre de los infieles en sus espadas, y tendrás una fuerza que convertirá las ciudades en escombros. Para tomar el poder, pronuncia la palabra de Dios, pues esa palabra es lo que mejor cambia el miedo por furia contra cualquier enemigo que tú elijas.