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Nos mirábamos fijamente, Atila y yo. Eran sus propias palabras. También habían sido las mías. El lo sabía; yo también.

¡Qué fácil había sido verme a mí mismo en Tink, en Atkin, en su mundo de suave creatividad! ¡Qué difícil era ahora reconocerme en ese revoltijo de odio! Yo llevaba tanto tiempo con ese antiguo combatiente enjaulado dentro de mí, encadenado en su mazmorra portátil, que me negaba a reconocerlo cuando lo veía cara a cara.

El me volvió la espalda, se alejó algunos pasos y se detuvo. No podía matarnos, no podía obligarnos a salir. Su única alternativa era imponerse mentalmente.

— ¡Se me teme como se teme a Dios! — advirtió.

¿Qué pasa con la inteligencia cuando cree en las mentiras que inventa para otros? ¿Se convierte en locos remolinos que desaparecen por trasnochados desagües?

Por fin habló Leslie, con la voz cargada de tristeza.

— Si crees que el poder proviene del miedo — dijo —, te encierras con quienes comercian con el miedo. No es gente muy brillante. ¡Qué tonta elección para un hombre dotado con tu mente! Si al menos la aprovecharas para…

— ¡MUJER! — rugió— ¡SILENCIO!

— Eres temido por quienes honran el miedo — continuó ella, con suavidad— Podrías ser amado por quienes honran al amor.

El acomodó su silla y tomó asiento frente a mí, de espaldas a Leslie; en todas las líneas de su rostro se reflejaba una amargo enojo, en tanto citaba sus escrituras:

— Dice Dios: Derribaré tus altas torres y tus murallas serán reducidas a ruina, y ni una piedra de tu ciudad se mantendrá sobre otra. Son las órdenes de Dios. No tengo órdenes de amar.

Si la cólera podía hervir, ese hombre era su caldero.

— Odio a Dios — dijo — Odio lo que El ordena. ¡Pero no hay otro Dios que hable!

No respondimos.

— Tu Dios de amor nunca levanta Su espada contra mí, nunca muestra Su rostro. — Se levantó de un salto, elevó la maciza silla en una mano y la estrelló en el suelo, deshaciendo la madera en astillas. — Si es tan poderoso, ¿por qué no Se interpone en mi camino?

El enojo es miedo, comprendí. Toda persona enojada es una persona asustada, que teme perder algo. Y en mi vida había visto a otra persona tan enojada como ese espejo de mi propio luchador salvaje, mi yo interior preso tras barras y candados.

— ¿Por qué tienes tanto miedo? — pregunté. Me acechaba, con fuego en los ojos.

— ¡Cómo te atreves! — estalló— ¡Te atreves a decir que At-Elah tiene miedo! ¡Te haré cortar en pedazos para alimento de los chacales!

Apreté los puños, desesperado.

— ¡Pero si no puedes tocarme, At-Elah! No puedes hacerme daño, como tampoco yo a ti. ¡Soy tu propio espíritu, llegado desde dos mil años hacia adelante, en el futuro!

— ¿No puedes hacerme daño? — dijo.

— ¡No!

— ¿Me lo harías si pudieras?

— No.

Lo pensó por un momento.

— ¿Por qué no? ¡Soy la Muerte, el Azote de Dios! — Basta de mentiras, por favor— le dije— ¿Por qué tienes tanto miedo?

Si la silla no hubiera estado reducida a pedazos, la habría destrozado entonces.

— ¡Porque estoy solo en un mundo demente! — aulló— ¡Dios es malvado! Dios es cruel! Y yo debo ser el más cruel de todos para ser rey. ¡Dios ordena: mata o muere!

De pronto suspiró hondamente, pasada la furia.

— Estoy solo entre monstruos— dijo, en voz tan baja que apenas oímos— Nada tiene sentido.

— Es demasiado triste— dijo Leslie, angustiada— Basta.

Giró sobre sus talones y se marchó a través de la pared de la tienda. Yo permanecí un momento más, observándolo. Era uno de los hombres más salvajes de la historia, pensé. De haber podido, nos habría matado. ¿Por qué me inspiraba pena?

Seguí a Leslie y la encontré de pie al otro lado del claro desértico, frente al fantasma del guardia asesinado. A ella la angustia le impedía ver nada; él, hecho una masa de aflicción, veía cargar su cadáver en una carreta y se preguntaba qué había pasado.

— Tú me ves, ¿verdad? — preguntó a Leslie— No he muerto, ¿verdad? porque estoy… ¡aquí! ¿Has venido para llevarme al paraíso? ¿Eres mi mujer?

Ella no respondió.

— ¿Lista para partir? — le pregunté.

El hombre giró violentamente al oír mi voz.

— ¡NO! ¡No me llevéis!

— Empuja el acelerador, Leslie — dije.

— Esta vez hazlo tú— replicó ella, con voz cansada — No puedo pensar.

— Sabes que no soy muy bueno para estas cosas. Ella permaneció inmóvil, como si no me oyera, mirando el desierto.

Tengo que intentarlo, pensé. Me relajé lo mejor posible en ese lugar, imaginé el Avemarina a nuestro alrededor y estiré la mano hacia el acelerador.

Nada.

Gruñón, pensé, ¡vamos!

— ¡Mujer! — chilló el huno-espíritu— ¡Ven aquí! Mi esposa no se movió. Al cabo de un momento el hombre marchó hacia nosotros, lleno de brusca resolución. Los mortales no pueden tocarnos, me dije, pero ¿qué pasará con los fantasmas de los guardias bárbaros?

Me interpuse entre Leslie y él.

— No logro que salgamos de aquí — dije a mi esposa, desesperado — ¡Hazlo tú!

El guardia se lanzó al ataque.

¡Con qué celeridad volvemos atrás cuando se nos amenaza! La antigua mente-Atila se hizo cargo; las perversas habilidades del hombre de la tienda eran mías. Jamás te defiendas; cuando se te ataca, ¡ataca!

Yo también me arrojé, en una fracción de segundo, contra la cara del guerrero; en el último instante me dejé caer para chocar contra él por debajo de las rodillas. Era sólido, sí. Y yo también.

No es limpio golpear por debajo de las rodillas, pensé.

Al diablo con lo limpio, dijo esa mente primitiva.

El hombre cayó por sobre mí y forcejeó para levantarse, un segundo antes de que yo lo golpeara con todas mis fuerzas en la nuca, desde atrás.

Los caballeros no atacan desde atrás.

¡Mata! vitoreaba el bruto interior.

Mi intención era utilizar la mano como hacha contra la parte inferior de su mentón, pero el mundo se evaporó a mi alrededor, transformado en la atronadora cabina de nuestro hidroavión durante el despegue. ¡Luz! Un cielo limpio barrió con aquella escena oscura.

— ¡Basta, Richard! — gritó Leslie.

Detuve mi mano en medio del aire, un momento antes de que desmayara al altímetro. Me volví hacia ella, todavía con ojos de bull-dog.

— ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza, trémula; sin apartar la mano del acelerador, llevó al Avemarina hacia arriba. — No pensé que podría tocarnos — dijo.

— Era un fantasma. Nosotros también — expliqué — Allí ha de estar la diferencia.

Me dejé caer en el asiento, exhausto, incrédulo. Atila había convertido todas sus elecciones en odio y destrucción, en nombre de un dios perverso que no existía. ¿Por qué?

Por un rato volamos en silencio; mis ruedecillas iban reduciendo la marcha después del gran esfuerzo. Por dos veces, como teniente moderno y como antiguo general, me había visto bajo la imagen de un destructor y no sabía por qué. ¿Acaso a los veteranos militares, aun en tiempos de paz, los persigue la idea de lo que pudo haber sido, de lo que pudieron haber hecho?

— ¿Atila el Huno, yo? — dije — ¡Sin embargo, comparado con el piloto que incineró a Kiev, Atila era un gatito mimoso!

Leslie quedó pensativa por un largo instante.

— ¿Qué significa todo esto? — dijo, al fin— Sabemos que los acontecimientos son simultáneos, pero ¿evoluciona la conciencia? En esta vida, una vez dejaste que el gobierno te preparara para asesino. Ahora eso sería imposible. ¡Has cambiado, has evolucionado!